sábado, 27 de diciembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 10

Me pasé la cena con la cabeza gacha. En la Sala de las Mujeres había podido mostrarme
valiente porque tenía a Marlee al lado, y a ella le caía bien. Pero allí, rodeada de personas cuyo odio podía sentir casi físicamente, me acobardé. Solo levanté la vista del plato una vez; entonces me encontré con Kriss Ambers, que le daba vueltas al tenedor con gesto amenazador. Y Ashley, siempre tan elegante, no dejó de hacer morritos, sin dirigirme la palabra. De lo único que tenía ganas era de huir a mi habitación. No entendía por qué era todo tan importante. Vale, parecía ser que le gustaba a la gente.
¿Y qué? Allí dentro aquello no tenía ninguna importancia; sus gestos de cariño no valían para nada.
Después de todo, no sabía si sentirme honrada o molesta. Centré mis energías en la comida. La última vez que había comido filete había sido unas
Navidades, años atrás. Sabía que mamá se había esmerado todo lo posible, pero no tenía nada que ver con aquel, tan jugoso, tan tierno, tan sabroso. Me daban ganas de preguntarle a alguien si no era el mejor filete que había probado nunca. Si Marlee hubiera estado allí cerca, lo habría hecho. La busqué con la mirada. Estaba charlando tranquilamente con las chicas que tenía alrededor.
¿Cómo lo conseguía? ¿Acaso no había salido en la misma grabación que decía que era una
de las favoritas? ¿Cómo lo hacía para que la gente le hablara? El postre fue un surtido de frutas con helado de vainilla. Era como si estuviera
descubriendo el placer de comer. Si aquello era comida, ¿qué era lo que me había estado metiendo en la boca hasta entonces? Pensé en May y en lo golosa que era. Aquello le habría encantado. Estaba segura de que ella habría triunfado.
No podíamos abandonar la mesa hasta que todas hubieran acabado, y luego teníamos
órdenes estrictas de irnos directamente a la cama. —Al fin y al cabo, por la mañana conoceréis al príncipe Maxon, y todas querréis dar
vuestra mejor imagen —recordó Silvia—. De hecho, es el futuro marido de una de vosotras. Unas cuantas chicas suspiraron ante la idea. El repiqueteo de los zapatos al subir las escaleras esta vez fue menos sonoro. No veía el
momento de quitarme los míos. Y aquel vestido. Tenía una muda mía de verdad en la mochila y no sabía si ponérmela, aunque solo fuera por sentirme yo misma por un momento.
Tras subir las escaleras, mientras las chicas se dirigían a sus habitaciones, Marlee me cogió del brazo. —¿Estás bien? —Sí. Es solo que algunas de las chicas me miraban mal durante la cena —dije, intentando
no parecer una llorica. —Solo están un poco nerviosas porque le has gustado mucho a la gente —respondió,
quitándole hierro al asunto. —Pero tú también le has gustado a la gente. He visto los carteles. ¿Por qué no te hacen lo
mismo a ti? —No has pasado mucho tiempo con grupos de chicas, ¿verdad? —me preguntó, con
una sonrisa pícara, como si yo supiera lo que estaba pasando. —No. Sobre todo con mis hermanas —confesé. —¿Te educaron en casa? —Sí. —Bueno, yo estudié con un grupito de otras Cuatros en casa, todas chicas, y cada una
tiene su método para influir en las demás. Fíjate: todo consiste en conocer a la persona, en pensar qué es lo que le molestará más. Muchas de las chicas me hacen cumplidos ambiguos, o pequeñas observaciones, cosas así. Sé que me ven como una persona superficial y extrovertida pero que, en realidad, es tímida, y creen que pueden ir mellando mi autoestima con palabras. Fruncí el ceño. ¿Lo hacían aposta? —Para ti, como te ven reservada y misteriosa… —Yo no soy misteriosa —la interrumpí. —Un poquito sí. Y a veces la gente no sabe si interpretar el silencio como confianza en ti
misma o como miedo. Te miran todo el rato como si fueras un bicho raro, a ver si al final consiguen que te sientas como tal. —¡Vaya! —Eso tenía cierto sentido. Me pregunté qué era lo que estaba haciendo, si de
algún modo estaba recordándoles a las otras sus propias inseguridades—. ¿Y tú qué haces? Cuando quieres que te traten bien, quiero decir. —No hago ni caso —respondió, sonriendo—. Tengo una conocida que se pone tan
furiosa cuando no consigue fastidiarte que acaba hundiéndose. Así que no te preocupes —dijo—. Lo único que tienes que hacer es dejarles claro que no te afecta lo que hagan.
—Y no me afecta. —Te creo…, pero no del todo. —Soltó una risita, un sonido cálido que se evaporó en el
silencio del pasillo—. ¿Te puedes creer que vayamos a conocerle por la mañana? —preguntó, pasando a temas, a su modo de ver, más importantes. —No, en realidad no. Maxon parecía una suerte de fantasma que deambulara por el palacio, siempre presente pero intangible. —En fin, buena suerte mañana —dijo, y estaba claro que era sincera. —Mejor suerte aún para ti, Marlee. Estoy segura de que el príncipe Maxon estará más
que contento de conocerte. —Le apreté la mano una vez más. Ella me sonrió denotando excitación y timidez a la vez, y se fue a su cuarto. Cuando llegué al mío, la puerta de Bariel seguía abierta, y le oí dar órdenes a su doncella,
refunfuñando. Me vio y me cerró la puerta en las narices. Mejor. Mis doncellas estaban allí, por supuesto, esperándome para ayudarme a lavarme y
desvestirme. Mi camisón, una prenda verde, ligera y vaporosa, estaba tendido sobre la cama. Ninguna de las tres había tocado mi bolsa. Eran eficientes pero resueltas. Evidentemente se sabían bien la rutina de la noche, pero
obraron con calma. Supuse que pretendían que su actuación tuviera un efecto relajante, pero yo no veía el momento de que se fueran. No podía meterles prisa mientras me lavaban las manos, me desabrochaban el vestido y prendían el broche con mi nombre en mi bata de seda. Y mientras hacían todas aquellas cosas que me ponían tan incómoda, iban haciendo preguntas. Intenté responderlas sin ser maleducada.
Sí, por fin había visto a las otras chicas. No, no hablaban mucho. Sí, la cena había sido
estupenda. No, no conocería al príncipe hasta el día siguiente. Sí, estaba muy cansada. —Y de verdad me ayudaría mucho a relajarme poder pasar un rato sola —añadí, tras
aquella última respuesta, esperando que pillaran la indirecta. Parecían decepcionadas. Intenté arreglarlo. —Las tres me ayudáis muchísimo, pero es que estoy acostumbrada a pasar tiempo sola. Y
hoy he estado rodeada de muchísima gente todo el día. —Pero, Lady Singer, se supone que tenemos que ayudarla. Es nuestro trabajo —dijo la
que mandaba. Me imaginé que sería Anne. Anne parecía estar al tanto de todo, Mary era de muy buen
trato, y Lucy… supongo que era tímida. —Os lo agradezco mucho, de verdad, y desde luego necesitaré que me ayudéis mañana
para ponerme en marcha. Pero esta noche necesito desconectar. Si queréis serme útiles, me iría muy bien disponer de un tiempo para mí. Y si todas descansáis bien, seguro que por la mañana las cosas saldrán mejor, ¿no os parece? Se miraron entre sí. —Bueno, supongo que sí —accedió Anne. —Se supone que una de nosotras tiene que quedarse aquí mientras usted duerme. Por si
necesita algo —dijo Lucy, nerviosa, como si tuviera miedo de mis decisiones. Daba la impresión de que temblaba de vez en cuando, lo cual atribuí a su timidez. —Si necesito algo, tocaré el timbre. Estaré bien. Además, no podría descansar si sé que
hay alguien observándome. Volvieron a mirarse entre sí, aún algo escépticas. Sabía que había un modo de acabar con
aquello, pero odiaba tener que usarlo. —Se supone que tenéis que obedecer todas mis órdenes, ¿verdad? Asintieron, esperanzadas. —Entonces os ordeno a las tres que os vayáis a la cama. Y que vengáis a ayudarme por la
mañana. Por favor. Anne sonrió. Estaba claro que empezaba a entenderme. —Sí, Lady Singer. Hasta mañana. Hicieron una reverencia y abandonaron la habitación. Anne me echó una última mirada.
Supongo que no era exactamente lo que se esperaban, pero no parecían muy molestas. Una vez sola, me quité las elegantes zapatillas y estiré los dedos de los pies. Ir descalza me
daba una sensación agradable, natural. Me dispuse a sacar mis cosas de la bolsa, lo cual no llevó mucho tiempo. Al mismo tiempo eché un vistazo a los vestidos. Solo había unos cuantos, pero bastarían para vestirme durante una semana más o menos. Supuse que las demás tendrían la misma cantidad. ¿Por qué habrían confeccionado una docena de vestidos para una chica que quizá se marchara al día siguiente? Saqué las pocas fotografías que tenía de mi familia y las prendí del borde de mi espejo,
que era altísimo y enorme. Así podría ver las fotos sin tener que apartar la vista de mí misma. Tenía una cajita de abalorios personales —pendientes, cintas y diademas que me encantaban—. Es probable que en aquel entorno quedaran increíblemente sencillos, pero eran tan personales que no había podido evitar traérmelos. Los pocos libros que había traído encontraron su espacio en el práctico estante que había junto a las puertas que daban a mi balcón privado. Asomé la nariz al balcón y vi el jardín. Había un laberinto de senderos con fuentes y
bancos. Por todas partes se veían flores, y cada seto estaba podado a la perfección. Tras aquel recinto cuidado hasta el mínimo detalle se abría un pequeño campo abierto y, más allá, un bosque enorme que se extendía hasta tan lejos que no podía saber siquiera si quedaba completamente rodeado por los muros del palacio. Por un momento me pregunté los motivos de su existencia, pero luego fijé la atención en el último recuerdo de casa, que aún llevaba en la mano. Mi frasquito con el céntimo. Lo hice rodar por la mano unas cuantas veces, escuchando
cómo la moneda se deslizaba por los bordes del cristal. ¿Por qué me habría llevado aquello? ¿Para recordarme algo que no podría tener nunca? Aquel pensamiento fugaz —el de que aquel amor que había ido construyendo durante
años en un lugar tranquilo y secreto estaba ahora fuera de mi alcance— me llenó los ojos de lágrimas. Aquello, sumado a toda la tensión y la excitación del día, era demasiado. No sabía dónde guardar aquel frasco, así que de momento lo dejé sobre la mesilla de noche. Atenué las luces, me eché sobre las lujosas sábanas y me quedé mirando mi frasquito. Me
permití estar triste. Me permití pensar en «él». ¿Cómo podía haber perdido tanto en tan poco tiempo? Tener que abandonar a la familia,
trasladarse a un lugar extraño, separarse de la persona a la que amas… Todo aquello debía de sucederte poco a poco, a lo largo de años, no en un solo día.
Me pregunté qué sería exactamente lo que quería decirme antes de irme. Lo único que
pude deducir era que sería algo que no le resultaba cómodo decir en voz alta. ¿Sería sobre «ella»? Fijé la vista en el frasco. ¿Estaría intentando decirme que lo sentía? Le había soltado una enorme reprimenda la
noche anterior. Así que a lo mejor era aquello. ¿Que había pasado página? Bueno, eso ya lo había visto claro, gracias por la información. ¿Que «no» había pasado página? ¿Que aún me quería? Intenté pensar en otra cosa. No podía permitir que aquella esperanza arraigara. Ahora
mismo necesitaba odiarle. Aquella rabia me ayudaría a seguir adelante. El principal motivo por el que estaba allí era para alejarme de él todo lo que pudiera y el máximo tiempo posible. Pero la esperanza resultaba dolorosa. Y con la esperanza llegó la nostalgia, y el deseo de que May se colara en mi cama, como a veces hacía. Y luego el miedo de que las otras chicas quisieran echarme, que pudieran seguir intentando empequeñecerme. Y luego los nervios al presentarme ante todo el país por televisión durante mi estancia en aquel lugar. Y el pánico de que alguien intentara matarme simplemente para reivindicar una posición política. Todo aquello me había caído encima demasiado de golpe como para que mi ya aturdido cerebro lo pudiera procesar tras un día tan largo. La visión se me nubló. Ni siquiera me di cuenta de que había empezado a llorar. No podía
respirar. Estaba temblando. Me puse en pie de un salto y salí al balcón a la carrera. Estaba tan nerviosa que tardé un momento en abrir el seguro, pero por fin lo conseguí. Pensé que el aire fresco me haría sentir mejor, pero no fue así. Aún respiraba entrecortadamente y tenía frío.
Aquello no tenía nada de libertad. Los barrotes de mi balcón me hacían sentir enjaulada.
Y aún veía los muros que rodeaban el palacio, con vigilantes en los puestos de guardia. Necesitaba salir del palacio, y nadie iba a ayudarme a conseguirlo. La desesperación me hizo sentir aún más débil. Miré hacia el bosque. Estaba segura de que desde allí solo se vería vegetación.
Me giré y eché a correr. Me sentía un poco insegura, con los ojos llenos de lágrimas, pero
conseguí abrir la puerta. Corrí por el pasillo que conocía, sin fijarme en los elaborados tapices ni en los ribetes dorados. Apenas vi a los guardias. No sabía orientarme por el castillo, pero sabía que, si bajaba las escaleras y tomaba la dirección correcta, encontraría las enormes puertas de vidrio que daban al jardín. Necesitaba abrir aquellas puertas. Bajé corriendo la majestuosa escalera, apenas haciendo ruido al pisar el mármol con mis
pies descalzos. Había más guardias por el camino, pero nadie me detuvo…, hasta que encontré lo que buscaba. Al igual que antes, había dos hombres montando guardia a los lados de las puertas, y,
cuando intenté correr hacia ellos, uno se interpuso en mi camino, bloqueándome el paso hacia la salida con su vara a modo de lanza.
—Perdone, señorita, pero tiene que volver a su habitación —dijo, con autoridad.
Aunque no hablaba alto, daba la impresión de que su voz retumbaba en el silencio del elegante vestíbulo.
—No…, no. Necesito… salir. —Se me trababa la lengua; me costaba respirar. —Señorita, debe volver a su habitación ahora mismo. Se acercó el segundo guardia, con paso decidido. —Por favor —pedí, jadeando. Tenía la sensación de que me iba a desmayar. —Lo siento… Lady America, ¿verdad? —respondió, observando mi broche—. Tiene
que volver a su habitación. —Yo… no puedo respirar —balbucí, cayendo entre los brazos del guardia, que se me
echaba encima para apartarme. Su bastón cayó el suelo. Me agarré a él casi sin fuerzas, mareada del esfuerzo.
—¡Soltadla! Aquella era una voz nueva, joven pero autoritaria. Me giré, o más bien se me cayó la
cabeza hacia un lado, y lo vi. Ahí estaba el príncipe Maxon. Tenía un aspecto algo raro, visto desde aquel ángulo en que me colgaba la cabeza, pero reconocí su pelo y la rigidez de su postura. —Se ha desplomado, alteza. Quería salir —se excusó el primer guardia, azorado. Se
metería en graves problemas si me hacía algún daño. Ahora yo era propiedad de Illéa. —Abrid las puertas. —Pero…, alteza… —Abrid las puertas y dejadla salir. ¡Ya! —Enseguida, alteza. —El primer guardia se puso manos a la obra, sacando una llave. Con la cabeza aún en aquella extraña postura, oí el ruido de las llaves entrechocando y
luego una que se introducía en la cerradura. El príncipe me observó con preocupación mientras intentaba mantenerme en pie. Y luego me llegó el dulce olor del aire fresco, que me dio toda la energía que necesitaba. Me liberé de los brazos del guardia y corrí al jardín como si estuviera ebria.
Me tambaleaba un poco, pero no me importaba si mi aspecto no era de lo más elegante. Necesitaba respirar el aire libre. Noté su calidez sobre la piel, la hierba bajo los pies. De algún modo, incluso las cosas de la naturaleza parecían más lujosas en aquel lugar. Quería llegar hasta los árboles, pero las piernas no me llevaron tan lejos. Me vine abajo frente a un banquito de piedra y me quedé allí sentada, con mi bonita bata verde tirada por el suelo y la cabeza apoyada sobre los brazos, en el asiento. No tenía fuerzas ni para llorar, así que las lágrimas que brotaron lo hicieron en silencio.
Aun así, me hicieron reaccionar. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo había permitido que sucediera aquello? ¿Qué sería de mí en aquel lugar? ¿Podría volver algún día a la vida que tenía antes? No lo sabía. Y nada de aquello dependía de mí ni en lo más mínimo.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que no me di cuenta de que no me encontraba
sola hasta que el príncipe Maxon habló. —¿Estás bien, querida? —Yo no soy «tu querida» —dije, mirándole fijamente. Mi mirada de asco no dejaba lugar
a dudas. —¿Qué he hecho para ofenderte? ¿No te he dado todo lo que has pedido? —preguntó,
realmente confundido por mi respuesta. Supongo que esperaba que todas le adoráramos y diéramos gracias por su existencia.
Le miré sin ningún miedo, aunque estoy segura de que el efecto quedó algo matizado por
mis mejillas surcadas de lágrimas. —Deja de llorar, querida. ¿Quieres? —preguntó, aparentemente preocupado. —¡No me llames eso! No me quieres más de lo que puedes querer a las otras treinta y
cuatro extrañas que tienes aquí, encerradas en tu jaula. Se acercó más. No parecía en absoluto ofendido por mi verborrea descontrolada. Al
parecer solo estaba… meditando. Tenía una expresión interesante en la cara. Caminaba con gran elegancia para ser un chico, y se le veía sorprendentemente cómodo
mientras me rodeaba. Mi demostración de coraje se vino un poco abajo ante lo extraño de la situación. Él iba vestido con un elegante traje, perfecto, y yo estaba encogida y medio desnuda. Y si su rango no era suficiente amenaza, su actitud sí lo era. Debía de tener una gran experiencia en el trato con gente infeliz; su respuesta fue excepcionalmente serena. —Ese planteamiento es injusto. Todas sois importantes para mí. Solo se trata de dirimir
a cuál podré llegar a querer más. —¿De verdad has dicho «dirimir»? Chasqueó la lengua. —Me temo que sí. Perdóname. Es producto de mi educación. —Educación —murmuré, levantando los ojos al cielo—. Ridículo. —¿Disculpa? —¡Es ridículo! —grité, recuperando de nuevo el valor. —¿Qué es lo que es ridículo? —¡Este concurso! ¡Todo este asunto! ¿Es que nunca has querido a nadie? ¿Así es como
quieres escoger esposa? ¿De verdad eres tan superficial? —solté, girándome un poco hacia él. Para hacer las cosas más fáciles, se sentó en el banco, de modo que yo no tuviera que
torcer el cuello. Estaba demasiado contrariada como para agradecérselo. —Entiendo que quizá pueda parecerlo, que todo esto pueda parecer poco más que un
entretenimiento barato. Pero en el mundo en el que vivo estoy muy limitado. No tengo ocasión de conocer a muchas mujeres. Las que conozco son hijas de diplomáticos, y generalmente tenemos muy poco de lo que hablar. Y eso si es que hablamos el mismo idioma.
A Maxon aquello le pareció divertido y soltó una risita. A mí no me hizo gracia. Se aclaró
la garganta. —En esas circunstancias, no he tenido ocasión de enamorarme. ¿Tú sí? —Sí —respondí con naturalidad. Y en cuanto la palabra salió de mis labios deseé
haberme mordido la lengua. Aquello era algo privado; no era asunto suyo. —Entonces has tenido bastante suerte —dijo, con una punta de envidia. Aquello sí que tenía gracia. Lo único que tenía yo que pudiera envidiar el príncipe de Illéa
era precisamente lo que quería olvidar. —Mi madre y mi padre se casaron así y son bastante felices. Yo también espero hallar la
felicidad. Encontrar a una mujer que toda Illéa pueda querer, alguien que pueda ser mi compañera y que me acompañe cuando reciba a los líderes de otros países. Alguien que se haga amiga de mis amigos y que se convierta en mi confidente. Estoy listo para encontrar a mi futura esposa.
Algo en su voz me sorprendió. No había ni rastro de sarcasmo. Lo que a mis ojos parecía
poco más que un concurso de la tele era para él su única ocasión de encontrar la felicidad. No podría intentarlo con una segunda ronda de chicas. Bueno, quizá sí pudiera, pero sería muy embarazoso. Estaba desesperado, y a la vez esperanzado. Sentí que la rabia que me despertaba disminuía. Solo un poco. —¿De verdad te parece que esto es una jaula? —En sus ojos se reflejaba la preocupación. —Sí —dije, ya más serena. Y enseguida añadí—: Alteza. Él se rio. —La verdad es que yo me he sentido enjaulado más de una vez. Pero tienes que admitir
que es una jaula muy bonita. —Para ti. Llena tu bonita jaula con otros treinta y cuatro hombres, todos luchando por lo mismo y verás lo bonita que es entonces. Él levantó las cejas. —¿De verdad ha habido peleas por mí? ¿No sabéis todas que soy yo el que escoge?
—dijo, riéndose. —En realidad no es eso. Se disputan dos cosas. Unas luchan por ti; otras luchan por la
corona. Y todas creen saber qué decir y qué hacer para desequilibrar la balanza. —Ah, sí. El hombre o la corona. Me temo que hay gente que no distingue una cosa de la
otra.
—Buena suerte con eso —repuse, mordaz. Tras mi comentario socarrón me quedé un momento en silencio. Lo miré por el rabillo
del ojo, esperando que dijera algo. Él fijó la mirada en un punto indefinido del césped, con expresión preocupada. Daba la impresión de que aquello le inquietaba desde siempre. Respiró hondo y volvió a mirarme. —¿Y tú por qué luchas? —En realidad, yo estoy aquí por error. —¿Por error? —Sí. Algo así. Bueno, es una larga historia. Y ahora… estoy aquí. Y no voy a luchar. Mi
plan es disfrutar de la comida hasta que me des la patada. Al oír aquello soltó una carcajada. De hecho se dobló en dos de la risa y se dio una
palmada en la rodilla. Era una extraña mezcla de rigidez y calma. —¿Tú qué eres? —preguntó. —¿Perdón? —¿Una Dos? ¿Una Tres? ¿Es que no se enteraba? —Una Cinco. —Ah, ya. Bueno, en ese caso la comida quizá pudiera ser una buena motivación para
quedarse. —Volvió a reírse—. Lo siento, no veo bien tu broche con la oscuridad. —Me llamo America. —Bueno, me parece perfecto. —Maxon plantó la vista en la profundidad de la noche y
sonrió. Parecía que todo aquello le divertía—. America, querida, espero que encuentres algo en esta jaula por lo que valga la pena pelear. Después de esto, no me imagino cómo será verte luchar por algo que quieras de verdad. Bajó del banco y se agachó, poniéndose a mi lado. Estaba demasiado cerca. Yo no podía pensar con claridad. Quizá fuera que me impresionaba la situación, o que aún estaba algo temblorosa tras mi crisis de llanto. En cualquier caso, me pilló tan por sorpresa que me cogiera la mano que no fui capaz de protestar. —Si esto te hace feliz, puedo decirle al servicio que te gusta el jardín. Así podrás salir por
las noches sin tener que ir de la mano del guardia. Aunque preferiría que tuvieras uno cerca. Eso me interesaba. Cualquier tipo de libertad me sonaba de maravilla, pero quería dejarle
perfectamente claros mis sentimientos. —Yo no… No quiero nada de ti —dije, apartando los dedos de su mano. Aquello le pilló desprevenido, y pareció algo dolido. —Como desees. Me sentía arrepentida. Solo porque no me gustara aquel tipo no tenía por qué hacerle
daño.
—¿Volverás a entrar pronto? —Sí —respondí, soltando aire y mirando al suelo. —Pues te dejo, que querrás estar sola. Habrá un guardia junto a la puerta, esperándote. —Gracias…, esto…, alteza. —Sacudí la cabeza. ¿Cuántas veces me había dirigido a él
erróneamente en aquella conversación? —America, querida… ¿Me harás un favor? —dijo, cogiéndome la mano de nuevo. Aquel
tipo no se rendía. Me lo quedé mirando, sin saber muy bien qué decir. —Quizá. Volvió a sonreír. —No menciones esto a las otras. En teoría se supone que no tengo que conoceros hasta
mañana, y no quiero que nadie se moleste. Aunque no creo que la bronca que me has soltado se pueda considerar una cita romántica, ¿no? Esta vez fui yo quien sonrió. —¡Desde luego! —Respiré hondo—. No lo diré. —Gracias —dijo. Me levantó la mano y se la llevó a los labios. Tras besarla, la posó
suavemente sobre mi regazo—. Buenas noches. Me quedé mirando el punto de mi mano donde me había besado, atónita por un
momento. Luego me giré y vi que Maxon se alejaba, para dejarme la intimidad que tanto había deseado.

sábado, 20 de diciembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 9

Pese a que en el aeropuerto ya habíamos tenido una recepción sonada, las calles que
llevaban a palacio estaban flanqueadas de masas de gente que nos hacían llegar sus buenos deseos. La lástima era que no nos dejaban bajar las ventanillas para responderles. El guardia del asiento delantero nos dijo que pensáramos que éramos una extensión de la familia real. Muchos nos adoraban, pero había gente ahí afuera a quien no le importaría atacarnos para hacerle daño al príncipe. O a la propia monarquía. En el coche, un modelo especial que tenía dos asientos enfrentados en la parte trasera y
ventanillas oscuras, me encontré junto a Celeste, y teníamos a Ashley y Marlee enfrente. Marlee estaba pletórica, mirando a través de la ventanilla, y el motivo era evidente. Su nombre figuraba en muchos de los carteles. Era imposible contar la cantidad de admiradores que tenía.
El nombre de Ashley también se veía aquí y allá, casi tanto como el de Celeste, y mucho
más que el mío. Ashley, siempre elegante, se tomó muy bien no ser la favorita. Celeste —era obvio— estaba molesta.
—¿Qué crees que habrá hecho? —me susurró al oído, mientras Marlee y Ashley
hablaban entre sí de su casa. —¿Qué quieres decir? —susurré. —Para ser tan popular. ¿Crees que habrá sobornado a alguien? —dijo, mirando
fríamente a Marlee, como si estuviera sopesando a su rival. —Es una Cuatro —respondí, escéptica—. No tendría los medios necesarios para
sobornar a nadie. Celeste chasqueó la lengua. —Por favor. Una chica tiene más de un modo de pagar por lo que desea —dijo, y se puso
a mirar de nuevo por el cristal. Tardé un momento en entender lo que sugería, y no me gustó nada. No porque fuera
evidente que a alguien tan inocente como Marlee nunca se le ocurriría irse a la cama con alguien —o siquiera infringir la ley— para conseguir ventaja, sino porque cada vez tenía más claro que la vida en palacio podía llegar a ser una lucha despiadada.
Desde mi posición no pude ver muy bien la llegada al palacio, pero sí vi los muros.
Estaban cubiertos de yeso amarillo pálido y eran muy muy altos. Había guardias apostados en lo alto, a ambos lados de la gran puerta que se abrió al acercarnos. Tras cruzarla, nos encontramos en un largo camino de grava que rodeaba una fuente y que llevaba a la puerta principal, donde nos esperaba un grupo de funcionarios. Con apenas un «hola», dos mujeres me cogieron de los brazos y me hicieron entrar. —Lamentamos mucho apremiarla, señorita, pero su grupo llega tarde —dijo una. —Vaya, me temo que es culpa mía. Me puse a hablar un poco en el aeropuerto. —¿A hablar con la multitud? —preguntó la otra, sorprendida. Intercambiaron una mirada que no entendí y a continuación procedieron a anunciar las
estancias por las que íbamos pasando. El comedor estaba a la derecha, me dijeron; el Gran Salón, a la izquierda. A través de las
puertas de vidrio pude entrever unos enormes jardines. Me habría gustado parar, pero, antes incluso de poder procesar dónde nos encontrábamos, me empujaron a una enorme sala llena de gente muy ajetreada. La multitud nos hizo espacio y vi una fila de espejos con gente que trabajaba en el
peinado de las chicas y les pintaba las uñas. Había unos colgadores llenos de ropa, y se oían gritos como «¡Ya he encontrado el tinte!» o «¡Eso la hace gorda!». —¡Ahí están! —exclamó una mujer acercándosenos. Estaba claro que era la que
mandaba—. Soy Silvia. Hemos hablado por teléfono —dijo, como presentación, e inmediatamente pasó al trabajo—. Lo primero es lo primero: necesitamos fotos del «antes». Venid aquí —ordenó, indicándonos una silla en una esquina, con un fondo artificial detrás—. No hagáis caso de las cámaras, chicas. Vamos a hacer un programa especial sobre vuestra transformación, ya que todas las chicas de Illéa querrán parecerse a vosotras cuando hayamos acabado.
Efectivamente, había un montón de gente con cámaras paseándose por la sala, haciendo
primeros planos de los zapatos de las chicas y entrevistándolas. Cuando acabaron con las fotos, Silvia empezó a lanzar órdenes. —Llevaos a Lady Celeste a la estación cuatro, a Lady Ashley a la cinco…, y parece que en
la diez ya han acabado: llevad allí a Lady Marlee, y a Lady America a la seis. —Bueno, esto es lo que tenemos —dijo un hombre bajito y moreno, muy expeditivo,
haciéndome sentar en una silla con un seis en el dorso—. Tenemos que hablar de tu imagen. —¿Mi imagen? ¿Así que no se trataba de mí, tal cual? ¿No era eso lo que me había llevado hasta allí? —¿Qué aspecto queremos darte? Con esa mata pelirroja, podemos hacerte toda una
seductora, pero, si quieres un aire más tranquilo, también podemos dártelo —afirmó, con total naturalidad.
—No voy a cambiar radicalmente para satisfacer a un tipo al que ni siquiera conozco
—dije. «Y que ni siquiera me gusta», añadí solo para mí. —Vaya por Dios. La niña tiene personalidad —me regañó, como si fuera una cría. —¿No la tenemos todos? El hombre me sonrió. —Bueno, está bien. No te cambiaremos la imagen; solo la potenciaremos. Necesito
pulirte un poco, pero quizás esa aversión que tienes hacia todo lo postizo sea tu mayor activo. No pierdas eso, cariño. —Me dio una palmadita en la espalda y se alejó, dando instrucciones a un grupo de mujeres que me rodearon en un momento. No me había dado cuenta de que cuando decía «pulir» lo decía de un modo literal. Me
encontré con que aquellas mujeres me frotaban el cuerpo porque, al parecer, no debían de confiar en que supiera lavarme sola. Luego cubrieron cada pedacito de piel que quedaba a la vista con lociones y aceites que me dejaron un olor a vainilla, que, según la chica que me las aplicaba, era uno de los olores favoritos de Maxon.
Cuando acabaron de dejarme tersa y suave, pasaron a fijar su atención en las uñas. Me las
cortaron, me las limaron y las pequeñas durezas de la piel quedaron suavizadas milagrosamente. Les dije que prefería que no me pintaran las uñas, pero se quedaron tan decepcionadas que tuve que consentir en que me hicieran las de los pies. La que se encargó escogió un agradable tono neutro, así que tampoco fue tan grave. El equipo de manicuras se fue y llegó otra chica. Yo me quedé allí, sentada en mi silla,
esperando la siguiente ronda de embellecimiento. Una cámara pasó a mi lado e hizo un primer plano de mis manos. —No te muevas —ordenó una mujer, que se fijó en mi mano—. ¿No te han puesto nada
en las manos? —No. Suspiró, tomó el plano que buscaba y pasó de largo. Yo también lancé un profundo suspiro. De refilón vi un movimiento repetitivo a mi
derecha. Me giré y me topé con una chica con la mirada perdida y que agitaba la pierna arriba y abajo bajo una gran capa de peluquero. —¿Estás bien? Mi voz la despertó de su trance. Suspiró. —Quieren teñirme de rubio. Dicen que quedará mejor con mi tono de piel. Estoy algo
inquieta, supongo. Esbozó una sonrisa nerviosa, y yo se la devolví. —Eres Sosie, ¿verdad? —Sí —dijo, sonriendo más abiertamente—. Y tú, America, ¿no? —Asentí—. He oído
que has llegado con esa tal Celeste. ¡Es terrible! Puse la mirada en el cielo. Desde que habíamos llegado, cada pocos minutos todos los presentes en la sala podían oír a Celeste gritándole a alguna sirvienta que le trajera algo o que se apartara de su vista. —No te lo puedes ni imaginar —murmuré, y ambas soltamos unas risitas nerviosas—.
Oye, en mi opinión, tienes un cabello precioso. —Y lo era, ni demasiado oscuro ni demasiado claro, y con mucho cuerpo. —Gracias. —Si no quieres teñírtelo, no deberías hacerlo. Sosie sonrió, pero noté que no estaba completamente segura de si se lo decía como amiga
o para dejarla en desventaja. Antes de que pudiera responder, un montón de gente nos rodeó y se puso a trabajar, hablando entre ellos tan alto que no pudimos acabar nuestra conversación. Me lavaron el cabello con champú, acondicionador, hidratante y suavizante. Yo lo
llevaba largo e igualado —solía cortármelo mi madre, y no sabía hacer más—, pero, cuando acabaron conmigo, lo tenía bastante más corto y escalado. Me gustó; hacía que se crearan interesantes reflejos con la luz. A algunas chicas les hicieron una cosa que llamaban «mechas»; a otras, como Sosie, les cambiaron el color del pelo completamente. Pero mis peluqueros y yo estábamos de acuerdo en que no había que tocar el color del mío.
Una chica muy guapa me maquilló. Le dije que no se pasara, y se mostró muy amable.
Muchas otras de las chicas parecían mayores o más jóvenes, o simplemente más guapas, tras el maquillaje. Yo seguía siendo yo. Por supuesto, Celeste también seguía siendo ella misma, ya que insistió en que le dieran una buena capa de pintura. Había pasado la mayor parte del proceso vestida con una bata, y cuando acabaron de
arreglarme me llevaron hacia donde estaban los colgadores con ropa. Mi nombre estaba sobre una barra en la que habría vestidos para toda la semana. Supuse que las aspirantes a princesa no llevaban pantalones.
El vestido que acabó tocándome era de color crema. Me dejaba los hombros al
descubierto, se ajustaba perfectamente en la cintura y acababa justo a la altura de las rodillas. La chica que me ayudó a ponérmelo lo llamó «vestido de día». Me dijo que todos mis vestidos de noche ya estaban en mi habitación, y que ya llevarían el resto. Luego me puso un broche plateado en la parte alta del vestido. Llevaba mi nombre en letras brillantes. Por fin me colocó unos zapatos con «tacones chupete», como los llamó ella, y me envió de nuevo al rincón para que pudieran hacerme la fotografía del «después». De allí me mandaron a la primera de una serie de cuatro pequeñas estaciones que había junto a la pared. En cada una había una silla frente a un falso fondo; enfrente, una cámara sobre su trípode. Tomé asiento, como me indicaron, y esperé. Una mujer con una carpeta en la mano se
sentó a mi lado y me dijo que esperara un momento a que encontrara mis papeles. —¿Para qué es esto? —pregunté. —Para el especial sobre vuestra transformación. Hoy emitiremos vuestra llegada; el miércoles, la transformación; y el viernes haréis vuestro primer Report. La gente ha visto vuestras fotos y ya saben un poco de lo que dijisteis en vuestras solicitudes —afirmó, mientras localizaba los papeles y los ponía en lo alto del montón. Luego cruzó los dedos y prosiguió—. Pero queremos que tomen partido por vosotras, y eso no ocurrirá a menos que puedan conoceros. Así que te haremos una pequeña entrevista, y tú da tu mejor cara en los Reports, y no seas tímida cuando nos veas rondando por el palacio. No estamos aquí todos los días, pero estaremos por ahí.
—De acuerdo —dije, dócilmente. En realidad no tenía ningunas ganas de hablar con
equipos de televisión. Me parecía una pérdida de intimidad tremenda. —Así que te llamas America Singer, ¿verdad? —preguntó, a los pocos segundos de que
se encendiera una luz roja en lo alto de la cámara. —Sí —respondí, intentando mantener los nervios a raya. —A decir verdad, no me parece que te hayan cambiado mucho. ¿Nos puedes contar qué
es lo que te han hecho en la sesión de transformación de hoy? Me lo pensé un momento. —Me han escalado el pelo. Eso me gusta. —Me pasé los dedos por entre la melena
pelirroja, sintiendo la suavidad de mi cabello tras los cuidados recibidos—. Y me han cubierto de una crema con olor a vainilla. Huelo como si fuera un postre —dije, olisqueándome el brazo.
Ella se rio. —Eso es fantástico. Y ese vestido te queda realmente bien. —Gracias —respondí, echando un vistazo a mi vestido nuevo—. No suelo ponerme
muchos vestidos, así que voy a tardar un poco en acostumbrarme. —Es cierto —apuntó mi entrevistadora—. Solo sois tres Cincos en la Selección. ¿Cómo
describirías la experiencia hasta el momento? Intenté pensar algo que describiera la sensación que me producía todo lo vivido durante
el día. Desde mi decepción en la plaza a la sensación de volar o a la reconfortante compañía de Marlee.
—Sorprendente —dije. —Imagino que habrá más sorpresas de camino —intervino ella. —Espero que al menos sean más tranquilas que las de hoy —dije, suspirando. —¿Qué te parece la competición hasta ahora? Tragué saliva. —Las chicas son muy agradables. —Con una clara excepción. —Mm-hmm —soltó ella, interpretando mi respuesta—. ¿Y qué te parece cómo te han
transformado? ¿Te preocupa el aspecto de alguna otra chica? Me planteé la respuesta. Decir que no sonaría a altanería; decir que sí sonaría a
inseguridad. —Creo que el equipo ha hecho un gran trabajo sacando lo mejor de cada chica. Ella sonrió. —Muy bien, creo que eso es todo. —¿Es todo? —Tenemos que meteros a las treinta y cinco en hora y media, así que tengo de sobra. —Vale. —No había ido tan mal. —Gracias por tu tiempo. Puedes esperar en ese sofá de ahí, y ya vendrán a buscarte. Fui a sentarme en el gran sofá circular de la esquina. Allí estaban dos chicas que aún no
conocía, charlando tranquilamente. Eché un vistazo a la sala y vi que alguien anunciaba la llegada del último grupo. Se volvió a montar un gran revuelo. Estaba tan absorta en todo aquello que casi no me di cuenta de que Marlee se sentaba a mi lado. —¡Marlee! ¡Qué pelo más bonito! —¿Verdad? Me han puesto extensiones. ¿Crees que a Maxon le gustará? —Parecía que le
preocupaba de verdad. —¡Claro! ¿Qué chico puede resistirse a una rubia despampanante? —dije, con una
sonrisa divertida. —America, eres un encanto. Toda aquella gente del aeropuerto se quedó prendada de ti. —Bueno, solo quise ser amable. Tú también hablaste con mucha gente. —Sí, pero ni la mitad que tú. Bajé la cabeza, algo avergonzada porque me felicitaran por algo que me parecía tan
obvio. Cuando levanté la vista, me giré hacia las otras dos chicas que estaban sentadas a nuestro lado: Emmica Brass y Samantha Lowell. No nos habían presentado, pero yo sabía quiénes eran. Al principio no reaccioné. Me estaban mirando como si me pasara algo. Antes de que pudiera siquiera preguntarme por qué, Silvia, la mujer de antes, se nos acercó. —Muy bien, chicas. ¿Estamos listas? —Echó un vistazo al reloj y nos miró a todas,
expectante—. Voy a enseñaros un poco el lugar y os llevaré a las habitaciones que se os han asignado.
Marlee dio una palmada y las cuatro nos pusimos en pie. Silvia nos dijo que el lugar en el
que nos habían peinado y maquillado era la Sala de las Mujeres. Normalmente la usaban la reina, sus doncellas y las otras mujeres de la familia real. —Acostumbraos a esta sala: pasaréis mucho tiempo en ella. De camino hacia aquí habéis
pasado por el Gran Salón, que suele usarse para fiestas y banquetes. Si fuerais muchas más, allí es donde comeríais. Pero el comedor principal es lo suficientemente grande para vosotras. Vamos a verlo un momento. Nos enseñaron dónde comía la familia real, en una mesa independiente. Nosotras nos
sentaríamos a unas mesas largas a los lados, de modo que el conjunto tenía una forma de U. Ya teníamos nuestros asientos asignados, con elegantes etiquetas. Yo tendría al lado a Ashley y a Tiny Lee, a la que había visto en la Sala de las Mujeres antes; enfrente estaría Kriss Ambers.
Dejamos el comedor y bajamos una escaleras hasta la sala desde donde se emitía el Illéa
Capital Report. Volvimos a subir y nuestra guía nos indicó un salón donde se pasaban la mayor parte del tiempo trabajando el rey y Maxon. Teníamos prohibida la entrada. —Otro lugar al que no podéis acceder: la tercera planta. Allí es donde tiene sus aposentos
la familia real, y no se tolerará ningún tipo de intrusión. Vuestras habitaciones están en la segunda planta. Ocuparéis una gran parte de las habitaciones de invitados, pero no hay que preocuparse: aún nos queda espacio para cualquier visita que se presente. Estas puertas de ahí dan al jardín trasero. Hola, Hector, Markson. Los dos guardias apostados en la puerta asintieron con un gesto decidido. Tardé un
momento en darme cuenta de que el gran arco que teníamos a la derecha era una puerta lateral del Gran Salón, lo que quería decir que la Sala de las Mujeres estaba a la vuelta de la esquina. Me sentí orgullosa de mí misma por haberlo descubierto. El palacio era como un opulento laberinto. —No debéis salir al exterior bajo ninguna circunstancia —prosiguió Silvia—. Durante el
día, habrá momentos en que podréis pasear por el jardín, pero no sin permiso. Es una simple norma de seguridad. Por mucha vigilancia que pongamos, los rebeldes ya han conseguido introducirse en el recinto anteriormente.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Doblamos una esquina y subimos las enormes escaleras que llevaban a la segunda planta.
Bajo los pies sentía las alfombras mullidas, como si me hundiera un par de centímetros cada vez que daba un paso. La luz se colaba por unos altos ventanales, y olía a flores y a aire libre. De las paredes colgaban grandes pinturas de reyes del pasado, así como unos cuantos retratos de líderes estadounidenses y canadienses. Al menos, eso supuse que serían. No llevaban ninguna corona. —Vuestras cosas ya están en las habitaciones. Si la decoración no os parece apropiada,
decídselo a vuestras doncellas. Cada una tenéis tres, y también os esperan en vuestras habitaciones. Os ayudarán a deshacer las maletas y a vestiros para la cena.
»Esta noche, antes de la cena, os reuniréis en la Sala de las Mujeres para asistir a la
emisión especial del Illéa Capital Report. ¡La semana que viene seréis vosotras las que aparezcáis en el programa! Hoy podréis ver parte de las grabaciones realizadas cuando dejasteis vuestras casas y de vuestra llegada aquí. Promete ser algo muy especial. Tenéis que saber que el príncipe Maxon aún no ha visto nada de eso. Esta noche él verá lo mismo que toda Illéa. Será mañana cuando os presentaréis ante él oficialmente. »Todas cenaréis en grupo, para que podáis ir conociéndoos, ¡y mañana empieza el juego! Tragué saliva. Demasiadas normas, demasiada estructura, demasiada gente. Me habría
gustado estar sola con un violín. Fuimos recorriendo la segunda planta, dejando a cada una de las seleccionadas en su
habitación por el camino. La mía estaba en un rincón, junto a un pequeño pasillo, con la de Bariel, la de Tiny y la de Jenna. Agradecí que no estuviera en pleno meollo, como la de Marlee. Quizás así pudiera disfrutar de cierta intimidad. Cuando nuestra guía se fue, abrí la puerta y me encontré con los grititos ahogados de tres
mujeres muy excitadas. Una estaba en un rincón, cosiendo, y las otras dos estaban limpiando una habitación ya impecable. Se acercaron corriendo y se presentaron como Lucy, Anne y Mary, pero inmediatamente se me olvidó quién era quién. Me costó un poco convencerlas de que se fueran. No quería ser maleducada, puesto que parecían deseosas de servirme, pero necesitaba estar un rato sola.
—Solo necesito echar una cabezadita. Estoy segura de que vosotras también habréis
tenido un día muy largo, preparándolo todo. Lo mejor que podríais hacer es dejarme descansar, y descansar un poco vosotras. Os agradeceré que vengáis a despertarme cuando sea la hora de bajar.
Pese a mi oposición, se deshicieron en una sucesión de agradecimientos y reverencias
interminables, y por fin me quedé sola. No sirvió de nada. Necesitaba echarme en la cama, pero tenía todo el cuerpo en tensión, lo que me impedía ponerme cómoda en un lugar que, estaba claro, no estaba hecho para mí.
Había un violín en el rincón, así como una guitarra y un piano espléndido, pero no me
sentía con fuerzas de tocar. Mi mochila estaba perfectamente cerrada, esperando a los pies de la cama, pero aquello también me parecía demasiado trabajo. Sabía que me habrían dejado cosas especiales en el armario, en los cajones y en el baño, pero no me apetecía explorar. Me quedé allí tumbada, inmóvil. Era consciente de que eran horas, pero me pareció que
solo habían pasado unos momentos cuando mis doncellas llamaron suavemente a la puerta. Las hice entrar y, pese a lo extraño que me resultaba, dejé que me vistieran. Estaban tan encantadas de ser útiles que no podía pedirles que se fueran.
Me recogieron el cabello hacia atrás con toda delicadeza y me retocaron el maquillaje. El
vestido —al igual que el resto de mi vestuario, obra suya— era de un verde intenso y llegaba hasta el suelo. Sin aquellos minúsculos tacones me lo habría pisado todo. Silvia llamó a mi puerta y a la de mis tres vecinas a las seis en punto, para que saliéramos, y nos condujo por el pasillo hasta el rellano de la escalera, donde esperamos a que llegaran todas. A continuación nos dirigimos a la Sala de las Mujeres. Marlee salió a mi encuentro y fuimos juntas.
El sonido de treinta y cinco pares de zapatos de tacón por las escaleras de mármol era
como la música de una elegante estampida. Se oyeron algunos murmullos, pero la mayoría de nosotras mantuvimos silencio. Al pasar junto al comedor observé que las puertas estaban cerradas. ¿Estaría dentro la familia real? Quizás estarían tomando su última comida los tres solos. Me parecía extraño que fuéramos sus invitadas pero que aún no hubiéramos visto a
ninguno de ellos. La Sala de las Mujeres había cambiado desde nuestra visita. Los espejos y los colgadores
habían desaparecido, y había mesas y sillas repartidas por la estancia, así como algunos sofás de aspecto muy cómodo. Marlee me miró e indicó con la cabeza uno de los sofás, y nos sentamos juntas.
Cuando estuvimos todas instaladas, encendieron la pantalla de televisión y vimos el
Report. Incluía las mismas noticias de siempre —actualizaciones sobre el presupuesto de los diferentes proyectos, el progreso de las guerras, otro ataque rebelde en el este— y luego, la última media hora, aparecieron las grabaciones que nos habían hecho durante el día, comentadas por Gavril.
—Aquí, la señorita Celeste Newsome se despide de sus numerosos admiradores en
Clermont. Esta encantadora jovencita necesitó más de una hora para separarse de sus fans. Celeste sonrió complacida cuando se vio en la pantalla. Estaba sentada junto a Bariel
Pratt, que llevaba el cabello liso como una tabla y hasta la cintura, y de un rubio tan pálido que parecía blanco. No había otro modo de decirlo: tenía unos pechos enormes. Se le salían del vestido sin tirantes, desafiando a cualquiera a que apartara la vista. Bariel era guapa, pero de una belleza típica. Tenía un estilo similar al de Celeste. Sin saber
muy bien por qué, al verlas juntas no pude evitar pensar aquello de «Los enemigos, mejor cuanto más cerca». Supuse que ambas se habían identificado mutuamente como las rivales más duras. —Las otras seleccionadas del Medio-Este también han disfrutado de un gran
seguimiento. La actitud tranquila y elegante de Ashley Brouillette la distingue inmediatamente como una dama. Mientras se abre paso entre la multitud, muestra una expresión humilde y un bello rostro que recuerdan a la propia reina. »Y Marlee Tames, de Kent, que se ha mostrado de lo más participativa en su despedida
de hoy, llegando incluso a cantar el himno nacional con la banda. —En la pantalla aparecieron imágenes de Marlee sonriendo y abrazando a la gente de su provincia—. Enseguida se ha convertido en la favorita de muchas de las personas que hemos entrevistado hoy mismo.
Marlee me tendió la mano y apretó la mía. Estaba decidido: era mi favorita. —Con la señorita Tames también viajaba America Singer, una de las tres Cincos que han
superado la Selección. Dieron una imagen de mí mejor de la que me esperaba. Lo único que recordaba era mi
tristeza al escrutar a la multitud. Pero las escenas que habían elegido, mirando al público, daban una imagen de madurez y proximidad. La imagen del abrazo con mi padre fue conmovedora, preciosa.
Aun así, aquello no fue nada comparado con las imágenes en las que aparecía en el aeropuerto. —Pero ya sabemos que las castas no significan nada en la Selección, y parece que Lady
America es una participante que habrá que tener en cuenta. En el aeropuerto de Angeles, Lady Singer se convirtió en la protagonista, y se detuvo a tomarse fotos, a firmar autógrafos y a hablar con todo el mundo. A la señorita America Singer no le importa nada ensuciarse las manos, cualidad que muchos consideran necesaria para ser nuestra futura princesa. Casi todas se giraron a mirarme. Lo vi en sus ojos, la misma mirada que me habían
echado Emmica y Samantha. De pronto aquellas miradas cobraron sentido. No importaban mis intenciones. Ellas no sabían que yo no quería aquello. A sus ojos, era una amenaza. Y estaba claro que deseaban librarse de mí.

sábado, 13 de diciembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 8

Era la primera vez que iba al aeropuerto, y estaba aterrada. La mareante emoción del
encuentro con la multitud había quedado atrás, y ahora me enfrentaba a la terrible experiencia de volar. Viajaría con otras tres chicas seleccionadas, así que intenté controlar los nervios. No quería sufrir un ataque de pánico delante de ellas.
Ya había memorizado los nombres, las caras y las castas de todas las seleccionadas.
Empecé a hacerlo como ejercicio terapéutico, como rutina para calmarme. Había puesto en práctica esa técnica otras veces, memorizando escalas y curiosidades. Al principio buscaba rostros amables, chicas con las que pudiera compartir el tiempo mientras estuviera allí. Nunca había tenido una amiga de verdad. Me había pasado la mayor parte de la infancia jugando con Kenna y Kota. Mamá se había encargado de mi educación, y era la única persona con la que trabajaba. Y
al irse mis hermanos mayores, yo me había dedicado a May y a Gerad. Y a Aspen… Pero Aspen y yo nunca habíamos sido solo amigos. Desde el momento en que fui
consciente de su presencia, me enamoré de él. Ahora iba por ahí cogiendo a otra chica de la mano. Gracias a Dios que estaba sola. No habría podido soportar llorar delante de las otras
chicas. Me dolía. Muchísimo. Y no había nada que pudiera hacer. ¿Cómo me había metido en aquello? Un mes atrás me sentía segura de todo lo que pasaba
en mi vida, y ahora no quedaba nada familiar en ella. Un nuevo hogar, una nueva casta, una nueva vida. Y todo por un estúpido papel y una foto. Tenía ganas de sentarme a llorar por todo lo que había perdido.
Me pregunté si alguna de las otras chicas estaría triste en aquel momento. Supuse que
todas se sentirían pletóricas. Y al menos tenía que disimular y fingir que yo también lo estaba, porque todo el mundo me estaría mirando. Hice acopio de valor para enfrentarme con todo lo que se me venía encima. Afrontaría
todo lo que se pusiera en mi camino. Y en cuanto a todo lo que dejaba atrás, decidí que haría exactamente eso: dejarlo atrás. El palacio sería mi santuario. No volvería a pensar ni a pronunciar su nombre. No tenía derecho a acompañarme en aquel viaje: aquella sería mi propia norma para aquella pequeña aventura.
Se acabó. Adiós, Aspen. Una media hora más tarde, dos chicas vestidas con una camisa blanca y unos pantalones negros como los míos atravesaron las puertas con sus asistentes, que les llevaban las bolsas. Ambas sonreían, lo que confirmaba mi sospecha de que yo era la única de las seleccionadas que estaba deprimida.
Era el momento de cumplir mi promesa. Respiré hondo y me puse en pie para darles la mano.
—¡Hola! —saludé, animada—. Yo soy America. —¡Ya lo sé! —respondió la chica de la derecha. Era una rubia con ojos marrones. La
reconocí inmediatamente como Marlee Tames, de Kent. Una Cuatro. No hizo caso de mi mano tendida; se echó adelante y me dio un abrazo sin pensárselo dos veces. —¡Oh! —dije. Aquello sí que no me lo esperaba. Aunque Marlee era una de las chicas que tenía cara de
buena persona, mamá llevaba toda la semana advirtiéndome de que considerara a todas aquellas chicas enemigas, y su pensamiento agresivo había ido penetrando en mi mente. Así que ahí estaba, esperando como mucho un saludo cordial por parte de unas chicas dispuestas a luchar a muerte por alguien a quien yo no quería. Y lo que recibí fue un abrazo. —Yo soy Marlee. Esta es Ashley.
Sí, Ashley Brouillette de Allens, una Tres. Ella también tenía el cabello rubio, pero mucho
más claro que el de Marlee, y unos ojos azules de aspecto delicado que le daban a la cara una imagen serena. En comparación con Marlee, parecía frágil.
Ambas eran del norte; supuse que por eso habían venido juntas. Ashley me hizo un gesto
con la mano y sonrió, pero eso fue todo. Yo no estaba segura de si era porque era tímida o porque ya estaban analizándonos. Tal vez es que era una Tres de nacimiento y sabía comportarse mejor en público. —¡Me encanta tu pelo! —exclamó Marlee—. Ojalá yo hubiera sido pelirroja de
nacimiento. Te da mucha vida. He oído que los pelirrojos tienen mal carácter. ¿Es cierto? A pesar del día asqueroso que llevaba, Marlee hablaba con tal desparpajo que no puede
evitar sonreír. —No creo. Quiero decir que yo puedo ponerme de muy mal humor a veces, pero mi
hermana también es pelirroja y es la criatura más dulce del mundo. De ahí pasamos a una conversación distendida sobre lo que nos hacía enfadar y lo que
siempre nos hacía recuperar la calma. A Marlee le gustaban las películas, y a mí también, aunque raramente tenía ocasión de ir al cine. Hablamos de actores guapísimos, algo que resultaba extraño, ya que nos disponíamos a integrarnos en el grupo de novias de Maxon.
Ashley soltaba alguna risita tímida de vez en cuando, pero nada más. Si le hacíamos
alguna pregunta directa, daba una respuesta breve y volvía a su sonrisa comedida. Marlee y yo nos llevábamos bien, y aquello me dio esperanzas de que al final de la aventura al menos hubiera ganado una amiga. Aunque probablemente hablamos más de media hora, el tiempo se nos pasó volando. No habríamos dejado de hablar de no haber sido por el claro sonido de unos tacones altos repiqueteando contra el suelo. Las tres nos giramos al mismo tiempo. Marlee abrió la boca tan de golpe que oí el ruido de sus labios. Una morena con gafas de sol se dirigía hacia nosotras. Llevaba una margarita en el pelo,
pero teñida de rojo para que hiciera juego con su pintalabios. Contoneaba las caderas al andar, y sus tacones de siete centímetros acentuaban su paso decidido. A diferencia de Marlee y de Ashley, no sonreía.
Pero no era porque no estuviera contenta. No, es que estaba concentrada. Había
estudiado su entrada para intimidarnos. Y funcionó con la educada Ashley, que murmuró un «Oh, no» apenas audible.
La nueva chica, a la que reconocí como Celeste Newsome, de Clermont, una Dos, no me
preocupaba. Ella suponía que luchábamos por el mismo objetivo. Pero no pueden quitarte algo si en realidad no lo quieres.
Cuando llegó a nuestra altura, Marlee la saludó alegremente, intentando mostrarse
amistosa, pese a aquella puesta en escena. Celeste se limitó a mirarla brevemente y suspiró. —¿Cuándo nos vamos? —preguntó. —No lo sabemos —respondí, sin el más mínimo miedo—. Te has hecho esperar un
poco. Aquello no le gustó nada, y me dio un repaso con la mirada. Lo que vio no le impresionó nada. —Lo siento, había bastante gente que quería despedirse de mí. No pude evitarlo —dijo,
mostrando una gran sonrisa, como si fuera evidente que todo el mundo debía adorarla. Y yo iba a verme rodeada de chicas como aquella. Genial. Como si estuviera esperando su momento, por una puerta a nuestra izquierda apareció
un hombre. —Me han dicho que las cuatro chicas seleccionadas están aquí. ¿Es cierto? —Desde luego —respondió Celeste con una voz dulce. El hombre se quedó algo azorado, se le veía en los ojos. Vaya. Así que aquel era su juego. El capitán hizo una breve pausa y luego reaccionó: —Bueno, señoritas, si me quieren seguir, las llevaremos al avión y a su nuevo hogar. El vuelo, que en realidad no resultó tan terrible, salvo por el despegue y el aterrizaje, duró
unas horas. Nos ofrecieron películas y comida, pero lo único que yo quería era mirar por la ventanilla. Observé el país desde lo alto, impresionada ante lo grande que era todo.
Celeste decidió pasarse el vuelo durmiendo, lo cual agradecimos. A Ashley le instalaron un escritorio plegable y ya estaba escribiendo cartas sobre su aventura. Bien pensado, lo de llevar papel. Estaba segura de que a May le habría encantado que le contara aquella parte del viaje, aunque no incluyera al príncipe. —¡Es tan elegante! —me susurró Marlee, indicando con la cabeza a Ashley. Estábamos
sentadas una frente a la otra, en las cómodas butacas de la parte delantera del pequeño avión—. Desde el primer momento, ha sido educadísima conmigo. Va a ser una dura rival —dijo, con un suspiro.
—No puedes planteártelo así —respondí—. Sí, tienes que intentar llegar al final, pero no
derrotando a las demás. Simplemente has de ser tú misma. ¿Quién sabe? A lo mejor Maxon prefiere a alguien más informal. Marlee se lo quedó pensando. —Supongo que es un buen planteamiento. Pero es difícil que no le guste a alguien. Es de
lo más amable. Y también guapa. —Asentí, y Marlee bajó el volumen de voz hasta hablar en un murmullo—: Celeste, en cambio…
Abrí bien los ojos y meneé la cabeza. —Ya. Solo llevamos juntas una hora y ya estoy deseando que se vaya a casa. Marlee se tapó la boca para ocultar su risa. —No quiero hablar mal de nadie, pero es muy agresiva. Y eso que aún no hemos visto
siquiera a Maxon. Me pone un poco nerviosa. —No hagas caso —la tranquilicé—. Las chicas así se eliminan ellas solas de la
competición. —Eso espero —dijo Marlee, con un suspiro—. A veces desearía… —¿Qué? —Bueno, a veces desearía que los Doses tuvieran una idea de lo que se siente cuando te
tratan como ellos nos tratan a nosotros. Asentí. Nunca me había planteado estar al mismo nivel que una Cuatro, pero supongo
que nuestra situación era similar. Si no eras una Dos o una Tres, lo único que variaba en tu vida era el nivel de las dificultades a las que te enfrentabas. —Gracias por hablar conmigo. Me preocupaba pensar que cada una fuera a lo suyo, pero
Ashley y tú habéis sido muy amables. A lo mejor al final esto resulta divertido y todo —dijo, y la voz se le llenó de esperanza.
Yo no estaba tan segura, pero le devolví la sonrisa. No tenía motivo para rechazar a
Marlee ni para ser maleducada con Ashley. Quizá las otras chicas no fueran tan llanas. Cuando aterrizamos, todo estaba en silencio. Recorrimos el trecho entre el avión y la
terminal flanqueadas por unos guardias. Pero cuando se abrieron las puertas, nos encontramos con un estrépito de gritos que rompían los tímpanos. La terminal estaba llena de gente que gritaba y nos jaleaba. Nos habían abierto un camino
con una alfombra dorada flanqueada de postes y una cuerda a juego. Por la alfombra, a intervalos regulares, había guardias que echaban nerviosas miradas a su alrededor, preparados para golpear al primer indicio de peligro. ¿Es que no tenían cosas más importantes que hacer? Por fortuna, Celeste iba por delante y se puso a saludar. Enseguida supe que aquella era la
respuesta correcta, no la de encogerse. Y como las cámaras estaban ahí para captar todos nuestros movimientos, agradecí doblemente no ir en primera fila del grupo.
La multitud estaba extasiada. Aquella sería la gente que tendríamos más cerca, y todos
estaban impacientes por ver a las chicas que llegaban a la ciudad. Una de nosotras sería algún día su reina.
Me giré una docena de veces en cuestión de segundos al oír mi nombre por toda la
terminal. También había carteles con mi nombre. Estaba atónita. Allí ya había gente —gente que no era ni de mi casta ni de mi provincia— que esperaba que fuera yo la escogida. Sentí una punzada de culpabilidad en el estómago al pensar en la decepción que les causaría. Bajé la cabeza un momento y vi a una niña apretujada contra la barrera. No podía tener
más de doce años. En las manos llevaba un cartel que decía: «¡Las pelirrojas molan!». Yo sabía que era la única pelirroja de la competición, y observé que tenía el pelo casi del mismo tono que el mío.
La niña quería un autógrafo. A su lado, alguien pedía una fotografía, y más allá alguien
deseaba darme la mano, y así fue todo el camino; también tuve que girarme un par de veces para hablar con la gente al otro lado de la alfombra.
Fui la última en salir, y las otras chicas tuvieron que esperarme al menos veinte minutos.
Sinceramente, es probable que me hubiera entretenido aún más si no fuera porque estaba a punto de llegar el siguiente avión con chicas seleccionadas, y me pareció de mala educación quitarles protagonismo. Al subir al coche vi la cara de hastío de Celeste, pero no me importó. Aún estaba
impresionada de ver lo rápido que me había adaptado a algo que tanto me asustaba solo un momento antes. Había superado las despedidas, había conocido a las primeras chicas, había tomado mi primer vuelo y me había relacionado con las fans. Y todo sin hacer nada que me dejara en mal lugar.
Pensé en las cámaras que me seguían por la terminal y me imaginé a mi familia viendo por televisión mi llegada. Esperaba que estuvieran orgullosos de mí.

viernes, 12 de diciembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 7

La mañana siguiente me vestí con el uniforme de las seleccionadas: pantalones negros,
camisa blanca y la flor de mi provincia —un lirio— en el pelo. Los zapatos los pude escoger. Me decanté por unos rojos bajos desgastados. Pensé que más valía dejar claro desde el principio que no tenía madera de princesa.
Estábamos ya a punto para salir en dirección a la plaza. Cada una de las seleccionadas iba
a tener una ceremonia de despedida en su provincia de origen, y a mí la mía no me hacía ninguna ilusión. Toda aquella gente allí mirándome, y yo de pie como una tonta. La escena en conjunto era ridícula, ya que tenía que recorrer los tres kilómetros de trayecto en coche, por motivos de seguridad.
El día fue incómodo desde el principio. Kenna vino con James para despedirme, lo cual
fue todo un detalle, teniendo en cuenta que estaba embarazada y cansada. Kota también vino, aunque su presencia no hizo más que añadir tensión. En el camino de casa hasta el coche que nos habían dejado, Kota fue con mucho el más lento, de modo que los fotógrafos y curiosos pudieran verle bien. Papá se limitó a menear la cabeza, y en el coche nadie dijo nada. May era mi único consuelo. Me cogió de la mano e intentó transmitirme parte de su
entusiasmo. Cuando llegamos a la atestada plaza aún íbamos de la mano. Daba la impresión de que toda la provincia de Carolina había acudido a despedirme. O a ver qué tenía yo de especial. Desde la tarima en la que me encontraba, vi la masa de gente que me observaba. Allí de pie pude comprobar las diferencias entre las castas. Margareta Stines era una Tres,
y ella y sus padres me perforaron con la mirada. Tenile Digger era una Siete, y me lanzaba besos. La gente de las castas superiores me miraba como si les hubiera robado algo que les perteneciera. Las Cuatros y la gente de castas inferiores me animaban, veían en mí a una chica del montón que había triunfado. Me di cuenta de lo que significaba para aquellas personas, como si representara algo para cada una de ellas.
Intenté concentrarme en aquellas caras, levantando la cabeza. Estaba decidida a hacerlo
bien. Sería la mejor de mi grupo: la heroína de la plebe. Aquello me dio una razón de ser. America Singer: la campeona de las castas bajas. El alcalde hizo un discurso lleno de florituras: —¡… y Carolina animará a la bella hija de Magda y de Shalom Singer, Lady America
Singer!
La multitud aplaudió y me vitoreó. Algunos lanzaron flores. Registré aquel sonido por un momento, sonriendo y saludando con la mano, y luego
volví a escrutar a la multitud, pero esta vez con un objetivo diferente. 49 Quería ver su rostro una vez más si podía. No sabía si habría venido. El día anterior me
había dicho que estaba preciosa, pero se había mostrado aún más distante y reservado que en la casa del árbol. Habíamos acabado, y lo sabía. Pero no puedes amar a una persona casi dos años y luego olvidarlo de la noche a la mañana.
Tuve que pasear la vista varias veces por entre la gente, pero por fin lo encontré, y de
inmediato deseé no haberlo hecho. Aspen estaba allí de pie, con Brenna Butler delante de él, agarrándola por la cintura desenfadadamente y sonriendo.
Quizá sí había gente que podía olvidar de la noche a la mañana. Brenna era una Seis y debía de tener mi edad. Era bastante guapa, supongo, aunque no se
parecía en nada a mí. Tal vez ella se quedara con la boda y la vida que antes iba a ser para mí. Y, al parecer, a Aspen la posibilidad de ser reclutado no le importaba ya tanto. Ella le sonrió y luego fue a reunirse con su familia.
¿Acaso ya le gustaba Brenna desde antes? A lo mejor se veían cada día, mientras que yo
solo le daba de comer y le cubría de besos una vez por semana. Tal vez todo el resto del tiempo del que no me hablaba durante nuestras conversaciones furtivas no se correspondía simplemente con largas horas de tediosos inventarios.
Estaba demasiado furiosa como para llorar. Además, tenía admiradores que reclamaban mi atención. Y Aspen ni siquiera se había
dado cuenta de que lo había visto. Me volqué con aquellos rostros entregados. Volví a lucir mi mejor sonrisa y me puse a saludar. No le iba a dar a Aspen la satisfacción de romperme el corazón una vez más. Estaba allí por su culpa, e iba a aprovecharlo. —¡Damas y caballeros, despidamos como se merece a America Singer, nuestra hija de
Illéa predilecta! —jaleó el alcalde. Detrás de mí, una pequeña banda tocó el himno nacional. Más vítores, más flores. De pronto me encontré al alcalde hablándome al oído. —¿Querrías decir algo, querida? No sabía cómo decir que no sin parecer maleducada. —Gracias, pero estoy tan impresionada que no creo que pueda. —Por supuesto, pequeña —dijo él, cogiéndome las manos entre las suyas—. No te
preocupes. Yo me ocuparé de todo. Ya te prepararán para estas cosas en palacio. Lo necesitarás. Entonces el alcalde procedió a ensalzar mis virtudes ante la audiencia, mencionando
solapadamente que era muy inteligente y atractiva, para ser una Cinco. No parecía un mal tipo, pero a veces hasta los miembros más agradables de las castas superiores se mostraban condescendientes.
Al pasar la vista por la multitud, una vez más vi el rostro de Aspen. Parecía que lo estaba pasando mal. Su expresión era el extremo opuesto a la que le había visto cuando estaba con Brenna, unos minutos antes. ¿Otro jueguecito? Aparté la mirada. El alcalde acabó su discurso. Sonreí y todo el mundo aplaudió, como si aquel hombre
hubiera soltado un discurso legendario. Y de pronto llegó el momento de decir adiós. Mitsy, mi asistente personal, me indicó que
me despidiera con calma pero sin extenderme, y que luego ella me acompañaría hasta el coche que me conduciría al aeropuerto. Kota me abrazó y me dijo que estaba orgulloso de mí. Luego, con menos sutilidad, me
pidió que le hablara de sus creaciones al príncipe Maxon. Me libré de su abrazo con la máxima elegancia posible.
Kenna estaba llorando. —Apenas te veo ya. ¿Qué voy a hacer cuando no estés? —No te preocupes. Volveré pronto. —¡Sí, ya! Eres la chica más guapa de toda Illéa. ¡Se enamorará de ti! ¿Por qué todo el mundo pensaba que todo dependía de la belleza? A lo mejor era así. Tal
vez el príncipe Maxon no necesitaba una esposa con la que hablar, sino solo una que fuera guapa. Me estremecí, considerando la posibilidad de que mi futuro se redujera a eso. Pero había un montón de chicas mucho más guapas que yo en la Selección.
Resultó difícil abrazar a Kenna con aquella barriga, pero lo conseguimos. James, al que en
realidad tampoco conocía tanto, también me abrazó. Entonces llegó Gerad. —Sé bueno, ¿de acuerdo? Prueba con el piano. Estoy segura de que se te dará de fábula.
Quiero oírte cuando vuelva, ¿vale? Gerad se limitó a asentir, de pronto embargado por la tristeza, y se lanzó hacia mí
abriendo sus pequeños bracitos. —Te quiero, America. —Yo también te quiero. No estés triste. Volveré pronto. Él volvió a asentir, pero se cruzó de brazos e hizo morritos. No tenía ni idea de que se lo
fuese a tomar así. Era justo lo contrario que May, que estaba dando saltitos, de puntillas, emocionadísima.
—¡Oh, America, vas a ser la princesa! ¡Lo sé! —¡Venga ya! Preferiría ser una Ocho y quedarme con vosotros. Tú sé buena y trabaja
duro, ¿eh? May asintió y dio unos saltitos más, y luego le llegó el turno a papá, que estaba al borde de
las lágrimas. —¡Papá! No llores —dije, y me dejé caer entre sus brazos. —Escucha, gatita: ganes o pierdas, para mí siempre serás una princesa. —Oh, papá… —Aquello hizo que me echara a llorar yo también y sacara al exterior todo
mi miedo, mi tristeza, la preocupación, los nervios… Precisamente aquella frase de papá, que dejaba claro que nada de todo aquello importaba.
Si después de aprovecharse de mí me descartaban y tenía que volver a casa, él seguiría
estando orgulloso de mí. Tanto amor era difícil de sobrellevar. En palacio estaría rodeada de un ejército de
guardias, pero no podía imaginar un lugar más seguro que los brazos de mi padre. Me separé de él y me giré para abrazar a mamá. —Haz todo lo que te digan. Intenta no protestar y sé feliz. Pórtate bien. Sonríe.
Mantennos informados. ¡Hija mía! Sabía que acabarías demostrándonos que eres especial. Lo dijo como un halago, pero no era eso lo que necesitaba oír. Me habría gustado que me
hubiera dicho que para ella ya era especial, como lo era para mi padre. Pero supuse que ella nunca dejaría de desear algo más para mí, algo más de mí. Quizá fuera algo típico de las madres. —Lady America, ¿está lista? —preguntó Mitsy. Yo estaba de espaldas a la multitud, y enseguida me limpié las lágrimas. —Sí, estoy lista. Mi bolsa esperaba en el reluciente coche blanco. Ya estaba. Eché a caminar hacia las
escaleras al borde de la tarima. —¡Mer! Me giré. Habría reconocido aquella voz en cualquier parte. —¡America! Miré y vi a Aspen agitando los brazos. Iba apartando a la multitud. La gente protestaba
ante sus empujones, no demasiado considerados. Nuestros ojos se encontraron. Se detuvo y se me quedó mirando. No pude leerle el rostro. ¿Preocupación?
¿Arrepentimiento? Fuera lo que fuera, era demasiado tarde. Negué con la cabeza. Ya tenía bastante de los juegos de Aspen. —Por aquí, Lady America —me indicó Mitsy, al pie de las escaleras. Me detuve un segundo para asimilar que me iban a llamar así a partir de entonces. —Adiós, cariño —dijo mi madre. Y se me llevaron de allí.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 6

La semana siguiente no pararon de entrar y salir de casa funcionarios llegados para
prepararme para la Selección. Vino una mujer odiosa que aparentemente pensaba que había mentido en la mitad de las cosas de mi solicitud, seguida de un guardia de palacio que repasaba las medidas de seguridad con los soldados que nos destinaron y que le dieron un buen repaso a la casa. Daba la impresión de que, para preocuparse por posibles ataques rebeldes, no hacía falta esperar a llegar a palacio. Estupendo. Recibimos dos llamadas de una mujer llamada Silvia —que parecía muy desenfadada,
pero metódica al mismo tiempo— que quería saber si necesitábamos alguna cosa. De entre las visitas que tuvimos, mi favorito fue un hombre con una perilla que vino a tomarme medidas para el vestuario. Yo no estaba segura de cómo me sentaría llevar constantemente vestidos tan formales como los de la reina, pero esperaba con impaciencia mi cambio de vestuario.
El último de nuestros visitantes vino el miércoles por la tarde, dos días antes de mi
partida. Tenía la misión de repasar toda la normativa oficial conmigo. Era increíblemente flaco, tenía el cabello negro y graso peinado hacia atrás y no paraba de sudar. Al entrar en casa, preguntó si había algún lugar donde pudiéramos hablar en privado. Aquello fue el primer indicio de que pasaba algo. —Bueno, podemos sentarnos en la cocina, si le parece —sugirió mamá. Él se secó la frente con un pañuelo y miró a May. —De hecho, cualquier lugar irá bien. Pero creo que deberían pedirle a su hija menor que
espere fuera. ¿Qué podía tener que decirnos que May no pudiera oír? —¿Mamá? —protestó ella, triste por quedarse al margen. —May, cariño, ve a practicar con tu pintura. Esta última semana has dejado el trabajo un
poco de lado. —Pero… —Déjame que te acompañe, May —me ofrecí, al ver las lágrimas que asomaban en sus
ojos. Ya en el otro extremo del pasillo, donde nadie nos podía oír, la cogí entre mis brazos y la abracé.
—No te preocupes —le susurré—. Te lo contaré todo esta noche. Te lo prometo. Hay que reconocer que se controló y no descubrió nuestro acuerdo dando saltitos de
40 alegría como era habitual en ella. Se limitó a asentir en silencio y se fue a su rincón en el estudio de papá.
Mamá preparó té para el flacucho y nos sentamos a la mesa de la cocina para hablar. El
hombre colocó un montón de papeles y una pluma junto a otra carpeta que llevaba mi nombre. Dispuso todas sus cosas ordenadamente y dijo: —Siento ser tan reservado, pero hay algunas cosas que tenemos que tratar y que quizá no
sean aptas para los oídos de los niños. Mamá y yo cruzamos una mirada fugaz. —Señorita Singer, esto puede sonar algo duro, pero, desde el viernes pasado, se la
considera a usted propiedad de Illéa. A partir de ahora tiene la obligación de cuidar su cuerpo. Traigo varios informes para que los firme mientras la voy informando. Debo decirle que cualquier incumplimiento de los requisitos por su parte supondrá su eliminación inmediata de la Selección. ¿Lo comprende? —Sí —respondí, recelosa. —Muy bien. Empecemos con lo fácil. Esto son vitaminas. Como es usted una Cinco,
supongo que no siempre ha tenido acceso a la nutrición necesaria. Debe tomarse una de estas al día. Ahora tiene que hacerlo por su cuenta, pero en palacio tendrá a alguien que la ayudará.
Me pasó un gran frasco por encima de la mesa, junto a un impreso que tuve que firmar a
modo de recibo. Tuve que contenerme la risa. ¿Quién necesita ayuda para tomarse una píldora? —Aquí tengo el informe de su médico. No hay nada de lo que preocuparse. Parece que
está usted en perfecto estado de salud, aunque me dice que no ha dormido bien últimamente. ¿Es así?
—Bueno…, es de la emoción. Me ha costado un poco dormir —alegué. Y no era mentira del todo. Los días eran un torbellino de preparativos para el palacio,
pero de noche, cuando estaba tranquila, pensaba en Aspen. En aquellos momentos no podía evitar que su recuerdo me invadiera, y lo cierto es que me costaba mucho pensar en otra cosa. —Ya veo. Bueno, puedo hacer que le traigan algo para ayudarla a dormir esta misma
noche, si lo desea. Queremos que esté bien descansada. —No, yo… —Sí —me interrumpió mamá—. Lo siento, cariño, pero pareces agotada. Por favor,
consígale esos somníferos. —Sí, señora —concedió el flacucho, que hizo otra anotación en mi informe—. Vamos a
otra cosa. Bueno, sé que es algo personal, pero tengo que hablar del tema con todas las participantes, así que le ruego que no sea tímida. —Hizo una pausa—. Necesito que me confirme que es usted virgen. Mamá puso unos ojos como platos. Así que ese era el motivo por el que May no podía
41 estar presente. —¿Lo dice en serio? No podía creerme que hubieran enviado a alguien para eso. Al menos podrían haber
enviado a una mujer… —Me temo que sí. Si no lo es, tenemos que saberlo inmediatamente. Increíble. Y con mi madre ahí delante. —Conozco la ley, señor. No soy tonta. Claro que soy virgen. —Piénselo bien, por favor. Si se descubre que miente… —¡Por amor de Dios, America nunca ha tenido siquiera novio! —exclamó mamá. —Así es —añadí, esperando así poner fin al tema. —Muy bien. Pues necesito que firme este impreso para confirmar su declaración. Puse los ojos en blanco, pero obedecí. Estaba orgullosa de mi país, Illéa, más aún
teniendo en cuenta que aquel mismo territorio había quedado prácticamente reducido a escombros, pero tantas normas empezaban a sofocarme, como si fueran cadenas invisibles que me ataran. Leyes sobre a quién podías querer, papeles que certificaran tu virginidad… Era exasperante. —Tenemos que repasar una serie de normas. Son bastante sencillas, y no deberían
suponerle ningún esfuerzo. Si tiene alguna pregunta, no dude en hacerla. Levantó la vista de su montón de documentos y estableció contacto visual conmigo. —Lo haré —murmuré. —No puede abandonar el palacio por voluntad propia. Tiene que ser el príncipe quien la
descarte. Ni siquiera el rey o la reina pueden despedirla. Ellos pueden decirle al príncipe que no es de su agrado, pero es él quien toma la última decisión sobre quién se queda y quién se va. »No hay un tiempo límite para la Selección. Puede ser cuestión de días o de años. —¿Años? —reaccioné, consternada. La idea de estar lejos tanto tiempo me horrorizaba. —No hay de qué preocuparse. Es improbable que el príncipe alargue mucho el proceso.
En este momento se espera que se muestre decidido, y alargar la Selección no le daría buena imagen. Pero si decidiera hacerlo, se le exigirá que se quede todo el tiempo que necesite el príncipe para hacer su elección. El miedo debió de reflejárseme en el rostro, porque mamá alargó la mano y cogió la mía.
El flacucho, en cambio, permaneció impasible. —Usted no decide cuándo se encontrará con el príncipe. Será él quien la busque para sus
encuentros a solas si lo desea. Si se encuentra en un evento social y él está presente, es diferente. Pero usted no debe presentarse ante él sin ser invitada.
42 »Aunque nadie espera que usted se lleve bien con las otras treinta y cuatro participantes,
no debe pelearse con ellas ni sabotearlas. Si se descubre que le ha puesto la mano encima a otra participante, que le ha provocado alguna tensión, que le ha robado algo o que ha hecho cualquier cosa que pueda afectar a su relación personal con el príncipe, estará en sus manos el echarla al momento.
»Su única relación romántica será con el príncipe Maxon. Si se la descubre escribiendo
notas de amor a otra persona del exterior o manteniendo una relación con alguna otra persona en palacio, se considerará un acto de traición, castigable con la muerte. Mamá puso cara de que aquello era una gran tontería, pero a mí era la única norma que
me preocupaba de verdad. —Si se descubre que ha infringido alguna de las leyes nacionales, recibirá el castigo
correspondiente a la ofensa. Su estatus como seleccionada no la sitúa por encima de la ley. »No debe llevar prenda alguna ni comer nada que no se le proporcione en palacio. Esa es
una norma de seguridad y se aplicará estrictamente. »Los viernes estará presente en todas las emisiones del Capital Report. Para la ocasión,
pero siempre con aviso previo, puede haber cámaras o fotógrafos en palacio, y usted se mostrará amable y les hará partícipes de su estilo de vida y su relación con el príncipe.
»Por cada semana que permanezca en palacio, su familia recibirá una compensación. Yo
le daré su primer talón hoy mismo. Por otra parte, si tuviera que abandonar el palacio, nuestros ayudantes la ayudarán a encarrilar su vida tras la Selección. Su ayudante personal la asistirá en los preparativos finales antes de dejar el palacio, y la ayudará a buscar una nueva vivienda y un empleo posteriormente. »Si llegara a situarse entre las diez últimas finalistas, se la considerará miembro de la élite.
Una vez que alcance ese estatus, tendrá que aprender el funcionamiento interno de la vida y de las obligaciones que podría tener como princesa. No se le permitirá acceder a esa información hasta entonces.
»Desde este momento, es usted una Tres. —¿Una Tres? —exclamamos mamá y yo a la vez. —Sí. Tras la Selección, a las chicas les cuesta volver a su antigua vida. Las Doses y las
Treses lo llevan bien, pero las Cuatros o inferiores suelen tener dificultades. Ahora es usted una Tres, pero el resto de los miembros de su familia siguen siendo Cincos. Si ganara, usted y todos los miembros de su familia se convertirían en Unos, como parte de la familia real. —Unos —dijo mamá, pero la palabra apenas fue un murmullo. —Y si llegara al final, se casará con el príncipe Maxon y se convertirá en la princesa de
Illéa, con lo que adquiriría todos los derechos y responsabilidades que conlleva el título. ¿Lo entiende? —Sí. —Esa parte, por muy grandilocuente que sonara, era la más fácil de soportar. —Muy bien. Si tiene la bondad, firme este documento justificante de que ha oído todas
las normas oficiales, y usted, señora Singer, firme este recibo conforme le ha sido entregado el talón, por favor.
No vi la cantidad, pero sus ojos reaccionaron positivamente. Me entristecía la idea de
marcharme, pero estaba segura de que, aunque me echaran al día siguiente, aquel talón nos proporcionaría suficiente dinero para vivir de un modo desahogado todo un año. Y cuando volviera, todo el mundo querría oírme cantar. Tendría mucho trabajo. Pero ¿se me permitiría cantar siendo una Tres? Si tuviera que escoger una de las profesiones propias de una Tres…, quizá me gustaría ser profesora. Al menos así podría enseñar música a otros. El flacucho recogió todos sus papeles y se puso en pie para marcharse. Nos dio las
gracias por nuestro tiempo y por el té. Ya solo tendría que encontrarme con un funcionario más antes de mi partida, y sería mi asistente personal, la persona que me ayudaría a prepararme hasta el momento de salir hacia el aeropuerto. Y luego…, luego estaría sola.
Nuestro invitado me pidió que le acompañara a la puerta, y mamá accedió, ya que ella
quería empezar a preparar la cena. A mí no me gustaba estar a solas con él, pero solo era un momento.
—Una cosa más —dijo el flacucho, con la mano en el pomo de la puerta—. Esto no es
exactamente una norma, pero haría bien en tenerlo en cuenta: cuando se le invite a hacer algo con el príncipe Maxon, no se niegue, sea lo que sea. Cenas, salidas, besos (más que besos), lo que sea. No le diga que no. —¿Disculpe?
¿El mismo hombre que me había hecho firmar para certificar mi pureza estaba
sugiriéndome que dejara que Maxon me la arrebatara si lo deseaba? —Sé que suena… indecoroso. Pero no le conviene rechazar al príncipe bajo ninguna
circunstancia. Buenas noches, señorita Singer. Me sentí asqueada. La ley, la ley de Illéa, dictaba que había que esperar hasta el
matrimonio. Era un modo efectivo de controlar las enfermedades, y ayudaba a mantener el sistema de castas. Los ilegítimos acababan en la calle, convertidos en Ochos; si te descubrían, fuera porque alguien se chivara o por el propio embarazo, te condenaban a la cárcel. Solo con que alguien sospechara, podías pasarte unas noches en el calabozo. Sí, aquello había limitado mi intimidad con la persona a la que amaba, y no me había resultado fácil. Pero ahora que Aspen y yo habíamos roto, estaba contenta de haberme visto obligada a reservarme. Estaba furiosa. ¿Acaso no me habían hecho firmar una declaración aceptando que se me
castigaría si infringía la ley de Illéa? Yo no estaba por encima de la ley; eso es lo que había dicho aquel hombre. Pero aparentemente el príncipe sí. Me sentía sucia, más inmunda que una Ocho. —America, cariño, es para ti —anunció mamá, con voz alegre.
44 Yo ya había oído el timbre de la puerta, pero no tenía ninguna prisa por responder. Si era
otra persona pidiendo un autógrafo, no podría soportarlo. Recorrí el pasillo y giré la esquina. Y allí estaba Aspen, con un ramo de flores silvestres. —Hola, America —saludó, con un tono comedido, casi profesional. —Hola, Aspen —repuse, apenas sin voz. —Esto te lo envían Kamber y Celia. Querían desearte buena suerte. —Se acercó y me dio
las flores. Flores de sus hermanas, no suyas. —¡Qué encantos! —exclamó mamá. Casi me había olvidado de que estaba en la sala. —Aspen, me alegro de que hayas venido —dije, intentando poner una voz tan neutra
como la suya—. Haciendo las maletas he dejado la habitación hecha un asco. ¿Me quieres ayudar a limpiar?
Con mi madre allí mismo, no pudo negarse. Como norma general, los Seises no
rechazaban ningún trabajo. En eso éramos iguales. Aspen exhaló por la nariz y asintió. Me siguió a cierta distancia hasta la habitación. Pensé en la de veces que había deseado
aquello: que Aspen se presentara en la puerta de casa y entrara hasta mi habitación. Pero las circunstancias no podían ser peores.
Abrí la puerta de mi cuarto y me quedé en el umbral. Aspen soltó una carcajada. —¿Quién te ha hecho las maletas? ¿Un perro? —¡Cállate! Me ha costado un poco encontrar lo que buscaba —protesté. Y sonreí a mi
pesar. Él se puso manos a la obra, poniendo las cosas en su sitio y doblando ropa. Yo le ayudé,
por supuesto. —¿No te vas a llevar nada de toda esta ropa? —susurró. —No. A partir de ahora me visten ellos. —Oh, vaya. —¿Están decepcionadas tus hermanas? —En realidad no —dijo, meneando la cabeza—. En cuanto vieron tu cara en la tele, toda
la casa se volvió una fiesta. Siempre les has encantado. A mi madre en particular. —Adoro a tu madre. Siempre se ha portado estupendamente conmigo. Pasaron unos minutos en silencio, mientras mi habitación volvía a su estado normal. —Tu foto… Estabas absolutamente preciosa.
45 Me dolió que me dijera que estaba guapa. No era justo. No después de todo lo que había hecho.
—Fue por ti —susurré. —¿Cómo? —Pues que… pensaba que ibas a declararte muy pronto —dije, con la voz rota. Aspen se quedó en silencio un momento, buscando las palabras. —Me lo había planteado, pero ahora ya no importa. —Sí que importa. ¿Por qué no me lo dijiste? Se frotó el cuello, indeciso. —Estaba esperando. —¿El qué? No me imaginaba qué podía estar esperando. —El Sorteo. Aquello sí lo entendía. No estaba claro qué era mejor: si ser llamado a filas o no. En Illéa,
todos los chicos de diecinueve años entraban en el Sorteo. Se escogía un nuevo reemplazo por sorteo dos veces al año, de modo que todos los reclutas llegaran como máximo con diecinueve años y medio. Y el servicio obligatorio iba desde los diecinueve años a los veintitrés. La fecha se acercaba.
Habíamos hablado del tema, pero no de un modo realista. Supongo que ambos
esperábamos que, si no pensábamos en ello, el Sorteo también nos pasaría por alto a nosotros. Lo bueno de ser un soldado es que se pasaba automáticamente a ser un Dos. El
Gobierno te entrenaba y te pagaba el resto de tu vida. Lo malo era que nunca sabías dónde podías ir a parar. Lo que estaba claro era que te enviaban fuera de tu provincia. Suponían que los soldados se volverían más indulgentes rodeados de los conocidos, tratando con ellos. Podías acabar en palacio o en el cuerpo de policía de otra provincia. O podías terminar en el Ejército, y podían enviarte al frente. No muchos de los que iban a la guerra regresaban a casa. Los que no se habían casado antes del sorteo casi siempre se esperaban al resultado. Si te
tocaba, en el mejor de los casos suponía separarte de tu esposa cuatro años. Y en el peor, dejar una viuda muy joven. —Yo… No quería hacerte eso —susurró. —Lo entiendo.
Se puso en pie, intentando cambiar de tema. —Bueno, ¿y qué te llevas? —Una muda para ponerme cuando me echen. Unas cuantas fotos y libros. Me han dicho Me dolió que me dijera que estaba guapa. No era justo. No después de todo lo que había hecho.
—Fue por ti —susurré. —¿Cómo? —Pues que… pensaba que ibas a declararte muy pronto —dije, con la voz rota. Aspen se quedó en silencio un momento, buscando las palabras. —Me lo había planteado, pero ahora ya no importa. —Sí que importa. ¿Por qué no me lo dijiste? Se frotó el cuello, indeciso. —Estaba esperando. —¿El qué? No me imaginaba qué podía estar esperando. —El Sorteo. Aquello sí lo entendía. No estaba claro qué era mejor: si ser llamado a filas o no. En Illéa,
todos los chicos de diecinueve años entraban en el Sorteo. Se escogía un nuevo reemplazo por sorteo dos veces al año, de modo que todos los reclutas llegaran como máximo con diecinueve años y medio. Y el servicio obligatorio iba desde los diecinueve años a los veintitrés. La fecha se acercaba.
Habíamos hablado del tema, pero no de un modo realista. Supongo que ambos
esperábamos que, si no pensábamos en ello, el Sorteo también nos pasaría por alto a nosotros. Lo bueno de ser un soldado es que se pasaba automáticamente a ser un Dos. El
Gobierno te entrenaba y te pagaba el resto de tu vida. Lo malo era que nunca sabías dónde podías ir a parar. Lo que estaba claro era que te enviaban fuera de tu provincia. Suponían que los soldados se volverían más indulgentes rodeados de los conocidos, tratando con ellos. Podías acabar en palacio o en el cuerpo de policía de otra provincia. O podías terminar en el Ejército, y podían enviarte al frente. No muchos de los que iban a la guerra regresaban a casa. Los que no se habían casado antes del sorteo casi siempre se esperaban al resultado. Si te
tocaba, en el mejor de los casos suponía separarte de tu esposa cuatro años. Y en el peor, dejar una viuda muy joven. —Yo… No quería hacerte eso —susurró. —Lo entiendo.
Se puso en pie, intentando cambiar de tema. —Bueno, ¿y qué te llevas? —Una muda para ponerme cuando me echen. Unas cuantas fotos y libros. Me han dicho
46 que no necesitaré mis instrumentos. Todo lo que quiera lo tendré allí. Así que solo llevo esa mochila, nada más.
Ahora la habitación estaba ordenada, y por algún motivo la pequeña mochila parecía
enorme. Las flores que había traído, colocadas sobre el escritorio, presentaban un gran colorido en comparación con mis cosas, todas de tonos apagados. O quizá fuera que todo me parecía más triste ahora…, ahora que todo había acabado. —No es mucho —observó. —Nunca he necesitado demasiado para ser feliz. Pensé que lo sabías. Él cerró los ojos. —No sigas, America. Hice lo correcto. —¿Lo correcto? Aspen, me hiciste creer que podíamos hacerlo. Hiciste que te quisiera. Y
luego me convenciste para que me presentara a este maldito concurso. ¿Sabes que prácticamente me han convertido en un juguete de Maxon?
Él se giró de golpe y me observó. —¿Qué? —No se me permite decirle que no… a «nada». Aspen parecía asqueado, furioso. Apretó los puños. —Incluso…, incluso si decide no casarse contigo… ¿Podría…? —Sí. —Lo siento. No lo sabía —dijo, y respiró intensamente unas cuantas veces—. Pero si te
elige…, eso estaría bien. Te mereces ser feliz. Aquello fue demasiado. Le di una bofetada. —¡Idiota! —le espeté, entre gritando y susurrando—. ¡Le odio! ¡Yo te quería a ti! ¡Quería
estar contigo! ¡Todo lo que he deseado en mi vida eres tú! Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no me importaba. Ya me había hecho bastante
daño, y ahora le tocaba a él. —Debería irme —dijo, y se dispuso a salir. —Espera. No te he pagado. —America, no tienes que pagarme. Y reemprendió el camino hacia la puerta. —¡Aspen Leger, no te atrevas a dar un paso más! —solté, con furia. Se detuvo y por fin me prestó atención. —Veo que ya estás practicando para cuando seas una Uno. —Si no hubiera sido por sus
47 ojos, habría pensado que aquello era una broma, no un insulto. Sacudí la cabeza y me dirigí a mi escritorio. Saqué todo el dinero que había ganado yo
sola, y puse hasta el último céntimo en sus manos. —America, no voy a aceptar esto. —Y un cuerno. Claro que vas a aceptarlo. Yo no lo necesito, y tú sí. Si alguna vez me has
querido lo más mínimo, lo aceptarás. Tu orgullo ya nos ha hecho bastante daño a los dos. Sentí que algo en su interior se apagaba. Dejó de resistirse. —Vale. —Y toma. —Metí una mano detrás de la cama, saqué mi frasquito de céntimos y se lo
vacié en la mano. Un céntimo rebelde que debía de estar pegajoso se quedó pegado al fondo—. Estas monedas siempre han sido tuyas. Deberías usarlas.
Ahora ya no tenía nada suyo. Y cuando la desesperación le hiciera gastarse aquellos
céntimos, él tampoco tendría nada mío. Sentí que, de pronto, afloraba el dolor. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tuve que respirar hondo para contener el llanto. —Lo siento, Mer. Buena suerte —dijo. Se metió los billetes y los céntimos en los
bolsillos y salió a toda prisa. No era así como pensaba que lloraría. Me esperaba grandes sollozos desesperados, no
lágrimas lentas y minúsculas. Quise dejar el frasquito en el estante, pero volví a ver aquel céntimo dentro. Metí el dedo
en el frasco y lo despegué. Repiqueteó contra el vidrio. Era un sonido hueco, y sentí el eco en el interior de mi pecho. Sabía que, para bien o para mal, no me habría librado del todo de Aspen; todavía no. Quizá no lo hiciera nunca. Abrí la mochila, metí el frasquito y la cerré de nuevo.
May asomó la cabeza por la puerta. Decidí tomarme una de aquellas estúpidas píldoras. Me dormí con ella en brazos. Por fin pude olvidarme de todo por un rato.