sábado, 22 de noviembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 5

La semana siguiente llegué antes que Aspen a la casa del árbol. Me costó un poco subir en silencio con todo lo que quería llevar, pero lo conseguí.
Estaba recolocando los platos una vez más cuando oí que alguien trepaba por el árbol. —¡Buh! Aspen se sobresaltó y se rio. Encendí la vela nueva que había comprado para la ocasión.
Él cruzó la casa del árbol para darme un beso y, al momento, me puse a contarle todo lo que había sucedido durante la semana.
—No te he contado lo de las inscripciones —le solté, muy animada. —¿Cómo fue? Mamá me dijo que estaba hasta los topes. —Fue una locura, Aspen. ¡Deberías haber visto cómo iban vestidas algunas! Y ya sabrás
que de sorteo no tiene nada. Así que tenía razón. Hay gente mucho más interesante que yo en Carolina para elegir, de modo que todo esto se queda en nada. —De todos modos te agradezco que lo hicieras. Significa mucho para mí —dijo, sin
apartar su mirada. Ni siquiera se había molestado en echar un vistazo a la casa del árbol. Se me comía con los ojos, como siempre. —Bueno, lo mejor es que, como mi madre no tenía ni idea de que ya te lo había
prometido a ti, me sobornó para que firmara. No pude contener una sonrisa. Aquella semana, las familias ya habían empezado a
celebrar fiestas en honor de sus hijas, convencidas de que la suya sería la elegida para la Selección. Había cantado en nada menos que siete celebraciones. Incluso una noche había actuado un par de veces. Y mamá había cumplido con su palabra. Tener dinero propio era una sensación liberadora.
—¿Te sobornó? ¿Con qué? —preguntó Aspen, con el rostro iluminado. —Con dinero, por supuesto. ¡Mira, te he preparado un festín! Me separé de él y empecé a sacar platos. Había preparado cena de más con la intención de
que sobrara para él, y llevaba días horneando pastitas. De todos modos, May y yo sufríamos de una terrible adicción a los dulces, así que ella estaba encantada de que yo me dedicara a gastar mi dinero en eso.
—¿Qué es todo esto? —Comida. La he hecho yo misma —dije, henchida de orgullo. Por fin, aquella misma noche, Aspen podría irse a la cama con el estómago lleno. Pero su
sonrisa se desvaneció al ir descubriendo un plato tras otro. —Aspen, ¿pasa algo? —Esto no está bien. —Sacudió la cabeza y apartó la mirada de la comida. —¿Qué quieres decir? —America, se supone que soy yo quien tiene que cuidarte. Me resulta humillante venir
aquí y que tú tengas que hacer todo esto. —Pero si siempre te traigo comida… —Unos cuantos restos. ¿Te crees que no me doy cuenta? No pasa nada por que me
quede con algo que tú no quieres. Pero que seas tú… Se supone que soy… —Aspen, tú me das cosas constantemente. Tengo todos mis céntimos… —¿Los céntimos? ¿De verdad crees que sacar eso, precisamente ahora, es una buena
idea? En serio, America, ¿no te das cuenta? Odio la idea de no poder pagar por escuchar tus canciones, como los demás. —¡Tú no tendrías que pagarme nada en absoluto! Es un regalo. ¡Todo lo mío es tuyo!
—Sabía que teníamos que ir con cuidado, no levantar la voz. Pero en aquel momento no me importaba. —No quiero caridad, America. Soy un hombre. Se supone que soy yo quien debe
mantenerte. Aspen se llevó las manos a la cabeza. Respiraba aceleradamente. Como siempre, estaba
reconsiderando su postura. Pero esta vez había algo diferente en su mirada. En lugar de irse centrando, se le veía más y más confundido. Mi rabia fue desvaneciéndose al verlo ahí, tan perdido. Me sentí culpable. Mi intención era darle un capricho, no humillarle. —Yo te quiero —susurré. Él meneó la cabeza. —Yo también te quiero, America. —Pero no me miraba a la cara. Recogí un poco del pan que había hecho y se lo puse en la mano. Tenía demasiada
hambre como para no darle un bocado. —No quería herir tu orgullo. Pensé que te gustaría. —No es eso, Mer; me encanta. No me puedo creer que hayas hecho todo esto por mí. Es
solo que… no sabes cuánto me molesta que yo no pueda hacerlo por ti. Te mereces algo más. Gracias a Dios, siguió comiendo mientras hablaba. —Tienes que dejar de pensar en mí de ese modo. Cuando estamos juntos, yo no soy una
Cinco y tú no eres un Seis. Somos simplemente Aspen y America. No quiero nada más, solo estar contigo. —Pero es que no puedo cambiar mi modo de pensar. —Me miró—. Así es como me
educaron. Desde que era pequeño, aprendí que «los Seises han nacido para servir» y que «los Seises deben pasar desapercibidos». Toda mi vida, he aprendido a ser invisible. —Me agarró la mano con la fuerza de una tenaza—. Si estás conmigo, Mer, tú también tendrás que aprender a ser invisible. Y no quiero eso para ti. —Aspen, ya hemos hablado de eso. Sé que las cosas serán de otro modo, y estoy
preparada. No sé cómo decírtelo más claro. —Le puse la mano sobre el corazón—. Estoy preparada para darte el sí en el momento en que me lo pidas. Resultaba aterrador exponerse de aquel modo, dejar absolutamente claro hasta dónde
llegaban mis sentimientos. Él sabía lo que le estaba diciendo. Pero si ponerme en una posición vulnerable le ayudaba a encontrar el valor, lo soportaría. Sus ojos buscaron los míos. Si buscaba la sombra de una duda, estaba perdiendo el tiempo. Aspen era lo único de lo que estaba segura en la vida.
—No. —¿Qué? —No —repitió, y aquella palabra me cayó como una bofetada. —¿Aspen? —No sé cómo he podido engañarme y pensar que esto podría funcionar. —Se pasó los
dedos por entre el cabello otra vez, como si estuviera intentando recopilar todos los pensamientos que tenía sobre mí en la cabeza. —Pero si acabas de decirme que me quieres… —Y te quiero, Mer. De eso se trata. No puedo convertirte en alguien como yo. No
soporto la idea de que llegue a verte pasar hambre, frío o miedo. No puedo convertirte en una Seis.
Sentí que estaba a punto de llorar. No querría decir eso. No podía ser. Pero antes de que
pudiera pedirle que lo retirara, se encaminó hacia la salida de la casa del árbol. —¿Adónde…, adónde vas? —Me voy. Me voy a casa. Siento haberte hecho esto, America. Hemos acabado. —¿Qué? —Hemos acabado. No volveré por aquí nunca más. No de este modo. —Aspen, por favor —insistí, con lágrimas en los ojos—. Hablemos del tema. Sé que
estás confuso. —Estoy más confuso de lo que te imaginas, pero no estoy enfadado contigo. Es
simplemente que no puedo hacerlo, Mer. No puedo. —Aspen, por favor… Me agarró con fuerza y me besó —un beso de verdad— por última vez. Luego
desapareció entre la oscuridad. Y como vivíamos en el país en el que vivíamos, con todas esas reglas que hacían que nos tuviéramos que ocultar, no pude siquiera llamarle, no pude gritarle, aunque fuera por última vez, que le amaba. Pasaron los días. Estaba claro que mi familia se daba cuenta de que sucedía algo, pero
debían de suponer que estaba nerviosa por la Selección. Quise llorar mil veces, pero me contuve. Solo tenía ganas de que llegara el viernes, para que emitieran el Capital Report y para que, tras hacerse públicos los nombres de las elegidas, todo volviera a ser como antes.
Me imaginé la escena: cómo anunciarían el nombre de Celia o Kamber, y la cara de mi
madre, decepcionada, pero no tanto como si hubieran elegido a una desconocida. Papá y May estarían contentos por las chicas; toda la familia tenía una relación próxima con la suya. Sabía que Aspen estaría pensando en mí igual que yo pensaba en él. Estaba segura de que se presentaría por allí antes de que acabara el programa, para rogar que le perdonara y pedir mi mano. Sería algo prematuro, ya que las chicas no tendrían nada seguro, pero podría aprovechar la emoción general del día. Probablemente aquello suavizaría mucho las cosas. En mi imaginación, todo salía perfectamente. En mi imaginación, todo el mundo era
feliz… Faltaban diez minutos para que empezara el Report, y ya estábamos todos preparados.
Estaba segura de que no éramos los únicos que no queríamos perdernos ni un segundo del anuncio.
—¡Recuerdo cuando eligieron a la reina Amberly! Sabía desde el principio que iba a
conseguirlo —dijo mamá, que estaba haciendo palomitas, como si aquello fuera una película. —¿Tú participaste en el sorteo, mamá? —preguntó Gerad. —No, cariño. A mamá le faltaban dos años para la edad mínima. Pero tuve mucha suerte,
porque encontré a tu padre. Sonrió y le guiñó el ojo a papá. Vaya. Debía de estar de muy buen humor. No recordaba
la última vez que había tenido un gesto de afecto similar hacia papá. —La reina Amberly es la mejor reina de la historia. Es tan guapa, y tan lista… Cada vez
que la veo en la tele, me dan ganas de ser como ella —dijo May, suspirando. —Es una buena reina —me limité a añadir yo. Por fin llegaron las ocho. El escudo nacional apareció en la pantalla, acompañado de la
versión instrumental del himno. ¿Podía ser que estuviera temblando? Tenía unas ganas terribles de que aquello se acabara. Apareció el rey, que puso al país al corriente de la guerra, con pocas palabras. El resto de
los comunicados también fueron cortos. Daba la impresión de que todo el mundo estaba de buen humor. Supuse que para ellos también debía de ser emocionante. Por fin apareció el coordinador de Eventos y presentó a Gavril, que se dirigió
directamente a la familia real. —Buenas noches, majestad —le dijo al rey. —Gavril, siempre es un placer —repuso el rey, que parecía casi mareado. —¿Esperando el anuncio? —Sí, claro. Ayer estuve en la sala mientras se extraían algunos de los nombres; todas
ellas, chicas preciosas. —Así pues, ¿ya sabe quiénes son? —Solo algunas, solo algunas. —¿Ha compartido su padre esa información con usted, señor? —preguntó Gavril,
dirigiéndose a Maxon. —En absoluto. Yo las veré al mismo tiempo que todos los demás —respondió el
príncipe. Se notaba que intentaba ocultar los nervios. Me di cuenta de que me sudaban las manos. —Majestad —prosiguió Gavril, dirigiéndose esta vez a la reina—, ¿algún consejo para las
elegidas? Ella mostró su habitual sonrisa serena. No sé qué aspecto tendrían las otras chicas de su
Selección, pero no podía imaginarme que ninguna fuera tan graciosa y adorable como ella. —Que disfruten de su última noche como una chica más. Mañana, pase lo que pase, su
vida cambiará para siempre. Y un consejo clásico, pero aun así válido: que sean ellas mismas. —Sabias palabras, mi reina, sabias palabras. Y ahora pasemos a revelar los nombres de
las treinta y cinco jóvenes elegidas para la Selección. ¡Damas y caballeros, compartan conmigo la felicitación para las siguientes hijas de Illéa!
En la pantalla volvió a aparecer el escudo nacional. En la esquina superior derecha había
una pequeña ventana con la cara de Maxon, para ver sus reacciones a medida que aparecían las caras en el monitor. Él ya estaría haciéndose una idea sobre ellas, como todos los demás.
Gavril tenía un juego de tarjetas en las manos y se dispuso a leer los nombres de las chicas
cuyo mundo, tal como había dicho la reina, estaba a punto de cambiar para siempre. La Selección empezaba en aquel mismo instante. —La señorita Elayna Stoles, de Hansport, Tres. En la pantalla apareció la foto de una chica menuda con rostro de porcelana. Parecía toda
una dama. A Maxon se le iluminó el rostro. —La señorita Fiona Castley, de Paloma, Tres. Esta vez era una morenita con unos ojos provocadores. Quizá de mi edad, pero parecía
más… experimentada. Me giré hacia mamá y May, que estaban en el sofá. —¿No os parece que es muy…? —La señorita America Singer, de Carolina, Cinco. Giré la cabeza como un resorte, y ahí estaba: la fotografía que me habían tomado justo
después de enterarme de que Aspen estaba ahorrando para casarse conmigo. Estaba radiante, esperanzada, hermosa. Tenía el aspecto de una chica enamorada. Y algún idiota debía de haber pensado que mi amor era por el príncipe Maxon. Mamá me gritó al oído y May dio un gran salto, llenándolo todo de palomitas. Gerad
también se emocionó y se puso a bailar. Papá…, es difícil de decir, pero creo que sonreía en secreto tras su libro.
Me perdí la expresión de Maxon. Sonó el teléfono. Y no dejó de sonar durante varios días.

sábado, 15 de noviembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 4

Era viernes, de modo que el noticiario Illéa Capital Report sería a las ocho. No es que
estuviéramos obligados a verlo, pero resultaba conveniente. Incluso los Ochos —los sin techo, los vagabundos— se buscaban alguna tienda o alguna iglesia donde pudieran ver el Report. Y con la Selección en ciernes, era algo más que aconsejable. Todo el mundo quería saber qué sucedía al respecto.
—¿Crees que anunciarán a las ganadoras esta noche? —preguntó May, metiéndose una
cucharada de puré de patata en la boca. —No, cariño. Todas las candidatas tienen aún nueve días para presentar sus solicitudes.
Probablemente no sepamos nada hasta dentro de dos semanas —respondió mamá, con el tono de voz más tranquilo que le había oído en años. Estaba completamente serena, satisfecha de haber conseguido algo que quería de verdad. —¡Jo! Qué largo se me va a hacer —se quejó May.
¿Se le iba a hacer largo a ella? ¡Era mi nombre el que estaba en el bombo! —Tu madre me ha dicho que habéis tenido que hacer una cola bastante larga —intervino
papá. Me sorprendió que quisiera tomar parte en la conversación. —Sí —respondí—. No esperaba que hubiera tantas chicas. No sé por qué van a esperar
nueve días más. Juraría que toda la provincia se ha apuntado ya. Papá chasqueó la lengua. —Te habrás divertido haciendo cábalas sobre tus posibilidades… —Ni me he molestado —respondí con sinceridad—. Eso se lo he dejado a mamá. Ella asintió. —Pues sí, no he podido evitar darle vueltas al asunto. Pero creo que America iba muy
bien, arreglada pero natural. ¡Y además, estabas tan guapa, cariño! Si realmente se fijan en el aspecto, en lugar de elegir por sorteo, tienes aún más posibilidades de las que me pensaba. —No sé —dije—. Había una chica que llevaba tanto pintalabios que parecía que estaba
sangrando. A lo mejor a los príncipes les gusta eso. Todos se rieron, y mamá y yo seguimos deleitándolos con nuestros comentarios sobre
los atuendos de las otras chicas. May no se perdía detalle. Gerad se limitó a sonreír entre bocado y bocado. A veces nos olvidábamos de la tensión constante en la que vivíamos últimamente, más o menos desde que Gerad tenía uso de razón. A las ocho nos amontonamos todos en el salón —papá en su sillón, May junto a mamá en el sofá, con Gerad en el regazo, y yo tirada por el suelo— y pusimos el canal de acceso público de la tele. Era el único canal que no había que pagar, así que incluso los Ochos podían verlo si tenían un televisor.
Sonaba el himno. Puede parecer tonto, pero siempre me había gustado nuestro himno
nacional. Era una de las canciones que más me gustaba cantar. Apareció la imagen de la familia real. Sobre la tarima estaba el rey Clarkson. Sus asesores,
que tenían noticias sobre infraestructuras y algunos asuntos medioambientales, estaban sentados a un lado, y la cámara los enfocó. Parecía que iba a haber varios anuncios aquella noche. A la izquierda de la pantalla estaban sentados la reina y el príncipe Maxon, en sus habituales butacas, que más parecían tronos, vestidos elegantemente, dando imagen de realeza y de poder. —Ahí está tu novio, Ames —anunció May, y todos se rieron. Miré con más atención a Maxon. Supongo que, en cierto modo, era atractivo. Aunque
desde luego no como Aspen. Tenía el cabello de color miel y los ojos marrones. Eran los colores del verano, lo que supongo que a algunas les resultaría atractivo. Llevaba el pelo corto y bien peinado, y su traje gris le quedaba perfecto. Sin embargo, estaba demasiado rígido. Parecía tenso. Su peinado era excesivamente
perfecto; su traje a medida, demasiado impecable. Parecía más una pintura que una persona. Casi lo lamentaba por la chica que fuera a acabar con él. Es probable que llevara la vida más aburrida imaginable.
Observé a su madre. Tenía un aspecto sereno. También estaba rígida en su silla, pero no
tan tiesa. Caí en la cuenta de que, a diferencia del rey y del príncipe Maxon, ella no se había criado en palacio. Era una auténtica hija de Illéa. Quizás antes fuera alguien como yo. El rey ya estaba hablando, pero yo necesitaba saberlo. —¿Mamá? —susurré, intentando no distraer a papá. —¿Sí? —La reina… ¿qué era? De casta, quiero decir. Mi madre sonrió al verme interesada. —Una Cuatro. Una Cuatro. Habría pasado sus años de juventud trabajando en una fábrica o en una
tienda, o quizás en una granja. Me pregunté cómo habría sido su vida. ¿Tendría una gran familia? Probablemente no habría tenido que preocuparse por la comida cuando era pequeña. ¿Se habrían puesto celosas sus amigas cuando la escogieron? Si tuviera alguna amiga cercana de verdad, ¿sentiría celos de mí? Aquello era una tontería. No me iban a coger. Me concentré en las palabras del rey. —Esta misma mañana hemos sufrido otro ataque en nuestras bases de Nueva Asia que
ha diezmado ligeramente nuestras tropas, pero confiamos en que el nuevo reemplazo del mes que viene reforzará la moral de los soldados, además de su potencia de combate. Odiaba la guerra. Por desgracia, vivíamos en un país joven que tenía que protegerse de
todo el mundo. Si el territorio sufría una nueva invasión, probablemente sería el fin. Después de que el rey nos pusiera al día acerca de un reciente ataque sobre un
campamento rebelde, el Equipo Económico hizo un repaso al estado de la deuda, y el jefe del Comité de Infraestructuras anunció que al cabo de dos años esperaban iniciar las obras de reconstrucción de numerosas carreteras, algunas de las cuales estaban aún tal como habían quedado tras la Cuarta Guerra Mundial. Por último subió al estrado el coordinador de Eventos. —Buenas noches, señoras y señores de Illéa. Como todos ustedes saben, recientemente
se ha distribuido por correo la convocatoria para participar en la Selección. Ya he recibido el primer recuento de solicitudes presentadas, y me alegra decir que miles de bellas mujeres de Illéa ya se han inscrito en el sorteo para la Selección. Atrás, en su rincón, Maxon se agitó un poco en su asiento. ¿Estaba sudando? —En nombre de la familia real, querría agradecerles el entusiasmo y el patriotismo
mostrados. ¡Con un poco de suerte, para Año Nuevo estaremos celebrando ya el compromiso de nuestro querido príncipe Maxon con una encantadora, inteligente y talentosa hija de Illéa! El reducido grupo de asesores presentes aplaudió. Maxon sonrió, pero parecía
incómodo. Cuando acabaron los aplausos, el coordinador prosiguió. —Por supuesto, tendremos un amplio programa de actos preparado para conocer a las
jóvenes de la Selección, por no hablar de programas especiales sobre su vida en palacio. ¡Y quién mejor y más cualificado para guiarnos a través de esta emocionante aventura que el señor Gavril Fadaye!
Hubo otra salva de aplausos, pero esta vez procedentes de mi madre y de May. Gavril
Fadaye era una leyenda. Al menos hacía veinte años que trabajaba como comentarista de los desfiles de la Fiesta del Agradecimiento y de los especiales de Navidad, así como de cualquier cosa que se celebrara en palacio. Nunca había visto una entrevista a miembro alguno de la familia real o a sus familiares o amigos que no hubiera hecho él. —¡Oh, America, conocerás a Gavril! —exclamó mamá, encantada. —¡Ahí viene! —dijo May, agitando sus bracitos. Efectivamente, ahí estaba Gavril, que entró en el plató dando saltitos, vestido con su
impecable traje azul. Tendría casi cincuenta años, y siempre iba impecable. Mientras atravesaba el decorado, la luz incidió en la insignia que llevaba en la solapa, que emitió un brillo dorado más intenso que los fortissimos que hacía yo al piano. —¡Bueeeeenas noches, Illéa! —saludó—. Tengo que decir que es un honor para mí formar parte de la Selección. ¡Fijaos qué suerte! ¡Voy a conocer a treinta y cinco chicas guapas! ¿Quién sería tan idiota de no desear un trabajo así? —Nos guiñó un ojo a través de la cámara—. Pero antes de que tenga ocasión de conocer a esas señoritas encantadoras, una de las cuales será nuestra nueva princesa, voy a tener el placer de hablar con el hombre del momento, nuestro príncipe Maxon. Al momento, Maxon cruzó la alfombra y se dirigió a un par de asientos preparados para
él y para Gavril. Se ajustó la corbata y se alisó el traje, como si no estuviera lo suficientemente acicalado. Le dio la mano a Gavril, se sentó frente a él y cogió un micrófono. La silla era lo bastante alta como para que Maxon tuviera que apoyar los pies en una barra situada a media altura. Aquella postura le daba un aspecto mucho más informal. —Un placer verle de nuevo, alteza. —Gracias, Gavril. El placer es mío —respondió, con una voz tan estudiada como su
aspecto. Irradiaba formalidad. Arrugué la nariz ante la idea de encontrarme aunque solo fuera en la misma estancia que él. —Dentro de menos de un mes, treinta y cinco mujeres se mudarán a su casa. ¿Qué le
parece la idea? Maxon se rio. —Bueno, sinceramente, me inquieta un poco. Me imagino que con tantas invitadas habrá
mucho más jaleo. Aun así, estoy deseándolo. —¿Le ha pedido consejo a su querido padre sobre cómo lo hizo él para conquistar a una
esposa tan bella cuando le llegó la ocasión? Maxon y Gavril miraron en dirección a los reyes, y la cámara los enfocó para que
viéramos cómo se miraban, sonrientes y cogidos de la mano. Parecía de verdad, pero ¿cómo íbamos a saberlo?
—En realidad, no. Como sabes, la situación en Nueva Asia ha empeorado últimamente,
y los dos nos hemos dedicado más a los asuntos militares. No ha habido ocasión de hablar de chicas.
Mamá y May se rieron. Supongo que lo encontraban divertido. —No nos queda mucho tiempo, así que querría hacerle una pregunta más. ¿Cómo se
imagina que será para usted la chica perfecta? Dio la impresión de que la pregunta le había pillado desprevenido. No podría estar
segura, pero me pareció que se ruborizaba. —La verdad es que no lo sé. Supongo que eso es lo bonito de la Selección. No habrá dos
candidatas iguales: ni en imagen ni en gustos o disposición. Y conociéndolas y hablando con ellas espero descubrir lo que quiero, encontrarlo durante el proceso —dijo el príncipe, sonriente. —Gracias, alteza. Muy bien dicho. Y creo que hablo por toda Illéa cuando le deseo toda
la suerte del mundo. Gavril le tendió la mano para despedirse. —Gracias —repuso Maxon. La cámara no cortó el plano lo suficientemente rápido, y se pudo ver cómo miraba a sus
padres, para ver si había dicho lo correcto. El siguiente plano fue del rostro de Gavril, así que no hubo modo de ver cuál fue su respuesta. —Me temo que esta noche no tenemos más tiempo. Gracias por ver el Illéa Capital Report.
Nos veremos la semana que viene. Y aparecieron los títulos de crédito y la música. —America y Maxon, la parejita de moda… —se puso a bromear May. Agarré un cojín y se lo tiré a la cabeza, pero la verdad es que la idea me hacía reír. Maxon
era tan remilgado que resultaba difícil imaginar que nadie pudiera ser feliz con aquel pelele. Me pasé el resto de la noche intentando evitar las bromitas de May, hasta que por fin me
fui a la habitación para estar sola. La simple idea de estar cerca de Maxon Schreave me ponía incómoda. Las pullas de May se me quedaron en la cabeza toda la noche, haciendo que me costara dormir.
No tenía muy claro qué era aquel sonido que me despertó, pero cuando fui plenamente
consciente intenté escrutar mi habitación en un silencio absoluto, por si acaso había alguien allí. Tap, tap, tap. Me giré un poco hacia la ventana, y allí estaba Aspen, sonriéndome. Me levanté de la
cama y fui hasta la puerta de puntillas, la cerré y eché el pestillo. Volví a la cama y abrí la ventana lentamente. En el momento en que Aspen estuvo a mi lado, me entró una oleada de calor que no tenía nada que ver con el verano. —¿Qué haces aquí? —susurré, sonriendo en la oscuridad. —Necesitaba verte —dijo, envolviéndome con los brazos y tirando de mí hasta que
quedamos tumbados uno junto al otro en la cama. Sentía su respiración contra mi mejilla. —Tengo muchísimo que contarte, Aspen. —Chis, no digas nada. Si alguien nos oye, se nos caerá el pelo. Deja que te mire. Obedecí. Me quede allí, quieta y en silencio, mientras Aspen me miraba a los ojos.
Cuando quedó satisfecho, empezó a pasarme la nariz por el cuello y por el pelo. Y entonces sus manos se deslizaron por la curva de mi cintura, arriba y abajo, una y otra vez. Oí que se le agitaba la respiración, y aquello, de algún modo, me atrajo hacia él.
Sus labios, ocultos en mi cuello, empezaron a besarme. Se me entrecortó la respiración.
No podía evitarlo. Sus besos recorrieron mi barbilla y me taparon la boca, silenciando mis jadeos. Me agarré a él, y, entre los abrazos desesperados y la humedad de la noche, ambos quedamos empapados en sudor. Fue un momento robado al destino. Los labios de Aspen se detuvieron por fin, aunque yo no estaba en absoluto predispuesta
a parar. Pero teníamos que ser sensatos. Si íbamos más allá y algún día se descubría, ambos acabaríamos en la cárcel.
Otra razón por la que todo el mundo se casaba joven: la espera era una tortura. —Debería irme —susurró. —Pero quiero que te quedes. —Mis labios estaban junto a su oreja. Percibía de nuevo el
olor de su jabón. —America Singer, llegará el día en que te duermas entre mis brazos cada noche. El día en
que te despierte con mis besos cada mañana. Eso, y mucho más. —Me mordí el labio de la emoción al pensar en ello—. Pero ahora tengo que irme. Estamos tentando al destino.
Suspiré y le solté. Tenía razón. —Te quiero, America. —Te quiero, Aspen. Aquellos momentos furtivos me bastarían para soportar todo lo que se avecinaba: la
decepción de mamá cuando me comunicaran que no había sido elegida, todo el trabajo que tendría que hacer para ayudar a Aspen a ahorrar, el cataclismo que me esperaba cuando le pidiera a papá mi mano, y todos los esfuerzos que deberíamos hacer cuando nos casáramos. Nada de aquello importaba. No importaba nada, si tenía a Aspen.

domingo, 9 de noviembre de 2014

La selección Kiera Cass Capítulo 3

Aspen iba vestido todo de blanco. Tenía un aspecto angelical. Seguíamos en Carolina,
pero no había nadie a nuestro alrededor. Estábamos solos, pero no echábamos de menos a nadie. Él había trenzado unas pajitas para hacerme con ellas una corona, y estábamos juntos. —¡America! —graznó mamá, sacándome de mis sueños. Encendió las luces, cegándome por un momento. Me llevé las manos a los ojos,
intentando adaptarme a la luz. —Despierta, America. Tengo una propuesta que hacerte. Eché un vistazo al despertador: poco más de las siete. Así que… había dormido cinco
horas.
—¿Consiste en dejarme dormir más? —rezongué. —No, cariño. Levanta. Tengo algo serio que discutir contigo. Me senté en la cama, con las sábanas hechas un ovillo y el pelo enmarañado. Mamá iba
dando palmadas una y otra vez, como si con aquello pudiera acelerar el proceso. —Venga, America. Necesito que te despiertes. Bostecé. Dos veces. —¿Qué quieres? —Quiero que te presentes a la Selección. Creo que serías una princesa excelente. Era demasiado temprano para aquello. —Mamá, de verdad, acabo… —Pero me detuve y suspiré al recordar lo que le había
prometido a Aspen la noche anterior: que al menos lo intentaría. No obstante, ahora, a la luz del día, no estaba segura de poder hacerlo. —Sé que no te atrae la idea, pero he pensado que podía proponerte un trato, a ver si
cambias de opinión. Aquello me llamó la atención. ¿Qué podía ofrecerme? —Tu padre y yo hablamos anoche, y decidimos que ya tienes edad de trabajar sola. Tocas
el piano tan bien como yo y, si practicas un poco más, prácticamente no cometerás errores al violín. Y tu voz, bueno, estoy convencida de que no hay una mejor en toda la provincia.
Sonreí, aún algo dormida. —Gracias, mamá. De verdad. De todos modos, trabajar sola no era algo que me atrajera especialmente. No veía cómo
iba a tentarme con aquello. —Bueno, eso no es todo. Puedes aceptar trabajos para ir sola… y puedes quedarte la
mitad de lo que ganes —añadió, con una especie de sonrisa forzada. Los ojos se me abrieron de golpe. —Pero solo si te presentas a la Selección. Ahora empezaba a sonreír abiertamente. Sabía que con aquello me ganaría, aunque
supongo que se esperaba algo más de resistencia. Pero ¿cómo iba a resistirme? ¡Ya estaba decidida a firmar, y ahora además podría ganar algo de dinero para mí! —Ya sabes que lo único que puedo hacer yo es firmar, ¿verdad? No puedo hacer que me
escojan.
—Sí, lo sé. Pero vale la pena intentarlo. —Vaya, mamá —exclamé, sacudiendo la cabeza, aún sorprendida—. De acuerdo,
rellenaré el impreso hoy mismo. ¿Dices en serio lo del dinero? —Por supuesto. De todos modos, antes o después tendrás que ir por tu cuenta. Y te irá
bien tener que hacerte responsable de tu dinero. Eso sí, no te olvides de tu familia, por favor. Seguimos necesitándote. —No os olvidaré, mamá. ¿Cómo iba a olvidarte, con todo lo que me riñes? —Le guiñé
un ojo, se rio y con ello quedó sellado el pacto. Me di una ducha mientras intentaba asimilar todo lo que había ocurrido en menos de
veinticuatro horas. ¡Solo con rellenar un impreso conseguiría la aprobación de mi familia, haría feliz a Aspen y ganaría un dinero que nos iría muy bien a él y a mí para poder casarnos!
A mí no me preocupaba tanto el dinero, pero Aspen insistía en que necesitábamos tener
unos ahorros. El papeleo costaba dinero, y queríamos dar una fiestecita con nuestras familias tras la boda, aunque fuera pequeña. Yo me imaginaba que no tardaríamos demasiado en ahorrar lo necesario en cuanto decidiéramos que estábamos preparados, pero Aspen quería más. Quizá, si por fin me ganaba un dinero, Aspen confiaría más en que saldríamos adelante. Tras la ducha me arreglé el pelo y me puse una pizca de maquillaje para celebrar la
ocasión; luego me fui al armario y me vestí. No es que hubiera muchas opciones. Casi todo lo que tenía era beis, marrón o verde. Tenía algunos vestidos más bonitos para cuando trabajábamos, pero estaban irremediablemente confinados en el fondo del armario. Así eran las cosas. Los Seises y los Sietes vestían casi siempre con ropa vaquera o con algo resistente. Los Cincos usaban ropas más bien sosas, ya que los artistas lo cubrían todo de manchas, y los cantantes y bailarines solo necesitaban un vestuario especial para sus actuaciones. Las castas más altas podían vestirse de caqui y con ropa vaquera de vez en cuando, para variar, pero siempre dándole a sus modelos un aire especial. Como si no fuera bastante con que pudieran tener prácticamente lo que quisieran, convertían nuestras necesidades en lujos. Me puse mis pantalones cortos color caqui y el blusón verde —con mucho las ropas de
día más sugerentes que tenía— y repasé mi aspecto en el espejo antes de dirigirme al salón. Me sentía como… guapa. Quizá fuera la emoción de aquel día lo que hacía que me viera así.
Mamá estaba sentada a la mesa de la cocina con papá, tarareando. Ambos levantaron la
vista y me miraron un par de veces, pero sus miradas no podían molestarme. Cuando cogí la carta, me sorprendí un poco. Qué papel más elegante. Nunca había
tocado uno igual, grueso y con una fina textura. Por un momento su peso me impresionó y me recordó la magnitud de lo que estaba haciendo. Dos palabras me asaltaron la mente: «¿Y si…?».
Pero ahuyenté aquella idea y me puse manos a la obra. No tenía gran complicación. Puse mi nombre, mi edad, mi casta y mis datos de contacto.
Tenía que decir la altura y el peso, el color del cabello, de los ojos y de la piel. Me pude dar el lujo de escribir que hablaba tres idiomas. La mayoría hablaba al menos dos, pero mi madre insistió en que aprendiéramos francés y español, ya que esas lenguas aún se usaban en algunas zonas del país. También me resultaban útiles para el canto. Había muchas canciones preciosas en francés. Teníamos que indicar el nivel de estudios, en el que había muchísimas variaciones, porque solo los Seises y los Sietes iban a colegios públicos y seguían una educación estructurada en cursos propiamente dichos. Yo ya casi había completado mi educación. En el apartado de habilidades especiales, puse el canto y todos los instrumentos que tocaba. —¿Crees que la capacidad de dormir hasta mediodía cuenta como habilidad especial?
—le pregunté a papá, intentando poner tono de duda existencial. —Sí, pon eso. Y no te olvides de decir que puedes acabarte una comida entera en menos
de cinco minutos —respondió. Me reí. Era cierto: solía comer tan rápido que parecía que aspirase la comida. —¡Ya está bien, vosotros dos! Ya puestos, ¿por qué no pones que eres una pobre
plebeya? —protestó mi madre desde la habitación. No me podía creer que estuviera de tan mal humor; al fin y al cabo, estaba consiguiendo
exactamente lo que quería. Miré a papá con extrañeza. —Mamá solo quiere lo mejor para ti, eso es todo —dijo. Se apoyó en el respaldo de la
silla, tomándose un respiro antes de empezar la pieza que le habían encargado para final de mes. —Tú también, pero nunca te enfadas tanto —observé. —Es cierto. Pero tu madre y yo tenemos ideas diferentes de lo que es mejor para ti
—respondió, y sonrió. La boca la había sacado de mi padre: tanto por su aspecto como por la tendencia a hacer
comentarios inocentes que me acababan metiendo en algún lío. El temperamento lo había sacado de mamá, pero a ella se le daba mejor contenerse cuando era realmente necesario. A mí no se me daba nada bien. Como en aquel momento. —Papá, si decidiera casarme con un Seis o incluso con un Siete, y de verdad lo quisiera,
¿me dejarías? Él dejó su taza en la mesa y me miró fijamente. Intenté no desvelar nada con mi
expresión. El suspiro que exhaló fue intenso, y estaba cargado de pena. —America, si quisieras a un Ocho, yo querría que te casaras con él. Pero deberías saber
que el amor a veces se desgasta con la tensión del matrimonio. Puede que ahora quieras a alguien, pero con el tiempo puedes llegar a odiarlo por no ser capaz de ocuparse de ti. Y si no puedes cuidar bien a tus hijos, la cosa se vuelve aún peor. El amor no siempre sobrevive en esas circunstancias.
Papá apoyó su mano sobre la mía, atrayendo mi mirada. Intenté ocultar mi preocupación. —Sea como sea, lo que deseo es que te quieran. Te lo mereces. Y espero que algún día te
cases por amor, y no en función de un número. No podía decirme lo que yo quería oír —que me casaría por amor y no por un
número—, pero ya podía darme por satisfecha con aquello. —Gracias, papá. —Ten paciencia con tu madre. Intenta hacer lo correcto. —Me besó en la cabeza y se fue
a trabajar. Suspiré y volví a centrarme en rellenar la solicitud. Todo aquello me hacía sentir como si
mi familia no pensara que yo tuviera derecho alguno a desear algo para mí. Me molestaba, pero sabía que no era algo que pudiera echarles en cara. No podíamos permitirnos el lujo de satisfacer nuestros deseos. Teníamos necesidades.
Completé la solicitud, la cogí y salí al patio en busca de mamá. Estaba allí sentada,
cosiendo un dobladillo, mientras May hacía sus deberes a la sombra de la casa del árbol. Aspen solía quejarse de lo estrictos que eran los profesores en los colegios públicos. Yo tenía serias dudas de que ninguno de ellos pudiera ganarle a mamá en severidad. ¡Era verano, por Dios! —¿De verdad lo has hecho? —preguntó May, levantándose de un salto. —Claro. —¿Cómo es que has cambiado de opinión? —Mamá puede resultar muy convincente —respondí, con intención, pero era evidente
que ella no se avergonzaba en absoluto de su chantaje—. Podemos ir a la Oficina de Servicios en cuanto estés lista, mamá.
Ella esbozó una sonrisa. —Esa es mi chica. Ve a buscar tus cosas y vamos. Quiero que tu solicitud llegue lo antes
posible. Obedecí y fui a buscar los zapatos, pero me detuve al llegar a la habitación de Gerad.
Estaba mirando fijamente un lienzo en blanco, con cara de frustración. Habíamos probado muchas opciones con Gerad, pero no parecía que ninguna de ellas arraigara. No había más que ver la vieja pelota de fútbol en una esquina, o el microscopio de segunda mano que habíamos heredado como pago una Navidad, para saber que, estaba claro, no tenía alma de artista. —Hoy no te sientes inspirado, ¿eh? —pregunté, colándome en su habitación. Él negó con la cabeza. —A lo mejor podrías intentar esculpir, como Kota. Tienes muy buenas manos. Apuesto
a que se te daría bien. —Yo no quiero esculpir nada. Ni pintar, ni cantar, ni tocar el piano. Yo quiero jugar al
fútbol —dijo, dando una patada a la vetusta alfombra. —Ya lo sé. Y puedes hacerlo, como pasatiempo, pero tienes que encontrar una disciplina
artística que se te dé bien para ganarte la vida. Puedes hacer ambas cosas. —Pero ¿por qué? —protestó, con voz lastimera. —Ya sabes por qué. Es la ley. —¡Pero eso no es justo! —Gerad le dio un empujón al lienzo, que cayó al suelo y levantó
unas motas de polvo visibles a la luz que entraba por la ventana—. No es culpa nuestra que nuestro tatarabuelo, o quien fuera, fuese pobre. —Tienes razón. —De verdad parecía ilógico limitar las elecciones vitales de cada
persona según lo mucho o poco que hubieran podido ayudar sus antepasados al Gobierno, pero así era como funcionaba. Y posiblemente aún tendríamos que dar gracias por vivir en un mundo seguro—. Supongo que era el único modo que tuvieron en aquel momento de hacer que las cosas funcionaran.
Gerad no dijo nada. Lancé un suspiro y recogí el lienzo. Lo coloqué en su sitio. Su vida
era aquella, y no podía borrarla de un plumazo. —No tienes que abandonar tus hobbies, colega. Pero querrás poder ayudar a mamá y papá,
crecer y casarte, ¿no? —dije, haciéndole cosquillas en el costado. Él sacó la lengua en un gesto de asco y ambos nos reímos. —¡America! —llamó mamá desde el otro extremo del pasillo—. ¿Por qué te entretienes
tanto? —¡Ya voy! —respondí, y luego me giré hacia Gerad—. Sé que es duro, peque, pero así
son las cosas. ¿De acuerdo? Pero sabía que no estaba de acuerdo. No podía estarlo. Mamá y yo fuimos a pie hasta la oficina local. A veces tomábamos el autobús si íbamos
muy lejos o para acudir a algún trabajo. Quedaba mal presentarse todo sudoroso en la casa de un Dos. Ya nos miraban bastante mal de por sí. Pero hacía muy buen día, y tampoco era un camino tan largo.
Evidentemente, no éramos las únicas que habían decidido presentar la solicitud
enseguida. Cuando llegamos, la calle frente a la Oficina de Servicios de la Provincia de Carolina estaba atestada de mujeres.
Desde la cola vi a unas cuantas chicas de mi barrio delante de mí, esperando para entrar.
La cola tenía una anchura de unas cuatro personas y daba casi media vuelta a la manzana. Todas las chicas de la provincia se querían apuntar. Yo no sabía si sentirme aterrada o aliviada. —¡Magda! —exclamó alguien. Mi madre y yo nos volvimos al oír su nombre. Celia y Kamber se nos acercaban, con la madre de Aspen. Se habría tomado el día libre.
Sus hijas llevaban sus mejores galas y tenían un aspecto muy pulido. No es que contaran con demasiados recursos, pero estaban bien con cualquier cosa, igual que Aspen. Kamber y Celia tenían el mismo cabello oscuro que él, y también su preciosa sonrisa.
La madre de Aspen me sonrió y yo le devolví el gesto. La adoraba. Solo tenía ocasión de
hablar con ella muy de vez en cuando, pero siempre había sido muy amable conmigo. Y sabía que no era porque yo estuviera una casta por encima; la había visto dar ropa que ya no les cabía a sus hijos a familias que no tenían casi nada. Era una buena mujer. —Hola, Lena. Kamber, Celia, ¿cómo estáis? —las saludó mamá. —¡Bien! —respondieron alegremente todas a la vez. —¡Estáis estupendas! —dije, colocándole un mechón a Celia por detrás del hombro. —Queríamos estar guapas para la foto —explicó Kamber. —¿Foto? —Sí —susurró la madre de Aspen—. Ayer estuve limpiando en la casa de uno de los
magistrados. Este sorteo no tiene mucho de sorteo. Por eso toman fotografías y piden tanta información. ¿Qué importaría los idiomas que hablaras si la elección fuera por sorteo?
A mí ya me había parecido raro, pero pensé que toda aquella información era para
después del sorteo. —Según parece, la información se ha filtrado un poco; mirad alrededor: muchas de las
chicas están bien emperifolladas. Eché un vistazo a la cola. La madre de Aspen tenía razón, y había una clara diferencia
entre las que lo sabían y las que no. Justo detrás de nosotras vimos a una chica, obviamente una Siete, que había venido con su ropa de trabajo. Sus botas manchadas de barro quizá no salieran en la foto, pero el polvo de su mono seguro que sí. Unos metros más atrás, otra Siete aún llevaba puesto el cinturón de herramientas. Lo mejor que se podía decir de ella es que tenía la cara limpia. En el otro extremo del espectro, una chica que tenía por delante se había hecho un
recogido en el pelo del que caían unos mechones que le enmarcaban el rostro. La chica que tenía al lado, evidentemente una Dos, a juzgar por su ropa, daba la impresión de que quería meterse el mundo entero en el escote. Muchas iban tan maquilladas cual payasos de circo. Pero al menos era un modo de intentarlo.
Mi aspecto era correcto, pero no había ido tan lejos. Al igual que aquellas Sietes, no me
había preparado para aquello. De pronto sentí un sofoco de preocupación. Pero ¿por qué? Pensé en la situación y reordené mis pensamientos. A mí aquello no me interesaba. Si no era lo suficientemente guapa, mejor para mí. Sin
duda estaría un escalón por debajo de las hermanas de Aspen. Ellas ya eran guapas de por sí, y estaban aún más guapas con aquel leve rastro de maquillaje. Si Kamber o Celia ganaban, toda la familia de Aspen ascendería de categoría. Seguro que a mi madre no le parecería mal que me casara con un Uno solo porque no fuera el príncipe en persona. A fin de cuentas no estar bien informadas había sido una bendición.
—Creo que tienes razón —dijo mamá—. Aquella chica parece estar vestida para asistir a
una fiesta de Navidad. —Se rio, pero me di cuenta de que le daba una rabia tremenda ver que yo estaba en desventaja. —No sé por qué exageran tanto algunas. Fíjate en America. Está guapísima. Me alegro de
que no hayáis querido disfrazarla —repuso la señora Leger. —Yo no soy nada especial. ¿Quién me iba a escoger a mí, pudiendo elegir a Kamber o a
Celia? —Les guiñé el ojo, y ellas me sonrieron. Mamá también sonrió, pero forzadamente. Debía de estar debatiéndose sobre si
debíamos quedarnos en la cola o volver a casa corriendo para que me cambiara. —¡No seas tonta! Cada vez que Aspen vuelve a casa después de ayudar a tu hermano,
siempre me habla del talento y la belleza que hay en tu familia —dijo la madre de Aspen. —¿De verdad? ¡Es un encanto! —respondió mi madre, orgullosa. —La verdad es que sí. Una madre no podría pedir un hijo mejor. Nos apoya en todo, y
trabaja durísimo. —Algún día hará muy feliz a alguna chica —dijo mi madre, que solo seguía la
conversación a medias mientras valoraba mentalmente nuestras posibilidades en la competición. La señora Leger echó una mirada rápida a su alrededor. —Lo cierto es que, y esto ha de quedar entre nosotras, creo que quizá ya tenga a alguien
en mente. Me quedé helada. No sabía si debía hacer algún comentario, o si cualquier cosa que dijera
me delataría. —¿Y de quién se trata? —preguntó mi madre. Incluso en aquel momento en que estaba planeando mi boda con un perfecto desconocido, encontraba tiempo para el cotilleo. —¡No estoy segura! En realidad aún no la conozco. Y solo es una suposición mía, pero
creo que está viéndose con alguien, porque últimamente parece más contento —respondió, radiante.
¿Últimamente? Llevábamos viéndonos casi dos años. ¿Por qué solo últimamente? —Tararea —intervino Celia. —Sí, y también canta —añadió Kamber. —¿Canta? —exclamé. —¡Oh, sí! —respondieron ellas a coro. —¡Entonces sin duda está viéndose con alguien! —decidió mi madre—. Me pregunto
quién será. —Ni idea. Pero supongo que será una chica magnífica. Los últimos meses ha estado
trabajando duro, más de lo habitual. Y ha estado ahorrando algo. Creo que debe de estar intentando ahorrar para casarse.
No pude evitar soltar un gritito ahogado. Afortunadamente, todas lo atribuyeron a la
emoción general por la noticia. —Y yo no podría estar más contenta —prosiguió—. Aunque aún no nos haya dicho
quién es la afortunada, ya la quiero. Mi hijo sonríe, y se le ve satisfecho. La vida ha sido dura desde que perdimos a Herrick. Aspen ha cargado con un gran peso sobre la espalda. Cualquier chica que le haga feliz será como una hija para mí. —¡Será una afortunada! Tu Aspen es un chico fantástico —respondió mamá. No podía creérmelo. ¡Su familia estaba pasando dificultades para llegar a final de mes, y él
estaba ahorrando para mí! No sabía si soltarle una regañina o comérmelo a besos. Sencillamente…, no tenía palabras.
¡De verdad iba a pedirme que me casara con él! No podía pensar en otra cosa: Aspen, Aspen, Aspen. Hice toda la cola, firmé en la
ventanilla para confirmar que todo lo que había puesto en el impreso era cierto y me hice la foto. Me senté en la silla, agité la cabeza para soltarme el pelo y darle algo de vida, y me giré hacia el fotógrafo.
No creo que ninguna chica de todo Illéa pudiera haber sonreído con más ganas que yo.