domingo, 6 de septiembre de 2015

Concurso Ellos caminan entre nosotros

solo queria decirles que voten y compartan la foto, es por una buena causa, el concurso se basa en que tienes que subir una foto de ti mostrando “legados“ porque Lorien te escogió a ti

el premio sera una copia del libro 6 de los legados de Lorien en pasta dura, The fate of ten

enserio lo quiero ganar, ya que en mi país nunca va a llegar


por favor apoyenme a ganarlo

aqui les dejo el link:

898760876865329

lunes, 31 de agosto de 2015

la elite kiera cass capitulo 26

Bajé a desayunar más bien tarde. No quería arriesgarme a encontrar a Maxon ni a ninguna de las
chicas a solas. Pero antes de que llegara a las escaleras, Aspen se acercó por el pasillo. Resoplé de
nervios, y él miró alrededor antes de aproximarse.
—¿Dónde has estado? —le pregunté, en voz baja.
—Trabajando, Mer. Soy soldado. No puedo controlar cuándo me toca servicio. Ya no me ponen de
guardia en tu habitación.
Quise preguntarle por qué, pero no era el momento.
—Necesito hablar contigo.
Se quedó pensando un momento.
—A las dos, ve hasta el final del pasillo de la planta baja, más allá del pabellón de la enfermería.
Puedo ir a verte allí, pero no mucho rato.
Asentí. Él me hizo una rápida reverencia y siguió su camino antes de que alguien pudiera vernos
hablar. Bajé las escaleras, pero no me sentía nada satisfecha.
Quería gritar. El sábado tocaba pasarse todo el día en la Sala de las Mujeres: una sentencia, una
completa injusticia. Cuando llegaban visitas, querían ver a la reina, no a nosotras. Cuando una de
nosotras se convirtiera en princesa, probablemente aquello cambiaría, pero de momento yo estaba allí,
sin poder hacer nada, viendo cómo Kriss repasaba su presentación. Las otras también estaban leyendo
cosas, notas o informes, y me estaba poniendo enferma, hasta el punto de la náusea. Necesitaba una idea,
y rápido. Estaba segura de que Aspen me ayudaría a encontrarla y tenía que empezar aquella misma
noche, fuera como fuera.
Como si leyera mis pensamientos, Silvia, que había estado recibiendo visitas con la reina, pasó a
verme.
—¿Cómo está mi alumna estrella? —me preguntó, bajando la voz lo suficiente para que las otras no
la oyeran.
—Genial.
—¿Cómo va tu proyecto? ¿Necesitas ayuda para perfilar algún detalle?
¿Perfilar? ¿Cómo iba a perfilar algo inexistente?
—Va estupendo. Le va a encantar, estoy segura —mentí.
Ella ladeó la cabeza.
—Lo llevas un poco en secreto, ¿no?
—Un poco —sonreí.
—Está bien. Últimamente has trabajado de una forma sensacional. Estoy segura de que será fantástico
—dijo, dándome una palmadita en el hombro antes de abandonar la sala.
Tenía un problema. Y grande.
Los minutos pasaban tan despacio que era como una tortura. Poco antes de las dos me excusé y
recorrí el pasillo. En el extremo había un sofá tapizado bajo un enorme ventanal. Me senté a esperar. No
vi ningún reloj, pero el tiempo no parecía avanzar. Por fin, por una esquina, apareció Aspen.
—Ya era hora —suspiré.
—¿Qué pasa? —preguntó él, que se situó junto al sofá, adoptando una pose formal.
«Mucho. Muchas cosas de las que no te puedo hablar».
—Nos han asignado una tarea, y no sé qué hacer. No se me ocurre nada, estoy nerviosísima y no
puedo dormir —dije, a la carrera.
Él chasqueó la lengua.
—¿De qué va la tarea? ¿Diseño de tiaras?
—No —repuse, lanzándole una mirada de frustración—. Tenemos que pensar en un proyecto, algo
bueno para el país. Como el trabajo de la reina Amberly con los discapacitados.
—¿Es eso lo que tan nerviosa te tiene? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué tiene eso de
estresante? Parece divertido.
—Yo también pensaba que lo sería. Pero no se me ocurre nada. ¿Tú qué harías?
Aspen se quedó pensando un momento.
—¡Ya lo sé! Haría un programa de intercambio de castas —dijo, con un brillo de emoción en los
ojos.—
¿Un qué?
—Un programa de intercambio de castas. La gente de las castas altas intercambian su sitio con los de
las castas bajas, para que sepan lo que es.
—No creo que eso funcione, Aspen, por lo menos no para este proyecto.
—Es una gran idea —insistió—. ¿Te imaginas a alguien como Celeste rompiéndose las uñas al hacer
un inventario en un almacén? Le iría muy bien.
—¿Y a ti ahora qué te pasa? ¿No hay Doses de origen entre los guardias? ¿No son tus amigos?
—A mí no me pasa nada —replicó, a la defensiva—. Soy el mismo de siempre. Eres tú la que se ha
olvidado de lo que es vivir en una casa sin calefacción.
—No se me ha olvidado —le contesté, levantando la cabeza—. Estoy intentando pensar en un
proyecto que sirva para evitar cosas así. Aunque me echen, puede que al final alguien ponga en práctica
mi idea, así que necesito que sea buena. Quiero ayudar a la gente.
—No te olvides, Mer —me imploró Aspen, con un brillo de vehemencia en los ojos—. Este
Gobierno no hizo nada cuando no teníais nada para comer. Dejaron que azotaran a mi hermano en la
plaza. Toda la palabrería del mundo no podrá deshacer lo que somos. Nos dejaron en un rincón para que
nunca pudiéramos salir por nosotros mismos, y no tienen ninguna prisa en sacarnos de allí. No les
interesa, Mer.
Resoplé y me quedé callada.
—¿Adónde vas ahora?
—Me vuelvo a la Sala de las Mujeres —respondí, poniéndome en marcha.
Aspen me siguió.
—¿De verdad estamos discutiendo por una tontería de proyecto?
—No —dije, girándome hacia él—. Estamos discutiendo porque tú tampoco lo pillas. Ahora yo soy
una Tres. Y tú eres un Dos. En lugar de amargarnos la vida con lo que nos han dado, ¿por qué no ves la
ocasión que tienes? Puedes cambiar la vida de tu familia. Probablemente podrías cambiar muchas vidas.
Y lo único que quieres es dejar claro tu enfado. Eso no va a llevarnos a ningún sitio.
Aspen no dijo nada, y yo me fui. Intenté no enfadarme con él por poner pasión en lo que quería. En
cualquier caso, ¿no era esa una cualidad admirable? Pero me hizo pensar tanto en la inamovilidad de las
castas que la situación empezó a ponerme furiosa.
No había nada que pudiera cambiar aquello. Así pues, ¿por qué molestarse?
Toqué el violín. Me di un baño. Intenté dormir una siesta. Me pasé parte de la tarde sentada en la
habitación, en silencio. Me senté en el balcón.
Nada de todo aquello tenía importancia. Estaba acercándose peligrosamente la fecha de exposición
del proyecto, y aún no tenía nada preparado.
Me pasé horas tendida en la cama, intentando dormir, aunque no lo logré. No dejaba de recordar las
palabras de rabia de Aspen, su enfrentamiento constante con lo que le había tocado vivir. Pensé en
Maxon y en su ultimátum, en su lucha constante con la vida que le había tocado llevar. Y entonces me
pregunté si todo aquello tenía alguna importancia, puesto que estaba claro que me iría a casa enseguida,
en cuanto me presentara el viernes sin ningún proyecto que proponer.
Suspiré y eché atrás las mantas. Había estado evitando leer el diario de Gregory otra vez; me
preocupaba que me aportara más preguntas que respuestas. Pero también podía ser que encontrara en él
algo que me orientara, algo de lo que pudiera hablar en el Report.
Además, aunque pudiera evitar leerlo, tenía que saber qué era lo que le había sucedido a su hija.
Estaba bastante segura de que se llamaba Katherine, así que hojeé el libro en busca de cualquier
mención, pasando por alto todo lo demás, hasta que encontré una fotografía de una chica junto a un
hombre que parecía mucho mayor. A lo mejor eran imaginaciones mías, pero daba la impresión de haber
llorado.
Por fin, hoy, Katherine se ha casado con Emil de Monpezat de Swendway. Ha lloriqueado durante todo el
camino hasta la iglesia, hasta que le he dejado claro que, si no se recomponía para la ceremonia, tendría
que vérselas conmigo después. Su madre no está contenta, y supongo que Spencer está disgustado ahora
que se da cuenta de lo poco que le apetecía a su hermana pasar por esto. Pero Spencer es listo. Creo que
entrará en razón enseguida, en cuanto vea las posibilidades que le he abierto. Y Damon siempre apoya
cualquiera de mis decisiones; ojalá pudiera extraer lo que sea que lleva dentro e inyectárselo al resto de
la población. Desde luego, los jóvenes tienen mérito. Es precisamente la generación de Spencer y de
Damon la que más me ha ayudado a llegar hasta aquí. Su entusiasmo es inquebrantable, y a la gente le
gusta mucho más escucharlos a ellos que a algún anciano vetusto que insiste en que nos hemos metido por
el mal camino. No dejo de preguntarme si no habrá un medio para silenciarlos para siempre sin empañar
mi nombre.
En cualquier caso, la coronación está prevista para mañana. Ahora que Swendway ha conseguido como
aliada a la poderosa Unión Norteamericana, podré tener lo que deseo: una corona. Creo que es un trato
justo. ¿Por qué conformarme con ser el presidente Illéa cuando puedo ser el rey Illéa? Por medio de mi
hija he adquirido categoría de realeza.
Todo está en su sitio. Pasado mañana no habrá vuelta atrás.
La vendió. El muy cerdo vendió a su hija a un hombre al que ella aborrecía, solo para conseguir todo
lo que quería.
Me venían ganas de cerrar el libro de nuevo, de acabar con aquello. Pero hice un esfuerzo por seguir
hojeándolo, leyendo pasajes al azar. En un punto se trazaba un esquema del sistema de castas,
originalmente pensado para que tuviera seis niveles en lugar de ocho. En otra página hacía planes para
cambiar el apellido a la gente y distanciarlos así de su pasado. En un párrafo dejaba claro que tenía
pensado castigar a sus enemigos situándolos en lo más bajo de la escala, y premiar a los leales
colocándolos arriba.
Me pregunté si mis antepasados sencillamente no tendrían nada que ofrecer, o si habían opuesto
resistencia. Esperaba que fuera lo segundo.
¿Cuál sería mi apellido real? ¿Lo sabría papá?
Toda la vida me habían hecho creer que Gregory Illéa era un héroe, la persona que había salvado el
país cuando estábamos al borde del olvido. Estaba claro que no era más que un monstruo sediento de
poder. ¿Cómo debía de ser, para manipular a la gente sin pensárselo lo más mínimo? ¿Qué tipo de
hombre sería, si sacrificó a su hija en su propio beneficio?
Miré las anotaciones anteriores con una nueva perspectiva. En ninguna decía que quisiera ser un gran
hombre de familia; solo afirmaba que quería parecerlo. De momento, le seguiría el juego a Wallis.
Estaba usando a los coetáneos de su hijo para ganar apoyos. Estaba haciéndose su montaje desde el
principio.
Me sentí asqueada. Me puse en pie y empecé a caminar arriba y abajo, intentando asimilar todo
aquello.
¿Cómo habían conseguido que aquella historia quedara olvidada? ¿Cómo es que nadie hablaba de los
antiguos países? ¿Dónde estaba toda esa información? ¿Por qué no la conocía nadie?
Abrí los ojos y levanté la mirada al techo. Me parecía imposible. Seguro que habría gente a quien no
le pareciera bien, y ellos les habrían contado la verdad a sus hijos. Y a lo mejor sí que se la habían
contado. A menudo me preguntaba por qué papá nunca me dejaba hablar del viejo libro de historia que
tenía oculto en su habitación, por qué la historia que sí conocía sobre Illéa no aparecía impresa en ningún
lado. Quizá fuera porque, si se hubiera puesto por escrito que Illéa había sido un héroe, la gente se
hubiera rebelado. Pero si siempre había sido una cuestión de debate, en el que uno pensaba que las cosas
eran de un modo y otro las negaba, ¿cómo iba a saber nunca nadie la verdad?
Me pregunté si Maxon conocía todo aquello.
De pronto me vino un recuerdo a la mente. No hacía tanto tiempo, Maxon y yo nos habíamos dado
nuestro primer beso. Había sido tan inesperado que yo me había echado atrás, lo cual le hizo sentirse
incómodo. Cuando me di cuenta de que quería que me besara, le sugerí que simplemente borráramos
aquel recuerdo e introdujéramos uno nuevo.
«America, no creo que podamos cambiar la historia», me había dicho. A lo que yo respondí: «Claro
que podemos. Además, ¿quién más va a saberlo, aparte de ti y de mí?».
Lo había dicho a modo de broma. Por supuesto, si hubiéramos acabado juntos, nos acordaríamos de
lo que había ocurrido realmente, sin importarnos lo tonto que era. En realidad, nunca llegamos a
reemplazar aquel recuerdo con una historia que sonara mejor.
Pero todo aquello de la Selección era un espectáculo. Si a Maxon y a mí nos preguntaran algún día
por nuestro primer beso, ¿le diríamos la verdad a alguien? ¿O nos guardaríamos aquel pequeño detalle,
aquel secreto entre los dos? Cuando muriéramos, nadie se enteraría, y aquel breve momento tan
importante en nuestras vidas desaparecería con nosotros. ¿Podía ser tan simple? ¿Se trataba simplemente
de contar una historia a una generación y repetirla hasta que la aceptaran como hecho probado? ¿Cuántas
veces le había preguntado yo a alguien mayor que mamá o papá sobre lo que sabían o lo que habían visto
sus padres? ¿Qué sabían los mayores? Había sido arrogante por mi parte no pensar siquiera en lo que
pudieran explicar. Me sentí una tonta.
Pero lo importante no era cómo me sintiera yo. Lo importante era decidir qué iba a hacer al respecto.
Había pasado toda mi vida atrapada en un agujero creado en nuestra sociedad; y como me encantaba
la música, nunca me había quejado. Pero quería estar con Aspen, y como él era un Seis, las cosas se
complicaban mucho. Si años atrás Gregory Illéa no hubiera diseñado con tanta frialdad las leyes de
nuestro país, cómodamente sentado en su escritorio, Aspen y yo no habríamos discutido, y yo nunca
habría pensado en Maxon. Maxon no sería ni siquiera príncipe. Marlee tendría las manos intactas, y ella
y Carter no vivirían en una habitación en la que apenas cabía su cama. Gerad, mi encantador hermanito
pequeño, podría estudiar ciencias, si eso era lo que le gustaba, en lugar de verse abocado a dedicarse al
mundo del arte, que no le apasionaba en absoluto.
Para conseguir una vida cómoda en una casa bonita, Gregory Illéa le había robado a la mayor parte
del país la capacidad de siquiera intentar conseguir aquello mismo. Maxon decía que, si quería saber
quién era, solo tenía que preguntarle. Antes me asustaba enfrentarme a la posibilidad de que él también
fuera así, pero tenía que saberlo. Si esperaba que tomara la decisión de si quería seguir en la Selección o
volverme a casa, necesitaba saber de qué pasta estaba hecho.
Me puse las zapatillas y la bata, y salí de la habitación, dejando atrás a un guardia anónimo.
—¿Está bien, señorita? —preguntó.
—Sí. Volveré enseguida.
Daba la impresión de que quería decir algo más, pero me fui demasiado rápido como para darle
opción. Subí las escaleras hasta el tercer piso. A diferencia de otras plantas, había guardias en el rellano
que me impedían llegar siquiera a la puerta de Maxon.
—Necesito hablar con el príncipe —dije, intentando mostrarme decidida.
—Es muy tarde, señorita —repuso el guardia de la izquierda.
—A Maxon no le importará —le aseguré.
El de la derecha se sonrió ligeramente.
—No creo que desee recibir ninguna visita ahora mismo, señorita.
Arrugué la frente, pensativa, mientras intentaba intuir a qué se refería.
Estaba con otra chica.
Era de suponer que sería Kriss, sentada en su habitación, hablando, riendo o quizás olvidando su
norma de no besar.
Una doncella dobló la esquina con una bandeja en las manos y pasó a mi lado para bajar por las
escaleras. Me eché a un lado, intentando decidir si debía dar un empujón a los guardias para abrirme
paso o abandonar. En el momento en que iba a abrir la boca de nuevo, el guardia se me adelantó:
—Debe volver a la cama, señorita.
Habría querido gritarles o hacer algo, porque me sentía impotente. Pero eso no serviría de nada, así
que me fui. Oí que uno de los guardias —el que hacía muecas— murmuraba algo cuando me alejé, y eso
no hizo más que empeorar mi estado de ánimo. ¿Se estaba riendo de mí? ¿Le daba pena? No necesitaba
su compasión. Ya me sentía suficientemente mal.
Cuando llegué de nuevo al segundo piso, me sorprendió ver allí a la doncella que había pasado a mi
lado, arrodillada como si estuviera poniéndose bien el zapato, aunque era evidente que no era eso ni nada
parecido. Cuando me acerqué levantó la cabeza, recogió la bandeja y se me acercó.
—No está en su habitación —susurró.
—¿Quién? ¿Maxon?
Asintió.
—Pruebe abajo.
Sonreí, y meneé la cabeza en un gesto de sorpresa.
—Gracias.
La doncella se encogió de hombros.
—No está en ningún sitio donde no pudiera encontrarle si le busca. Además —dijo, con una mirada
de admiración—, a nosotros nos gusta usted.
Se alejó, dirigiéndose enseguida hacia el primer piso. Me pregunté a qué se refería exactamente con
ese «nosotros», pero de momento me bastaba con aquella sencilla demostración de amabilidad. Me
quedé allí un momento, dejando un espacio entre las dos, y luego me dirigí abajo.
El Gran Salón estaba abierto pero vacío, al igual que el comedor. Miré en la Sala de las Mujeres,
pensando que sería un lugar extraño para una cita, pero tampoco estaban allí. Les pregunté a los guardias
de la puerta, y estos me aseguraron que Maxon no había salido a los jardines, así que miré en algunas de
las bibliotecas y salones hasta que por fin supuse que Kriss y él debían de haberse separado ya, o que
habrían vuelto a la habitación de él.
Resignada, giré una esquina y me dirigí a la escalera de atrás, que estaba más cerca que la principal.
No vi nada, pero al acercarme oí claramente un susurro. Me aproximé más poco a poco; no quería
molestar, y tampoco estaba del todo segura de dónde procedía aquel sonido.
Otro susurro.
Una risita traviesa.
Un cálido suspiro.
Los sonidos se hicieron más claros, y por fin no tuve dudas respecto de dónde procedían. Di un paso
más adelante, miré a la derecha y vi a una pareja abrazándose entre las sombras. Cuando por fin los ojos
se me adaptaron a la luz y conseguí distinguir lo que veía, me quedé impresionada.
El cabello rubio de Maxon era inconfundible, incluso en la oscuridad. ¿Cuántas veces lo había visto
así en la penumbra de los jardines? Pero lo que no había visto antes, ni había podido imaginarme, era el
aspecto de aquel cabello entre los largos dedos de Celeste, con las uñas pintadas de rojo.
Maxon estaba aprisionado entre la pared y el cuerpo de Celeste. Ella tenía la mano contra el pecho de
él, y con la pierna lo rodeaba; la raja de su vestido la dejaba bien a la vista, teñida de un tono azul en la
oscuridad del pasillo.
Ella se echó atrás un poco, para caer de nuevo lentamente sobre su cuerpo, jugando con él.
Me quedé esperando a que él le dijera que se apartara, que ella no era lo que él quería. Pero no lo
hizo. Al contrario, la besó. Ella se regodeó en el beso y volvió a soltar una risita. Maxon le susurró algo
al oído, y Celeste se le acercó y volvió a besarle, con más fuerza, más profundamente que antes. Se le
cayó el tirante del vestido, dejándole al descubierto el hombro y un trozo enorme de la piel de su
espalda. Ninguno de los dos se molestó en recolocarlo en su sitio.
Yo estaba helada. Habría querido gritar, pero tenía un nudo en la garganta. De todas las chicas…,
¿por qué tenía que ser ella?
Los labios de Celeste se deslizaron desde la boca de Maxon hasta su cuello. Soltó otra risita
repugnante y le besó otra vez. Maxon cerró los ojos y sonrió. Ahora que Celeste ya no lo tapaba, lo veía
perfectamente. Quería salir corriendo de allí. Quería desaparecer, evaporarme, pero me quedé allí
plantada.
Así que cuando Maxon abrió los ojos, me vio.
Mientras Celeste trazaba dibujos con sus besos en su cuello, él y yo nos quedamos mirándonos. Su
sonrisa había desaparecido, de pronto se había quedado petrificado. Aquella mirada de asombro me hizo
por fin coger fuerzas para moverme. Celeste no se había dado cuenta, así que retrocedí en silencio, sin
respirar siquiera.
Cuando ya no podían oírme, eché a correr, pasando a toda velocidad junto a todos los guardias y
mayordomos que trabajaban hasta tarde. Las lágrimas empezaron a asomar antes de que pudiera llegar a
la escalera principal.
Subí a toda prisa y me dirigí a mi habitación. Dejé atrás al guardia, que parecía preocupado, y entré.
Me senté en la cama, de cara al balcón. En el silencio de mi habitación, sentí el dolor en mi interior. Qué
tonta, America, qué tonta.
Me iría a casa. Olvidaría que todo aquello había ocurrido. Y me casaría con Aspen.
Aspen era el único con el que podía contar.
No pasó mucho rato hasta que llamaron a mi puerta. Maxon entró sin esperar respuesta. Cruzó la
estancia como una exhalación, aparentemente tan furioso como yo.
Antes de que pudiera decirme una palabra, ataqué.
—Me has mentido.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—¿Cuándo no? ¿Cómo puede ser que la misma persona que hablaba de proponerme matrimonio se
ponga a hacer esas cosas en un pasillo con alguien como ella?
—Lo que yo haga con ella no tiene absolutamente nada que ver con lo que siento por ti.
—Estás de broma, ¿no? ¿O es que, al ser un futuro rey, tengo que suponer que es aceptable que te
dejes sobar por alguna chica semidesnuda cada vez que te apetezca?
Maxon parecía herido.
—No, eso no es así.
—¿Y por qué ella? —pregunté, levantando la vista al techo—. ¿Por qué, de todas las mujeres del
planeta, ibas a quererla a ella?
Cuando le miré en busca de una respuesta, él meneó la cabeza y paseó la mirada por la habitación.
—Maxon, Celeste es una actriz, un fraude. Deberías ver que debajo de todo ese maquillaje y de ese
sujetador de realce que lleva no hay más que una chica que quiere manipularte para conseguir todo lo que
desea.
Maxon reprimió una risa.
—De hecho, lo veo perfectamente.
Verlo tan tranquilo me sorprendió.
—Entonces, ¿por qué…?
Pero ya tenía mi respuesta.
Lo sabía. Claro que lo sabía. Había crecido en aquel ambiente. Probablemente los diarios de Gregory
le servían de lectura de cabecera. Había sido una tonta por esperar otra cosa. ¡Qué simple había sido!
Yo, pensando todo el tiempo que si había alguien que se adaptara mejor al papel de princesa, sería Kriss.
Era encantadora y paciente, y un millón de cosas que yo no era. Pero la veía junto a un Maxon diferente.
Para el hombre que él tendría que ser si quería seguir las huellas de Gregory Illéa, la única chica posible
era Celeste. Nadie más disfrutaría tanto pisoteando a todo un país.
—Bueno, pues ya está —dije, haciendo borrón y cuenta nueva con un movimiento de las manos—.
Querías que tomara una decisión, y aquí la tienes: ya no puedo más. Dejo la Selección, dejo todas estas
mentiras, y sobre todo te dejo a ti. Dios, no puedo creerme lo tonta que he sido.
—Tú no dejas nada, America —se apresuró a contradecirme, con una mirada que decía más que sus
palabras—. Lo dejarás cuando yo diga que lo dejas. Ahora mismo estás contrariada, pero no lo dejas.
Me llevé las manos al cabello, sintiendo que, en cualquier momento, podía arrancármelo de raíz.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no lo quieres ver? ¿Qué te hace pensar que se me olvidará lo que acabo
de ver? Odio a esa chica. Y tú la estabas besando. No quiero saber nada de ti.
—¡Por Dios, nunca me dejas decir ni una palabra!
—¿Qué podrías decir para explicar algo así? Envíame a casa. No quiero seguir aquí.
Nuestra conversación había ido tan rápida que su silencio de pronto resultó incómodo.
—No.
Estaba furiosa. ¿No era eso exactamente lo que quería de mí?
—Maxon Schreave, no eres más que un crío que tiene entre manos un juguete que no quiere pero que
no puede soportar ceder a otro niño.
Maxon respondió en voz baja:
—Entiendo que estés enfadada, pero…
Le di un empujón.
—¡Estoy más que enfadada!
Maxon mantuvo la calma.
—America, no me llames crío. Y no me empujes.
Volví a empujarle.
—¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer para evitarlo?
Maxon me agarró de las muñecas, torciéndome el brazo detrás de la espalda, y vi la rabia en sus ojos,
lo cual me alegró. Quería que me provocara. Quería tener un motivo para hacerle daño. En aquel
momento habría podido hacerle pedazos con mis propias manos.
Pero no estaba enfadado. En lugar del enfado, sentí aquella cálida corriente de electricidad que
echaba tanto de menos. Su cara estaba a unos centímetros de la mía, y sus ojos buscaban los míos, quizá
preguntándose cómo lo recibiría, o quizá sin importarle lo más mínimo. Aunque todo aquello era una
locura, lo deseaba igualmente. Mis labios se abrieron antes de darme cuenta siquiera de lo que estaba
sucediendo.
Agité la cabeza, confusa, y di un paso atrás en dirección al balcón. Él no hizo ningún esfuerzo para
retenerme. Respiré hondo un par de veces y luego me giré hacia él.
—¿Me vas a enviar a casa? —le pregunté, en voz baja.
Maxon negó con la cabeza, sin poder o sin querer decir palabra.
Me arranqué su pulsera de la muñeca y la tiré al suelo.
—Entonces vete —murmuré.
Me giré hacia el balcón y esperé unos momentos hasta oír el clic de la puerta al cerrarse. En cuanto
Maxon se hubo ido, me dejé caer al suelo y me eché a llorar.
Celeste y él se parecían mucho. Toda su vida era una ficción. Y yo sabía que Maxon se pasaría el
resto de la vida engatusando a la opinión pública para que pensaran que era maravilloso, al tiempo que
los tenía a todos atados de pies y manos. Igual que Gregory.
Me quedé sentada en el suelo, con las piernas cruzadas bajo la bata. Estaba muy disgustada con
Maxon, pero más aún conmigo misma. Tendría que haber luchado más duro. Debía haber hecho más. No
debería estar ahí, sentada, derrotada.
Me sequé las lágrimas y analicé la situación. Había acabado con Maxon, pero seguía allí. Había
acabado con la competición, pero, aun así, tenía que hacer una presentación. Quizás Aspen pensara que
no era lo suficientemente fuerte como para ser princesa —y estaba en lo cierto—, pero tenía fe en mí.
Eso lo sabía. Y también mi padre. Y Nicoletta.
Ya no me interesaba ganar. Así pues, ¿qué podía hacer para salir de allí con un buen golpe de efecto?

sábado, 25 de julio de 2015

La elite Kiera Cass Capitulo 25

—¿Clases particulares? —preguntó Silvia—. ¿Quieres decir varias a la semana?
—Claro —respondí.
Por primera vez desde mi llegada, estaba profundamente agradecida a Silvia. Sabía que no podría
resistirse ante la idea de tener a alguien dispuesto a escuchar todo lo que tenía que decir, y si aquello me
suponía un trabajo extra, me iría bien para estar ocupada.
Pensar en Maxon, en Aspen, en el diario y en las chicas se me hacía demasiado pesado. El protocolo
era algo que no tenía vuelta de hoja. Los pasos para presentar una proposición de ley eran invariables.
Ese tipo de cosas sí podía llegar a aprenderlas.
Silvia me miró, aún algo sorprendida, y al momento me mostró una gran sonrisa. Me dio un abrazo y
exclamó:
—Oh, esto es fantástico. Por fin una de vosotras entiende lo importante que es esto —se separó, pero
siguió agarrándome con los brazos extendidos—. ¿Cuándo quieres empezar?
—¿Ahora?
—Déjame ir a buscar unos libros —respondió, pletórica.
Me impliqué de lleno en el estudio, agradecida por cada palabra, concepto y estadística que me metía
en la cabeza. Cuando no estaba con Silvia, estaba leyendo algún texto en las innumerables horas que
pasaba en la Sala de las Mujeres; cualquier cosa menos pasar el rato con las otras chicas.
Trabajé mucho, y no veía la hora de que las cinco tuviéramos una nueva clase conjunta.
Cuando llegó, Silvia empezó por preguntarnos qué era lo que más nos apasionaba. Yo escribí que mi
familia, la música y, luego, como si fuera algo inevitable, la justicia.
—El motivo por el que os lo pregunto es porque la reina siempre suele presidir algún comité de algún
tipo, algo en beneficio del país. La reina Amberly, por ejemplo, impulsó un programa para formar a las
familias para que puedan hacerse cargo de cualquier miembro discapacitado físico o mental. Muchos
acaban en la calle cuando las familias no saben qué hacer con ellos, y el número de Ochos va creciendo
alarmantemente. Las estadísticas de estos últimos diez años han demostrado que su programa ha ayudado
a reducir esa cifra, lo que ha contribuido a la seguridad de la población en general.
—¿Y nosotras tenemos que idear un programa de ese tipo? —preguntó Elise, algo nerviosa.
—Sí, ese será vuestro nuevo proyecto —respondió Silvia—. En el Capital Report de dentro de dos
semanas se os pedirá que presentéis vuestra idea y que propongáis cómo podría ponerse en marcha.
A Natalie se le escapó un gritito ahogado. Celeste puso la mirada en el cielo. Kriss tenía aspecto de
estar pensando ya en algo. Su entusiasmo inmediato me puso algo nerviosa.
Recordé que Maxon había hablado de una eliminación inminente. Daba la impresión de que Kriss y
yo teníamos una ligera ventaja, pero, aun así, era preocupante.
—¿De verdad servirá esto para algo? —preguntó Celeste—. La verdad es que preferiría aprender
algo que realmente nos fuera útil.
Era evidente que aquel tono de preocupación escondía que la idea la aburría o la intimidaba.
Silvia parecía consternada.
—¡Claro que os será útil! La que se convierta en princesa estará al cargo de un proyecto filantrópico.
Celeste murmuró algo y se puso a juguetear con un bolígrafo. No soportaba que deseara tanto el cargo
pero ninguna de sus responsabilidades.
«Yo sería mejor princesa que ella», pensé. Y en aquel momento me di cuenta de que aquello no era
falso del todo. No tenía sus contactos ni el saber estar de Kriss, pero al menos estaba más implicada. ¿O
es que eso no importaba?
Por primera vez en mucho tiempo, me sentía entusiasmada. Ahí tenía un proyecto que me permitiría
demostrar lo único que me distanciaba de las otras. Estaba decidida a volcarme en ello y, con un poco de
suerte, crearía algo que valiera la pena. A lo mejor acabaría perdiendo la competición; quizá ni siquiera
me interesara ganar. Pero si no llegaba a ser princesa, al menos me acercaría todo lo posible, y haría las
paces con la Selección.
Imposible. Por mucho que lo intentara, no se me ocurría ni una idea para mi proyecto filantrópico.
Pensé, leí y volví a pensar. Les pregunté a mis doncellas, pero no me dieron ninguna idea. Le habría
consultado a Aspen, pero hacía días que no sabía de él. Supuse que sería especialmente precavido, ahora
que Maxon estaba en palacio.
Lo peor era que parecía claro que Kriss estaba ya enfrascada en su presentación. Se ausentaba mucho
de la Sala de las Mujeres para ir a leer; y cuando estaba presente, permanecía absorta en alguna lectura o
tomaba notas sin parar. Maldición.
Cuando llegó el viernes, sentí que me moría al darme cuenta de que solo me quedaba una semana y
que seguía sin perspectivas en el horizonte. Durante el Report, Gavril explicó la estructura del programa
siguiente, explicando que, tras unos anuncios breves, el resto de la noche se dedicaría a nuestras
presentaciones.
Un sudor frío me cubrió la frente.
Pillé a Maxon mirándome. Levantó la mano y se tiró de la oreja, y yo no estaba segura de qué hacer.
No es que quisiera decirle que sí, pero tampoco quería que pensara que me lo quitaba de encima. Me tiré
del lóbulo, y él pareció aliviado.
Nerviosa, esperé a que se presentara, retorciéndome el cabello entre los dedos y caminando por la
habitación, arriba y abajo.
Maxon llamó suavemente y luego entró, como solía hacer. Le recibí de pie, con la sensación de que
necesitaba un ambiente algo más formal de lo habitual. Tenía claro que aquello era ridículo, pero
tampoco podía evitarlo.
—¿Cómo estás? —me preguntó, cruzando la habitación.
—¿La verdad? Nerviosa.
—Es por lo guapo que estoy, ¿verdad?
Puso una cara simpática y me reí.
—Debería apartar la mirada —dije, siguiéndole la broma—. De hecho, es más bien por ese proyecto
filantrópico.
—Oh —soltó, sentándose en mi mesa—. Si quieres puedes practicar presentándomelo a mí primero.
Kriss lo ha hecho.
Sentí que me deshinchaba. Claro. Cómo no.
—Aún no tengo ni la idea —confesé, sentándome frente a él.
—Ah. Bueno, imagino que eso es lo que te tiene tan nerviosa.
Le miré, dejando claro que no tenía ni idea de hasta qué punto.
—¿Qué es lo más importante para ti? Tiene que haber algo que realmente te toque la fibra y que a las
demás se les pase por alto —dijo Maxon, acomodándose en la silla, con una mano sobre la mesa.
¿Cómo podía estar tan tranquilo? ¿No veía lo nerviosa que estaba yo?
—Llevo toda la semana dándole vueltas y no se me ha ocurrido nada.
Soltó una risita.
—Pensaba que para ti sería más fácil que para las demás. Tú te has enfrentado a más dificultades que
las otras cuatro juntas.
—Exactamente, pero nunca he sabido cómo cambiar nada de eso. Ese es el problema —me quedé con
la mirada fija sobre la mesa, recordando Carolina con toda claridad—. Lo recuerdo todo… Los Sietes
que se lesionan con esos trabajos por días tan duros y que de pronto son degradados a Ochos porque ya
no pueden trabajar. Las chicas que recorren las calles al límite del toque de queda, metiéndose en las
camas de tipos solitarios por cuatro chavos. Los niños que nunca tienen lo que necesitan (suficiente
comida, calefacción, cariño) porque sus padres se pasan la vida trabajando. Recuerdo mis peores días
perfectamente. Pero pensar en algo para ponerle remedio… —meneé la cabeza—. ¿Qué podría decir?
Le miré, esperando encontrar una respuesta en sus ojos. Pero no la había.
—Está muy bien expresado —dijo, y se calló.
Pensé en todo lo que le había dicho y en su respuesta. ¿Quería decir que sabía más de los planes de
Gregory de lo que yo pensaba? ¿O que se sentía culpable por tener tanto mientras otros tenían tan poco?
Suspiró.
—En realidad no esperaba hablar de eso esta noche.
—¿Qué es lo que tenías in mente?
Maxon me miró como si estuviera loca.
—Hablar de ti, por supuesto.
—¿De mí? —dije, pasándome el pelo tras la oreja—. ¿De qué, exactamente?
Cambió de posición, ladeando la silla para que estuviéramos más cerca e inclinando el cuerpo hacia
delante, como si fuera un secreto.
—Pensé que, una vez que vieras que Marlee estaba bien, las cosas cambiarían. Estaba seguro de que
podrías volver a sentir algo por mí. Pero no ha ocurrido. Incluso esta noche, que has accedido a verme, te
muestras muy distante.
Así que se había dado cuenta.
Pasé los dedos por la mesa, sin mirarle a los ojos.
—No es exactamente que tenga un problema contigo. Es con la situación —me encogí de hombros—.
Pensé que lo sabías.
—Pero después de lo de Marlee…
Levanté la cabeza.
—Después de lo de Marlee han seguido pasando cosas. De pronto empiezo a entender lo que
significaría ser princesa, y un minuto después dejo de entenderlo. No soy como las otras chicas. Soy la
que procede de la casta más baja; y quizá Elise fuera una Cuatro, pero su familia es muy diferente a la
mayoría de los Cuatros. Tienen tantas propiedades que me sorprende que aún no hayan pagado para
ascender. Y tú te has criado en este entorno. Para mí es un gran cambio.
Asintió, sin perder aquella paciencia infinita que tenía.
—Eso lo entiendo, America. En parte ese es el motivo por el que he querido darte tiempo. Pero tú
también tienes que pensar en mí.
—Lo hago.
—No, así no. No como parte de la ecuación. Ponte en mi lugar. No me queda mucho tiempo. El
proyecto filantrópico será el detonante de otra eliminación. Supongo que eso ya te lo habrás imaginado.
Bajé la cabeza. Claro que lo había pensado.
—¿Y qué debo hacer cuando solo quedéis cuatro? ¿Darte más tiempo? Cuando solo queden tres, se
supone que tengo que escoger. Si solo quedáis tres y tú sigues con tus dudas sobre si quieres aceptar o no
la responsabilidad, el trabajo, si me quieres a mí… ¿Qué debo hacer entonces?
Me mordí el labio.
—No lo sé.
Maxon meneó la cabeza.
—Eso no puedo aceptarlo. Necesito una respuesta. Porque no puedo enviar a casa a alguien que
desee realmente esto, que me quiera a mí, si al final tú te vas a echar atrás.
—Entonces —respondí, tras coger aire—, ¿tengo que darte una respuesta ahora mismo? Ni siquiera
sé qué es a lo que tengo que responder. Si digo que deseo quedarme, ¿quiere decir eso que quiero ser la
elegida? Porque eso no lo sé —sentí que se me tensaban los músculos, como si se prepararan para salir
corriendo.
—No tienes que decir nada ahora, pero cuando llegue el día del Report tendrás que saber si quieres
esto o no lo quieres. No me gusta tener que darte un ultimátum, pero yo tengo que jugármela, y no parece
que te importe mucho —suspiró antes de proseguir—. La verdad es que no quería que la conversación
fuera por ahí. Quizá debería irme —dijo, y su tono dejaba claro que esperaba que le pidiera que se
quedara, que todo iba a arreglarse.
—Sí, creo que será mejor —susurré.
Agitó la cabeza, irritado, y se puso en pie.
—Muy bien —dijo, y atravesó la habitación con pasos rápidos y furiosos—. Iré a ver qué hace Kriss.

La elite Kiera Cass Capitulo 24

Los dos días siguientes comí en la habitación, y así conseguí evitar a Kriss hasta la cena del
miércoles. Pensé que para entonces ya no me sentiría tan incómoda, pero estaba equivocada. Ambas nos
sonreímos en silencio, pero no pude decirle nada. Casi habría deseado estar en el otro lado de la sala,
sentada entre Celeste y Elise. Casi.
Justo antes de que sirvieran el postre, Silvia vino todo lo rápido que le permitían sus zapatos de
tacón. Su reverencia fue especialmente breve, y enseguida se dirigió a la reina y le susurró algo al oído.
La reina dio un respingo y salió corriendo de la sala con Silvia, dejándonos solas.
Nos habían enseñado que en ningún caso debíamos elevar la voz, pero en aquel momento no pudimos
contenernos.
—¿Alguien sabe lo que pasa? —dijo Celeste, inusualmente preocupada.
—¿Creéis que los habrán herido? —preguntó Elise.
—Oh, no —exclamó Kriss, y apoyó la cabeza en la mesa.
—No pasa nada, Kriss. Toma un trocito de tarta —intervino Natalie.
Me quedé sin habla, asustada con solo pensar en lo que podía significar aquello.
—¿Y si los han capturado? —soltó Kriss, preocupada.
—No creo que los de Nueva Asia hicieran eso —respondió Elise, aunque estaba claro que también
parecía preocupada.
No sé si su preocupación era estrictamente por la seguridad de Maxon, o si porque cualquier agresión
por parte de su gente podía acabar con sus posibilidades.
—¿Y si el avión se ha estrellado? —soltó Celeste, en voz baja.
Levanté la vista, y me sorprendió ver una expresión de temor real en su rostro. Aquello bastó para
que nos quedáramos todas en silencio.
¿Y si Maxon estaba muerto?
La reina Amberly volvió, y Silvia tras ella, y nosotras nos las quedamos mirando, ansiosas.
Para nuestro alivio, estaba radiante.
—Buenas noticias, señoritas. ¡El rey y el príncipe volverán esta noche! —exclamó.
Natalie dio palmas, y Kriss y yo nos dejamos caer al mismo tiempo sobre el respaldo de nuestras
sillas. No me había dado cuenta de lo tensa que estaba.
—Como han tenido unos días tan intensos —intervino Silvia—, hemos decidido evitar cualquier
celebración. Dependiendo de la hora a la que salgan de Nueva Asia, es posible que no los veamos hasta
la noche.
—Gracias, Silvia —dijo la reina, agradecida. En realidad, ¿a quién le importaban las celebraciones?
—. Perdónenme, señoritas, pero tengo trabajo que hacer. Disfruten de su postre y que pasen una buena
noche —dijo, y acto seguido se dio la vuelta y salió por la puerta como si apenas tocara el suelo.
Kriss salió unos segundos después. A lo mejor estaba preparando una tarjeta de bienvenida.
Después de aquello, comí rápidamente y me volví arriba. Mientras recorría el pasillo en dirección a
mi habitación, vi un brillo rubio bajo una gorra blanca y el movimiento de la falda negra del uniforme de
una doncella corriendo hacia las escaleras del otro extremo del pasillo. Era Lucy, y daba la impresión de
que estaba llorando. Parecía tan decidida a alejarse sin que la vieran que opté por no ir tras ella.
Al girar la esquina que daba a mi habitación, vi que mi puerta estaba abierta de par en par. Al otro
lado discutían Anne y Mary, y sin la puerta de por medio sus voces llegaban al pasillo, desde donde pude
escuchar lo que decían.
—… ¿Por qué tienes que ser siempre tan dura con ella? —protestaba Mary.
—¿Era mejor callar? ¿Y dejarle que se crea que puede conseguir siempre lo que quiera? —replicó
Anne.—
¡Sí! ¿Qué daño le iba a hacer decirle simplemente que confiabas en ella?
¿Qué es lo que pasaba? ¿Por qué parecían tan distantes las tres últimamente?
—¡Pica demasiado alto! —exclamó Anne—. No está bien darle falsas esperanzas.
—¡Venga ya! —respondió Mary, sarcástica—. Sí, claro, y todo lo que le has dicho ha sido por su
bien. ¡Has sido cruel! —la acusó.
—¿Qué? —se defendió Anne.
—Que has sido cruel. No puedes soportar que ella tenga más posibilidades de conseguir lo que tú
deseas —le gritó Mary—. Siempre has tratado a Lucy con condescendencia porque no se crio en palacio
tantos años como tú, y siempre has tenido celos de mí porque yo nací aquí. ¿Por qué no puedes estar
contenta con lo que eres en lugar de atacarla para sentirte mejor?
—¡Eso no es verdad! —dijo Anne, y la voz se le quebró.
El llanto reprimido de Anne bastó para silenciar a Mary. A mí también me habría hecho callar. Que
Anne llorara parecía algo imposible.
—¿Tan malo es que desee algo más que esto? —preguntó, con la voz pastosa por efecto de las
lágrimas—. Entiendo que ocupar esta posición es un honor, y estoy contenta con mi trabajo; pero no
quiero hacer esto el resto de mi vida. Quiero más. Quiero un marido. Quiero… —y por fin se derrumbó.
El corazón se me rompió en pedazos. El único modo que tenía Anne de dejar su trabajo era casarse.
Y no es que por los pasillos del palacio fuera a pasar un desfile de Treses o Cuatros en busca de una
doncella para tomarla como esposa. La verdad es que no tenía modo de cambiar de vida.
Suspiré, respiré hondo y entré en la habitación.
—Lady America —saludó Mary, con una reverencia.
Anne hizo lo propio. Por el rabillo del ojo vi cómo se limpiaba a toda prisa las lágrimas del rostro.
Teniendo en cuenta su orgullo, no me pareció que fuera buena idea hablar de aquello, así que pasé de
largo y me dirigí al espejo.
—¿Cómo está? —me preguntó Mary.
—Muy cansada. Creo que me voy a ir a la cama enseguida —dije, mientras me dedicaba a quitarme
horquillas del pelo—. ¿Sabéis qué? ¿Por qué no vais las dos a descansar? Yo ya me puedo arreglar sola.
—¿Está segura, señorita? —preguntó Anne, haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura.
—Sí, claro. Ya nos veremos mañana.
Por suerte, no hizo falta que insistiera. No quería que se ocuparan de mí en aquel momento, y
probablemente ellas tampoco tendrían muchas ganas. Cuando conseguí quitarme el vestido, me tendí en la
cama un buen rato, pensando en Maxon.
No estaba segura siquiera de qué pensaba de él. Todo era algo vago y borroso, pero no podía dejar
de pensar en la gran felicidad que había sentido al saber que estaba bien y que había emprendido el
camino de regreso. En parte, me preguntaba si habría pensado en mí todo aquel tiempo que había estado
fuera.
Di vueltas en la cama durante horas, muy inquieta. Hacia la una de la mañana pensé que, ya que no
podía dormir, quizá podría leer. Encendí la lámpara y saqué el diario de Gregory. Me salté las
anotaciones de otoño y pasé a una de febrero.
A veces casi me da por reír al pensar en lo sencillo que ha sido. Si existiera un manual sobre cómo
derrocar gobiernos, yo sería la estrella. O quizá podría escribirlo yo mismo. No estoy seguro de cuál
sería el primer paso, ya que en realidad no puedes obligar a un país a que intente invadir a otro, ni poner
a un hatajo de idiotas al mando de algo que ya existe, pero sin duda animaría a cualquier aspirante a líder
a que se hiciera con enormes cantidades de dinero por cualquier medio.
No obstante, la fascinación por el dinero no basta. Tienes que poseerlo y estar en disposición de imponer
tu voluntad sobre los demás. Mi falta de formación política no ha sido un problema a la hora de conseguir
aliados. De hecho, diría que uno de mis principales méritos es el de haberlo evitado. Nadie confía en los
políticos. ¿Por qué iban a hacerlo? Wallis se ha pasado años haciendo promesas vacías con la esperanza
de que alguna de ellas se hiciera realidad, y no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Yo, por mi
parte, ofrezco la idea de algo más. Sin garantías, simplemente ese atisbo de esperanza de que el cambio
puede llegar. En este momento ni siquiera importa en qué puede consistir el cambio. Están tan
desesperados que no les importa. Ni siquiera se les ocurre preguntar.
Quizá la clave sea mantener la calma mientras los demás se dejan llevar por el pánico. Ahora odian tanto
a Wallis que casi se podría decir que me ha cedido la presidencia, y nadie se queja. Yo no digo nada, no
hago nada; simplemente exhibo una sonrisa amable mientras todo el mundo a mi alrededor se sume en la
histeria. Con una mirada a ese cobarde que tengo al lado, no queda duda de que quedo mejor en lo alto de
la tarima o dándole la mano a un primer ministro. Y Wallis está tan desesperado por tener a su lado a
alguien que cuente con el favor de la gente que estoy seguro de que, con solo llegar a un par de acuerdos
tácitos con él, tendré el control de todo.
Este país es mío. Me siento como un niño con un juego de ajedrez, jugando una partida que sabe que
ganará. Soy más listo, más rico y estoy mucho más cualificado a los ojos de un país que me adora por
motivos que nadie parece capaz de definir. Cuando alguien se pare a pensarlo, ya no importará. Puedo
hacer lo que quiera, y no hay nadie que me pueda detener. Así pues, ¿ahora qué?
Creo que es hora de dejar que se hunda el sistema. Esta lastimosa República ya se ha venido abajo y
apenas funciona. La cuestión, en el fondo, es… ¿con quién me debo aliar? ¿Cómo puedo hacer que esto se
convierta en algo que me pida el pueblo?
Tengo una idea. A mi hija no le gustará, pero, en realidad, eso no me preocupa. Ya es hora de que
demuestre su utilidad.
Cerré el libro de golpe, confundida y frustrada. ¿Me estaba perdiendo algo? ¿Dejar que el sistema se
hunda? ¿Imponer su voluntad sobre los demás? ¿Es que la estructura de nuestro país no era fruto de una
necesidad, sino un capricho?
Me planteé seguir buscando en el libro qué era lo que le había ocurrido a su hija, pero ya estaba tan
desorientada que decidí no hacerlo. Preferí salir al balcón, con la esperanza de que el aire fresco me
ayudara a asimilar lo que acababa de leer.
Miré al cielo, intentando procesar aquellas palabras, pero ni siquiera sabía por dónde empezar.
Suspiré y dejé vagar la mirada por los jardines, hasta que un brillo blanco me llamó la atención. Maxon
estaba paseando a solas. Por fin estaba en casa. Llevaba la camisa por fuera, y no llevaba ni abrigo ni
corbata. ¿Qué hacía ahí fuera tan tarde? Vi que tenía en la mano una de sus cámaras. Él también debía de
estar pasando una mala noche.
Dudé un momento, pero… ¿con quién más podía hablar de aquello?
—¡Chis!
Él se giró de golpe, buscando el lugar de origen del siseo. Volví a hacerlo, agitando los brazos hasta
que me vio. De pronto apareció una sonrisa en su rostro, y me devolvió el saludo. Me tiré de la oreja,
esperando que pudiera verlo. Él hizo lo mismo. Le señalé a él, y luego a mi habitación. Él asintió, y me
mostró un dedo para indicarme que tardaría un minuto. Asentí de nuevo y volví a mi habitación, al tiempo
que él entraba en palacio.
Me puse una bata y me pasé los dedos por el cabello, intentando aparentar tranquilidad. No estaba
segura del todo de cómo hablarle de aquello, porque se trataba, básicamente, de preguntarle a Maxon si
su cargo se basaba en un montaje mucho menos altruista de lo que se hacía creer a la gente. Cuando ya
empezaba a preguntarme por qué tardaría tanto, llamó a la puerta.
Corrí a abrirla y me encontré con el objetivo de su cámara, que hizo un clic y captó mi sonrisa
sorprendida. Mi expresión se transformó en algo que expresaba lo poco que me gustaba ser víctima de
aquellas bromitas, y él también capturó aquella otra imagen, divertido.
—Eres un bobo. Pasa —le ordené, agarrándole del brazo.
Él se dejó.
—Lo siento, no he podido evitar la tentación.
—Te has tomado tu tiempo —le regañé, sentándome al borde de la cama.
Tomó asiento a mi lado, separándose un poco para que pudiéramos estar cara a cara.
—He tenido que pasar por mi habitación —dijo, dejando la cámara sobre mi mesita de noche y
agitando mi frasquito con el céntimo dentro. Hizo un ruidito que era casi como una risa y se giró hacia mí
de nuevo, sin explicarme el porqué del rodeo.
—Bueno. ¿Y qué tal tu viaje?
—Raro —confesó—. Acabamos yendo a las zonas rurales de Nueva Asia. Mi padre dijo que había
alguna disputa localizada, pero cuando llegamos todo estaba bien —sacudió la cabeza—. La verdad es
que no tiene sentido. Pasamos unos días paseando por viejas ciudades e intentando hablar con los
nativos. Mi padre está bastante decepcionado con mi dominio del idioma e insiste en que estudie más.
Como si no tuviera bastante que hacer estos días —dijo, con un suspiro.
—Es algo raro.
—Supongo que sería algún tipo de prueba. Últimamente me va poniendo pruebas, y no siempre sé
cuándo llegan. Quizá quería evaluar mis aptitudes para la toma de decisiones o para enfrentarme a lo
inesperado. No estoy seguro —añadió, encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, si era una
prueba, no la he superado —jugueteó con los dedos un instante—. También quería hablarme de la
Selección. Supongo que le parecería que me iría bien distanciarme, para tomar perspectiva o algo así. La
verdad es que estoy algo cansado de que todo el mundo decida por mí algo que se supone que depende de
mí.
Estaba segura de que la idea de perspectiva que tenía el rey suponía hacer que Maxon se olvidara de
mí. Había visto cómo les sonreía a las otras chicas en las comidas y cómo las saludaba por los pasillos.
Conmigo nunca lo había hecho. De pronto me sentí incómoda y no supe qué decir.
Y al parecer, Maxon tampoco.
Decidí que no era el momento de preguntarle por el diario. Hablaba de aquellas cosas con tanta
humildad —de cómo gobernaba, del tipo de rey que quería ser— que no podía exigirle unas respuestas
que quizá ni siquiera tuviera. En el fondo no podía dejar de pensar que sabía más de lo que me contaba,
pero debía averiguar más antes de preguntarle.
Maxon se aclaró la garganta y se sacó una tira de cuentas del bolsillo.
—Como te decía, caminamos por una serie de pueblos y ciudades, y en la tienda de una anciana vi
esto. Es azul —dijo, subrayando lo evidente—. Me parece que te gusta el azul.
—Me encanta el azul —susurré.
Me quedé mirando la pulserita. Unos días atrás, Maxon estaba paseando por el otro extremo del
mundo, vio aquello en una tienda… y le hizo pensar en mí.
—No encontré nada para nadie más, así que me gustaría que no se lo dijeras a nadie —dijo. Asentí
—. De todos modos, tampoco eres de las que van por ahí presumiendo —añadió.
No podía dejar de mirar la pulsera. Era muy sencilla, de unas piedras pulidas que, en realidad, no
eran ni semipreciosas. Alargué la mano y pasé un dedo por encima de una de aquellas cuentas ovaladas.
Maxon agitó la pulsera con la mano, para hacerme reír.
—¿Quieres que te ayude a ponértela?
Asentí y le ofrecí la muñeca en la que no tenía el botón de Aspen. Maxon apoyó las frías piedras
sobre mi piel y ató la cinta que las mantenía unidas.
—Preciosa —dijo.
Y ahí aparecía de nuevo la esperanza, abriéndose paso entre tantas preocupaciones.
De pronto todo lo que me pesaba en el corazón se tornaba liviano, y volvía a echarle de menos.
Quería borrarlo todo desde Halloween, volver a aquella noche, y quedarme con aquellas dos personas
que bailaban en el salón. Y, por otra parte, al mismo tiempo, el corazón se me venía abajo. Si
volviéramos a estar en Halloween, no tendría motivos para dudar de su regalo.
Aunque me creyera que era todo lo que mi padre decía que era, todo lo que Aspen decía que no
era…, no podía ser… Kriss era mejor.
Estaba tan agotada, tensa y confundida que me puse a llorar.
—¿America? —preguntó, vacilante—. ¿Qué te pasa?
—Es que no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó, en voz baja, y se me ocurrió pensar que había aprendido
mucho últimamente sobre cómo tratar a una chica que llora.
—A ti —confesé—. La verdad es que ahora mismo me tienes muy confundida —me sequé una
lágrima de un lado del rostro y, muy suavemente, Maxon me acercó la mano y me secó las del otro lado.
De algún modo, resultaba extraño sentir su contacto de nuevo. Pero al mismo tiempo era algo tan
familiar que habría sido raro que no lo hubiera hecho. Cuando ya no había lágrimas que limpiar, dejó la
mano allí, envolviéndome la cara.
—America —dijo, decidido—, si alguna vez quieres saber algo sobre mí, sobre lo que me importa o
lo que soy, lo único que tienes que hacer es preguntarme.
Parecía tan sincero que a punto estuve de preguntar, de rogarle que me lo dijera todo: si se había
planteado la posibilidad de estar con Kriss desde el principio, si sabía lo de los diarios, o qué era lo que
tenía aquella pulserita para que le hubiera hecho pensar en mí.
Pero ¿cómo podía saber que me decía la verdad? Y, ahora que me iba dando cuenta de que era la
opción más firme, ¿qué pasaba con Aspen?
—No sé si estoy preparada para eso.
Tras un momento de reflexión, Maxon me miró.
—Lo entiendo. Bueno, eso creo. Pero deberíamos hablar en serio de algunas cosas muy pronto. Y
cuando estés lista, aquí me tienes.
No me presionó; se puso en pie y esbozó una mínima reverencia a modo de despedida antes de coger
su cámara y dirigirse hacia la puerta. Se giró a mirarme una última vez antes de desaparecer por el
pasillo. Me sorprendió lo mucho que me dolía verle marchar.

La elite Kiera Cass Capitulo 23

Al entrar en el comedor hice una reverencia a la reina, pero ella no me vio.
Miré a Elise, que era la única que ya había llegado, y ella se limitó a encogerse de hombros. Me senté
en el momento en que Natalie y Celeste entraban, y también ellas pasaron desapercibidas; por fin llegó
Kriss, que se sentó a mi lado, pero sin apartar la vista de la reina Amberly. Esta parecía perdida en su
mundo, con la vista en el suelo o mirando de vez en cuando las sillas de Maxon y del rey, como si algo no
fuera bien.
Los mayordomos comenzaron a servir la comida, y la mayoría de las chicas empezaron a comer; pero
Kriss no dejaba de mirar a la cabecera de la mesa.
—¿Sabes qué es lo que pasa? —le susurré.
Kriss suspiró y se giró hacia mí.
—Elise llamó a su familia para informarse de lo que estaba ocurriendo y para que sus parientes
fueran al encuentro de Maxon y del rey en cuanto llegaran a Nueva Asia. Pero la familia de Elise dice
que no llegaron.
—¿No llegaron?
Kriss asintió.
—Lo raro es que el rey llamó cuando aterrizaron, y tanto él como Maxon hablaron con la reina
Amberly. Están bien, y le dijeron que ya habían llegado a Nueva Asia; pero la familia de Elise afirma
que no han aparecido por allí.
Fruncí el ceño, intentando comprender.
—¿Y todo eso qué significa?
—No lo sé —confesó ella—. Dicen que están allí, así que ¿por qué no iban a estar? No tiene sentido.
—¡Boh! —dije yo, sin saber muy bien qué más añadir.
¿Por qué la familia de Elise no sabía que estaban allí? Y si en realidad no estaban en Nueva Asia,
¿dónde podían estar?
Kriss se inclinó hacia mí.
—Hay algo más de lo que querría hablar contigo —susurró—. ¿Podríamos ir a dar un paseo por los
jardines después del desayuno?
—Claro —respondí, deseosa de oír lo que sabía.
Ambas comimos rápido. No estaba segura de qué habría descubierto, pero, si quería hablar fuera,
estaba claro que era algo que había que mantener en secreto. La reina estaba tan distraída que apenas se
dio cuenta de que salíamos.
Salir al jardín, bañado por la luz del sol, era una sensación magnífica.
—Hacía tiempo que no salía —apunté, cerrando los ojos y levantando la cara hacia el sol.
—Sueles venir con Maxon, ¿verdad?
—Ajá —respondí. Pero un segundo más tarde me pregunté cómo lo sabía. ¿Sería de dominio
público? Me aclaré la garganta—. Bueno, ¿de qué querías hablar?
Ella se detuvo a la sombra de un árbol y se giró hacia mí.
—Creo que tú y yo deberíamos hablar sobre Maxon.
—¿Qué le pasa?
—Bueno, yo ya me había preparado para perder —dijo, jugueteando nerviosamente con los dedos—.
Creo que todas lo habíamos hecho, excepto Celeste, quizás. Era evidente, America. Te quería a ti. Pero
entonces pasó todo aquello de Marlee, y la cosa cambió.
No sabía muy bien qué decir.
—¿De modo que quieres decirme que sientes haberme desbancado, o algo así?
—¡No! —exclamó—. Tengo claro que aún siente algo por ti. No estoy ciega. Solo digo que creo que,
llegadas a este punto, tú y yo deberíamos ir de frente. Me gustas. Creo que eres una gran persona, y no
quiero que las cosas se pongan feas, pase lo que pase.
—Entonces quieres…
Kriss juntó las manos, intentando encontrar las palabras adecuadas.
—Quiero ofrecerte ser completamente honesta acerca de mi relación con Maxon. Y espero que tú
hagas lo mismo.
Me crucé de brazos y le planteé la pregunta que hacía tanto tiempo quería hacerle.
—¿Cuándo os volvisteis tan íntimos tú y él?
Sus ojos brillaron al recordar algo, y se puso a retorcerse un largo mechón de su cabello, que era
castaño claro.
—Supongo que justo después de lo que pasó con Marlee. Probablemente suene tonto, pero le hice una
tarjeta. Eso es lo que siempre hacía en casa, cuando mis amigos estaban tristes. El caso es que le encantó.
Me dijo que era la primera vez que alguien le hacía un regalo.
¿Qué? Oh. Vaya. Después de todo lo que había hecho él por mí, ¿no se me había ocurrido nunca
regalarle nada a él?
—Estaba tan contento que me pidió que fuera un rato a sentarme con él en su habitación y…
—¿Has visto su habitación? —pregunté, sorprendida.
—Sí. ¿Tú no?
Mi silencio hizo innecesaria la respuesta.
—Oh —dijo ella, algo incómoda—. Bueno, en realidad no te pierdes gran cosa. Es oscura, y hay un
soporte con pistolas, y un montón de cuadros en la pared. No tiene nada de especial —añadió, quitándole
importancia con un gesto de la mano—. El caso es que a partir de entonces empezó a visitarme
prácticamente cada vez que tenía un momento libre —meneó la cabeza—. Ocurrió bastante rápido.
Suspiré.
—Supongo que me lo dijo —confesé—. Hizo un comentario, como diciendo que nos necesitaba aquí
a las dos.
—De modo que… —se mordió el labio—. ¿Estás bastante segura de que le gustas?
¿Es que ella no lo sospechaba ya? ¿O es que necesitaba oírlo de mi boca?
—Kriss, ¿de verdad quieres oírlo?
—¡Sí! Quiero saber en qué posición me encuentro. Y yo también te contaré lo que quieras saber.
Nosotras no llevamos las riendas en esto, pero eso no significa que tengamos que estar siempre pendiente
de los demás.
Di unos pasos trazando un pequeño círculo, intentando encontrarle el sentido a todo aquello. No
estaba segura de si tendría valor de preguntarle a Maxon por Kriss. Apenas era capaz de hablarle
sinceramente sobre mí misma. Pero continuaba sintiendo que había cosas de mi posición en aquel juego
que me estaba perdiendo. Quizás aquella fuera mi única esperanza de sacar algo en claro.
—Estoy bastante segura de que quiere que me quede un tiempo más. Pero creo que también quiere
que te quedes tú.
Ella asintió.
—Me lo imaginaba.
—¿Te ha besado? —le solté, sin más.
Ella sonrió tímidamente.
—No, pero creo que lo habría hecho si yo no le hubiera pedido que no lo hiciera. En mi familia
tenemos esa especie de tradición: no nos besamos hasta que nos comprometemos. A veces se celebra una
fiesta en la que la gente anuncia la fecha de la boda, y así todo el mundo puede ver el primer beso de la
pareja. A mí también me gustaría tener una fiesta así.
—Pero ¿lo ha intentado?
—No, se lo expliqué antes de que pudiera llegar a hacerlo. Pero me besa mucho las manos, y a veces
en la mejilla. Creo que es muy tierno —suspiró.
Asentí, con la mirada fija en la hierba.
—Espera —dijo ella, vacilante—. ¿A ti te ha besado?
Una parte de mí quería presumir de haber obtenido el primer beso de la vida de Maxon, decir que,
cuando nos besamos, el tiempo se paró.
—Más o menos. Es algo difícil de explicar.
Ella puso una cara extraña.
—No, no lo es. ¿Te ha besado o no?
—Es complicado.
—America, si no vas a ser sincera, esto es una pérdida de tiempo. He venido aquí con la voluntad de
abrirme a ti. Pensaba que a las dos nos haría bien.
Me quedé allí, de pie, retorciéndome las manos, intentando encontrar el modo de explicarme.
No es que Kriss no me cayera bien. Si acababa yéndome a casa, querría que ganara ella.
—Yo quiero que seamos amigas, Kriss. Pensaba que ya lo éramos.
—Yo también —dijo, con voz amable.
—Es solo que me cuesta compartir mis cosas. Y aprecio tu sinceridad, pero no estoy segura de que
quiera saberlo todo. Aunque te lo haya preguntado —añadí enseguida, al ver las palabras asomando en
sus labios—. Ya sabía que sentía algo por ti, lo veía. Creo que de momento prefiero que las cosas
queden así, indefinidas.
Kriss sonrió.
—Bueno, respeto tu decisión. Pero ¿me harás un favor?
—Claro, si puedo.
Ella se mordió el labio y apartó la mirada un minuto. Cuando volvió a mirar, tenía los ojos húmedos.
—Si llega el momento en que estés segura de que no me quiere, ¿podrías avisarme? No sé qué es lo
que sientes tú, pero yo le quiero. Y me gustaría que me lo dijeras. Si lo sabes con certeza, claro.
Le quería. Lo había dicho en voz alta, sin miedo. Kriss quería a Maxon.
—Si alguna vez me lo confiesa, te lo diré.
Ella asintió.
—Y a lo mejor podríamos hacernos otra promesa: la de no ponernos trabas la una a la otra
voluntariamente. ¿Te parece? Yo no quiero ganar así, y creo que tú tampoco.
—Yo no soy Celeste —dije, poniendo cara de asco, y ella se rió—. Te prometo ser justa.
—De acuerdo, pues —se secó los ojos y se estiró el vestido. Me imaginaba perfectamente lo elegante
que estaría con la corona en la cabeza.
—Tengo que irme —mentí—. Gracias por hablar conmigo.
—Gracias por venir. Lo siento, si he sido indiscreta.
—Está bien —dije, echando a andar—. Hasta luego.
—Hasta luego.
Me giré todo lo rápido que pude, intentando no ser maleducada, y me dirigí al palacio. Una vez
dentro, aceleré el paso y subí las escaleras a la carrera. Necesitaba esconderme de todo.
Llegué al segundo piso y me dirigí a mi habitación. Observé que había un trozo de papel en el suelo,
algo inhabitual en el palacio, donde todo lucía siempre inmaculado. Estaba en una esquina, junto a mi
puerta, así que supuse que sería para mí. Para estar segura, le di la vuelta y lo leí:
Otro ataque rebelde esta mañana, esta vez en Paloma. El recuento actual es de más de trescientos
muertos, y al menos cien heridos. Una vez más, la principal exigencia parece ser acabar con la Selección
y poner fin a la dinastía real. Esperamos instrucciones.
El cuerpo se me quedó helado. Rebusqué por ambos lados del papel en busca de una fecha. ¿Otro
ataque esta mañana? Aunque la nota tuviera unos días, al menos era el segundo. Y el motivo volvía a ser
la Selección. ¿Era ese el motivo de los últimos ataques? ¿Estaban intentando librarse de nosotras? Y de
ser así, ¿era ese el objetivo tanto de los norteños como de los sureños?
No sabía qué hacer. No debía haber visto aquello, así que no podía hablar de ello con nadie. Pero
¿tendrían esta información los que se suponía que tendrían que haberla recibido? Decidí volver a dejar el
papel en el suelo. Con un poco de suerte, algún guardia aparecería por allí y se lo llevaría al lugar
indicado.
De momento, mantendría el optimismo, a la espera de que alguien actuara.

La elite Kiera Cass Capitulo 22

—¿Hola? —susurré, siguiendo las instrucciones que me había dejado Aspen el día anterior.
Entré con sigilo en una habitación iluminada únicamente por la tenue luz del atardecer, que se filtraba
a través de las cortinas de gasa, pero que era suficiente para distinguir la expresión ilusionada en el
rostro de Aspen.
Cerré la puerta tras de mí, mientras él corría a mi encuentro y me abrazaba.
—Te he echado de menos.
—Yo también. He estado tan ocupada con esa recepción que apenas he tenido tiempo ni de respirar.
—Me alegro de que se haya acabado. ¿Te ha costado llegar hasta aquí? —bromeó.
—En serio, Aspen —respondí, con una risita—, hay que ver lo bien que se te da tu trabajo.
Era casi cómico lo simple que era la idea. La reina se tomaba la gestión del palacio algo más
relajadamente. O quizás es que estaba distraída. En cualquier caso, había dejado abierta la opción de la
cena: en la habitación o en el comedor. Mis doncellas me habían preparado para la cena, pero en lugar de
dirigirme al comedor, yo me había limitado a atravesar el pasillo y meterme en la que había sido la
habitación de Bariel. Resultaba tan fácil que parecía imposible.
Él acogió los halagos con una sonrisa y me hizo sentar en un rincón apartado de la habitación, donde
había amontonado unos cojines.
—¿Estás cómoda?
Asentí. Estaba esperando que él también se sentara, pero no lo hizo. Empujó un gran sofá para que no
se nos viera desde la puerta y luego acercó una mesa que nos rozaba la cabeza. Por último cogió un
paquete que había dejado sobre la mesa —y que olía a comida— y se sentó a mi lado.
—Casi como en casa, ¿eh? —dijo, poniéndose detrás de mí, situándome entre sus piernas.
La posición me resultaba tan familiar y el espacio era tan pequeño que efectivamente me recordaba un
poco nuestra casa del árbol. Era como si hubiera cogido algo que yo daba por perdido desde hacía
tiempo y me lo hubiera puesto en las manos.
—Es aún mejor —suspiré, apoyándome en él. Sentí el contacto de sus dedos entre el cabello. Me
produjo escalofríos.
Nos quedamos allí sentados un rato, en silencio, cerré los ojos y me concentré en el sonido de la
respiración de Aspen. No hacía tanto tiempo había hecho lo mismo con Maxon. Pero aquello era
diferente. Podría distinguir la respiración de Aspen entre una multitud. Lo conocía perfectamente. Y, por
supuesto, él también me conocía a mí. Aquel momento de paz era lo único que necesitaba, y Aspen lo
había hecho realidad.
—¿En qué piensas, Mer?
—En muchas cosas —suspiré—. En casa, en ti, en Maxon, en la Selección, en todo.
—¿Y qué piensas de todas esas cosas?
—Sobre todo, en lo que me confunden. Cuando me parece que empiezo a entender lo que me ocurre,
algo cambia y me hace sentir de otro modo.
Aspen se quedó callado un momento.
—¿Y tus sentimientos por mí cambian mucho? —preguntó, dolido.
—¡No! —dije, acercándome más aún a él—. Tú eres la única constante, si es que hay alguna. Sé que
si todo se viene abajo, tú seguirás ahí, exactamente en el mismo sitio. De vez en cuando las cosas aquí se
alteran tanto que mi amor por ti pasa a un segundo plano, pero sé que siempre está ahí. No sé si tiene
sentido lo que digo…
—Sí que lo tiene. Sé que hago que todo esto resulte aún más complicado de lo que es. No obstante,
me alegra saber que no estoy fuera de la competición.
Aspen me envolvió con sus brazos, como si pudiera tenerme así para siempre.
—No me he olvidado de nosotros —le prometí.
—A veces tengo la sensación de que Maxon y yo participamos en otro tipo de «Selección». Solo él y
yo. Y uno de los dos te conseguirá al final del juego. Y la verdad es que no sé quién lo tiene peor.
Maxon, en realidad, no sabe que estamos compitiendo, así que quizá no ponga toda la carne en el asador.
Pero, por otra parte, yo tengo que esconderme, así que tampoco puedo darte lo que te da él. En cualquier
caso, no es una lucha justa.
—No deberías planteártelo así.
—No sé de qué otro modo podría verlo, Mer.
Suspiré.
—No hablemos de eso.
—De acuerdo. De todos modos, no me gusta hablar de él. ¿Qué hay de las otras cosas que te
confunden? ¿Qué es lo que pasa?
—¿A ti te gusta ser soldado? —le pregunté, girándome hacia él.
Asintió con entusiasmo, estiró el brazo y abrió el paquete de la comida.
—Me encanta, Mer. Pensé que odiaría cada minuto, pero es fantástico —se metió un trozo de pan en
la boca y siguió hablando—. Bueno, está lo básico, que es que me dan de comer constantemente. Quieren
que estemos fuertes, así que nos dan mucha comida. Y también las inyecciones —dijo, pensándoselo
mejor—, pero tampoco es tan grave. Y me dan un sueldo. Aunque tengo todo lo que necesito, me pagan
—se paró un momento, jugueteando con un gajo de naranja—. Ya sabes lo bien que te sientes cuando
puedes enviar dinero a casa.
Estaba claro que pensaba en su madre y en sus seis hermanos. Él había sido la figura paterna en casa;
me preguntaba si eso le provocaría una nostalgia aún mayor que la mía.
Se aclaró la garganta y prosiguió:
—Pero hay otras cosas que no me esperaba. Me gusta mucho la disciplina que entraña, y la rutina. Me
encanta saber que estoy haciendo algo útil. Me siento… satisfecho. He ido dando tumbos muchos años,
haciendo inventarios y limpiando casas. Ahora tengo la sensación de estar haciendo lo que tenía que
hacer.—
O sea, ¿que sí? ¿Que te encanta?
—Desde luego.
—Pero no te gusta Maxon. Y sé que no te gusta cómo gobiernan Illéa. En casa siempre hablábamos de
ello, y de todo eso de la gente del sur que perdió su casta. Sé que eso también te molesta.
Asintió.
—Creo que es una crueldad.
—¿Y te parece bien proteger ese sistema? Luchas contra los rebeldes para proteger al rey y a Maxon.
Y ellos son los responsables de todo, de lo que no te gusta. ¿Cómo es que te encanta tu trabajo?
Se quedó pensando mientras masticaba.
—No sé. Supongo que no tiene sentido, pero… Bueno, como te he dicho, tiene que ver con sentirse
realizado. Con el desafío y el compromiso que supone, con la capacidad de hacer algo más con mi vida.
A lo mejor Illéa no es perfecta… De hecho, dista mucho de serlo. Pero tengo… esperanza —dijo, sin
más. Los dos nos quedamos callados un momento, mientras asimilábamos todo aquello.
—Tengo la sensación de que las cosas han mejorado, aunque la verdad es que no sé lo suficiente
sobre nuestra historia como para demostrarlo. Y creo que todo mejorará aún más en el futuro. Creo que
hay posibilidades. Y quizá suene tonto, pero es mi país. Ya entiendo que está fracturado, pero eso no
significa que esos anarquistas puedan presentarse por las buenas y quedárselo para ellos. Sigue siendo
mío. ¿Te parece una locura?
Le di un bocado a mi pan y medité sobre las palabras de Aspen, que me devolvían a nuestra casa del
árbol y a todas aquellas veces en que le había hecho preguntas sobre cualquier cosa. Aunque no opinara
como él, me ayudaba a comprenderlas mejor. No estaba del todo en desacuerdo con lo que me estaba
diciendo. De hecho, me ayudó a ver lo que quizá yo llevaba escondido en mi corazón todo aquel tiempo.
—No me parece una locura en absoluto. Creo que es absolutamente razonable.
—¿Te ayuda en algo con todas esas dudas que tenías?
—Sí.
—¿Y me vas a explicar alguna?
—Todavía no —respondí, sonriendo. Aunque Aspen era listo y podía adivinarlo. Por la mirada
avispada que tenía en los ojos, probablemente ya lo habría hecho.
Apartó la vista un momento, pasándome la mano por el brazo, hasta acabar jugueteando con la pulsera
del botón que llevaba en la muñeca.
—Somos un desastre, ¿no te parece?
—De los gordos.
—A veces tengo la sensación de que somos como un nudo, demasiado enredado como para que nos
puedan separar.
—Es cierto —asentí—. Gran parte de mí está ligada a ti. Si no estás cerca, me siento perdida.
Aspen tiró de mí, me pasó una mano por la sien y la dejó caer por mi mejilla.
—Entonces tendremos que quedarnos así, enmarañados.
Me besó con suavidad, como si temiera apretar demasiado, romper aquel momento y perderlo todo.
Tal vez tuviera razón. Lentamente fue tendiéndome sobre el colchón de almohadones, abrazado a mí,
trazando trayectorias curvas con sus besos sobre mi piel. Todo resultaba tan familiar, tan seguro…
Pasé los dedos por el pelo corto de Aspen, recordando cuando le caía sobre la frente y me hacía
cosquillas al besarme. Sentí sus brazos alrededor, mucho más voluminosos que antes, más fuertes.
Incluso el modo que tenía de abrazarme había cambiado. Denotaba una confianza antes inexistente, algo
que había adquirido al convertirse en un Dos, en un soldado.
La hora de marcharse llegó antes de lo deseado. Aspen me acompañó hasta la puerta. Me dio un beso
largo que hizo que se me fuera la cabeza por un momento.
—Intentaré hacerte llegar otra nota en cuanto pueda —prometió.
—La estaré esperando —dije, aún apoyada en él; no quería que nos separáramos.
Luego, para no complicar más las cosas, salí.
Mis doncellas me prepararon para la cama, y yo aceleré las cosas todo lo posible. Antes tenía la
sensación de que la Selección implicaba elegir entre Maxon y Aspen. Y, aquella decisión, que parecía
depender solo de mi corazón, de pronto se complicaba. ¿Era una Cinco o una Tres? Y cuando esto
acabara, ¿sería una Dos o una Uno? ¿Viviría mis días como la esposa de un soldado o como la de un rey?
¿Pasaría discretamente a un segundo plano en el que sentirme cómoda o me vería obligada a enfrentarme
a la tan temida opinión pública? ¿Estaba preparada para cualquiera de las dos cosas? ¿No odiaría a la
chica que acabara con Maxon si por fin me decidía por Aspen? ¿No odiaría a la que escogiera Aspen si
me quedaba con Maxon?
Mientras me metía en la cama y apagaba la luz, recordé que era yo la que había decidido estar allí.
Aspen me lo había pedido, y mi madre me había presionado, pero nadie me había obligado a rellenar el
impreso de solicitud para la Selección.
Pasara lo que pasara, lo afrontaría. Tenía que hacerlo.

La elite Kiera Cass Capitulo 21

Afortunadamente, en el Report nos evitaron la humillación de tener que afrontar las críticas a nuestras
recepciones. Las visitas de nuestros amigos extranjeros se mencionaron de pasada, pero no se informó al
público con detalle. Hasta la mañana siguiente Silvia y la reina no vinieron a evaluar nuestra actuación.
—La tarea que os asignamos era imponente, y podría haber ido fatal. No obstante, me alegra deciros
que ambos equipos lo hicieron muy bien —anunció Silvia, evidentemente satisfecha.
Todas suspiramos. Kriss y yo nos cogimos de la mano. Por mucho que me confundiera la relación que
pudiera tener con Maxon, sabía que no habría podido conseguirlo sin ella.
—Si tengo que ser honesta, una recepción fue algo mejor que la otra, pero todas deberíais estar
orgullosas de vuestros logros. Hemos recibido cartas de agradecimiento de nuestros viejos amigos de la
Federación Germánica por la atención recibida —señaló Silvia, mirando a Celeste, Natalie y Elise—.
Hubo algunos problemillas menores, y no creo que ninguna de nosotras disfrute con esas cosas tan serias,
pero desde luego ellos quedaron satisfechos.
»En cuanto a vosotras dos —prosiguió Silvia, girándose hacia Kriss y hacia mí—, nuestras visitantes
italianas disfrutaron enormemente. Quedaron impresionadas con la decoración y la comida, e hicieron
mención especial al vino que servisteis, así que… ¡bravo! No me sorprendería que Illéa consiguiera un
nuevo aliado gracias a esa recepción. Es de alabar.
Kriss soltó un gritito de alegría y a mí se me escapó una risa nerviosa al ver que todo había acabado
y que, además, habíamos ganado.
Silvia siguió hablando, diciéndonos que escribiría un informe oficial para el rey y para Maxon, pero
nos dijo que ninguna teníamos por qué preocuparnos. Mientras hablaba, una doncella entró en la
habitación y fue corriendo hacia donde estaba la reina para susurrarle algo al oído.
—Por supuesto, que pasen —dijo la reina, poniéndose de pie y acercándose rápidamente.
La doncella se retiró en silencio y abrió la puerta para que entraran el rey y Maxon. En teoría, los
hombres no podían acudir a aquella sala sin permiso de la reina, pero resultaba cómico ver la escena.
Cuando entraron nos pusimos en pie en señal de respeto, pero no parecían preocupados por las
formalidades.
—Señoritas, lamentamos la intromisión, pero tenemos noticias urgentes —anunció el rey
—Me temo que la guerra en Nueva Asia ha entrado en una nueva fase —intervino Maxon con
decisión—. La situación es tan complicada que mi padre y yo vamos a salir de inmediato para ver si
podemos ayudar en algo.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó la reina, llevándose una mano al pecho.
—No hay nada de qué preocuparse, amor mío —dijo el rey para reconfortarla.
Pero si tan urgente era que se pusieran en marcha…
Maxon se acercó a su madre. Tuvieron una breve conversación en voz baja y luego ella le besó en la
frente. Él la abrazó y se retiró. A continuación, el rey empezó a darle una serie de instrucciones a la
reina, mientras Maxon se acercaba a despedirse de todas nosotras.
De Natalie se despidió tan rápidamente que casi ni lo vi. A ella no parecía que eso le importara, y yo
no sabía qué pensar. ¿No le preocupaba la falta de afecto de Maxon, o es que estaba tan alterada que
hacía un esfuerzo por mantener la calma?
Celeste se abrazó a Maxon y estalló en un despliegue de llanto en la peor interpretación que había
visto en mi vida. Me recordó a May cuando era más niña y fingía que lloraba, pensando que así
conseguiríamos más dinero para nuestras cosas. Cuando Maxon consiguió liberarse, ella le plantó un
beso en los labios que él, manteniendo la compostura todo lo que pudo, se apresuró a limpiarse nada más
girarse.
Elise y Kriss estaban tan cerca que pude oír cómo se despedían.
—Llama a casa y diles que nos traten bien —le dijo a Elise.
Casi se me había olvidado que el principal motivo de que Elise siguiera allí era que tenía vínculos
familiares con personalidades destacadas de Nueva Asia. Me pregunté si el devenir de aquella guerra le
costaría su puesto en la competición.
De pronto me di cuenta de que no tenía ni idea de qué pasaría si Illéa perdía aquella guerra.
—Si me dejáis un teléfono, hablaré con mis padres —prometió ella.
Maxon asintió y besó a Elise en la mano. Luego pasó a Kriss, que inmediatamente entrecruzó los
dedos con los suyos.
—¿Correrás peligro? —le preguntó en un susurro, con la voz casi quebrada.
—No lo sé. La última vez que fuimos a Nueva Asia la situación no era tan tensa. Esta vez no tengo ni
idea —lo dijo con tal ternura en la voz que tuve la impresión de que era una conversación que debían
haber tenido en privado.
Ella levantó la vista al techo y suspiró. En ese instante, Maxon me miró, pero yo aparté la mirada.
—Por favor, ten cuidado —susurró. Una lágrima le rodó por la mejilla.
—Por supuesto, querida —respondió Maxon, que la saludó con un gesto tonto que arrancó una
sonrisa en Kriss. Luego la besó en la mejilla y acercó la boca a su oído—. Por favor, intenta tener
entretenida a mi madre, para que no se preocupe tanto.
Echó atrás la cabeza para mirarla a los ojos. Kriss asintió una vez y le soltó las manos. Maxon vaciló
un momento, como si fuera a abrazarla, pero luego se separó y se acercó a mí.
Como si las palabras de Maxon de la semana anterior no fueran suficiente, ahí estaba la prueba física
de su relación. Por lo que parecía, había algo muy dulce y real entre ellos. Solo con mirar la cara y las
manos de Kriss quedaba claro lo mucho que le importaba. O eso, o era una actriz increíble.
Cuando Maxon me miró intenté comparar su expresión con la que le había puesto a Kriss. ¿Era la
misma? ¿Menos cálida, quizá?
—Intenta no meterte en ningún lío mientras yo esté fuera, ¿de acuerdo? —bromeó. Con Kriss no había
bromeado. ¿Significaba eso algo?
Levanté la mano derecha.
—Prometo comportarme como una señorita.
Él chasqueó la lengua.
—Excelente. Una cosa menos de la que preocuparme.
—¿Y nosotras, qué? ¿Debemos preocuparnos?
Maxon meneó la cabeza.
—Espero que podamos suavizar la situación, sea cual sea. Mi padre puede ser muy diplomático, y…
—A veces eres de lo más tonto —le dije, y él frunció el ceño—. Quiero decir por ti. ¿Deberíamos
preocuparnos por ti?
Se puso muy serio, y aquello no hizo más que alimentar mis temores.
—Será ir y volver. Si podemos aterrizar, claro… —Maxon tragó saliva, y vi lo asustado que estaba.
Me hubiera gustado preguntarle algo más, pero no sabía qué decir.
—America, antes de irme… —dijo, después de aclararse la garganta. Le miré a la cara y vi que a
ella asomaban unas lágrimas—. Quiero que sepas que todo…
—Maxon —espetó el rey. Su hijo levantó la cabeza y esperó las instrucciones de su padre—.
Tenemos que irnos.
Maxon asintió.
—Adiós, America —dijo en voz baja, y me cogió la mano, acercándosela a los labios. Al hacerlo,
observó la pequeña pulsera que llevaba. Se la quedó mirando, aparentemente confuso, pero luego me
besó la mano con ternura.
El leve roce de su beso me trajo a la mente un recuerdo que me parecía perdido en el pasado. Así era
como me había besado la mano la primera noche de mi estancia en el palacio, cuando le grité, cuando, de
todos modos, permitió que me quedara.
Las otras chicas no separaron la mirada del rey y de Maxon cuando se fueron, pero yo me quedé
mirando a la reina. Tenía un aspecto muy frágil. ¿Cuántas veces tendría que ver a su marido y a su hijo en
peligro antes de venirse abajo?
En el momento en que la puerta se cerró tras ellos, la reina Amberly parpadeó unas veces, aspiró
hondo y, sacando fuerzas de flaqueza, levantó la cabeza.
—Perdónenme, señoritas, pero esta noticia repentina conlleva mucho trabajo. Creo que lo mejor será
que me retire a mi habitación —era evidente el esfuerzo que estaba haciendo por dentro—. ¿Qué les
parece si hago que sirvan aquí el almuerzo, para que puedan comer a su aire, y nos reunimos esta noche
para la cena?
Nosotras asentimos.
—Excelente —dijo ella.
Se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Sabía que era fuerte. Se había criado en un barrio
pobre, en una provincia pobre, trabajando en una fábrica hasta que la eligieron para la Selección. Y
luego, tras convertirse en reina, había sufrido un aborto tras otro hasta que por fin tuvo un hijo.
Aguantaría el tipo hasta llegar a su habitación, como una dama, como exigía su cargo. Pero cuando
estuviera sola seguro que se echaba a llorar.
Cuando la reina se fue, Celeste también se marchó. Decidí que tampoco hacía falta que yo me
quedara. Me fui a mi habitación. Quería estar sola y pensar.
No dejaba de hacerme preguntas sobre Kriss. ¿Cómo es que habían conectado tan de pronto ella y
Maxon? No hacía tanto tiempo, él me hacía promesas de futuro. No podía estar tan interesado en ella si al
mismo tiempo me iba diciendo cosas tan íntimas. Debía de haber ocurrido después.
El día pasó muy rápido y, tras la cena, mientras mis doncellas me ayudaban a prepararme para la
cama en silencio, una sola frase me sacó de mi mundo.
—¿Sabe a quién me he encontrado aquí esta mañana, señorita? —dijo Anne, mientras me pasaba el
cepillo por el cabello con suavidad.
—¿A quién?
—Al soldado Leger.
Me quedé helada, pero solo por un instante.
—¿Ah, sí? —repuse, sin apartar los ojos del espejo.
—Sí, dijo que estaba haciendo un registro de su habitación. Algo de seguridad —añadió Lucy, algo
confusa.
—Pero fue algo raro —prosiguió Anne, con la misma expresión que Lucy—. Iba vestido de calle, no
de uniforme. No debería estar haciendo tareas de seguridad en su tiempo libre.
—Debe de estar muy entregado a su trabajo —contesté, quitándole importancia al asunto.
—Supongo —dijo Lucy, con admiración—. Cada vez que lo veo por el palacio, bueno, siempre hace
observaciones. Es muy buen soldado.
—Cierto —confirmó Mary—. Algunos de los hombres que vienen por aquí no son muy aptos para el
trabajo.
—Y en ropa de calle está muy guapo. La mayoría de los guardias están horrorosos en cuanto les
quitas el uniforme —apuntó Lucy.
Mary soltó una risita nerviosa y se ruborizó, y hasta Anne esbozó una sonrisa. Hacía mucho tiempo
que no las veía tan relajadas. En otro momento, otro día, habría sido divertido cotillear sobre los
guardias. Pero aquel día no. Lo único en lo que podía pensar era en que habría una carta de Aspen en mi
habitación. Quería mirar por encima del hombro, en dirección a mi frasco, pero no me atrevía.
Tardaron una eternidad en dejarme sola. Hice un esfuerzo por ser paciente y esperé unos minutos para
asegurarme de que no volvían. Por fin me lancé sobre la cama y agarré mi frasco. Por supuesto, allí había
un papelito esperándome. Maxon se había ido. Eso lo cambiaba todo.

Le elite Kiera Cass Capitulo 20

El día después de la recepción con los italianos nos reunimos en la Sala de las Mujeres tras el
desayuno. La reina no estaba, y ninguna de nosotras sabía qué significaba aquello.
—Supongo que estará ayudando a Silvia con el informe final —apuntó Elise.
—Yo no creo que ella influya mucho en la decisión —replicó Kriss.
—A lo mejor tiene resaca —sugirió Natalie, mientras se presionaba las sienes con los dedos.
—Que la tengas tú no quiere decir que la tenga ella —le espetó Celeste.
—Puede que no se encuentre bien —dije—. Últimamente se la ve enferma a menudo.
Kriss asintió.
—Me pregunto por qué será.
—¿No se crio en el sur? —preguntó Elise—. He oído que el aire y el agua allí no están muy limpios.
A lo mejor es por eso.
—Yo he oído que por debajo de Sumner no hay nada bueno —apostilló Celeste.
—Lo más probable es que esté descansando, nada más —repliqué—. Esta noche hay Report, y
simplemente querrá estar preparada. Es lista. Apenas son las diez, y a mí tampoco me iría mal una siesta.
—Sí, todas deberíamos ir a dormir una siesta —dijo Natalie, fatigada.
Una criada entró con una bandejita y atravesó la sala en silencio, tan sigilosa que casi pasaba
desapercibida.
—Esperad —dijo Kriss—. No irán a hablar de lo de las recepciones en el Report, ¿no?
Celeste soltó un bufido.
—Vaya prueba más tonta. America y tú tuvisteis mucha suerte.
—Estás de broma, ¿no? ¿Tienes idea…?
Kriss se quedó a medias justo en el momento en que la criada se situaba a mi izquierda, dejando a la
vista una pequeña nota doblada en dos sobre la bandeja.
Sentí que los ojos de todas se clavaban en mí en el momento en que recogía la carta y la leía.
—¿Es de Maxon? —preguntó Kriss, intentando disimular la emoción.
—Sí —respondí yo sin levantar la vista.
—¿Y qué dice?
—Que quiere verme un momento.
Celeste soltó una carcajada.
—Parece que tienes problemas.
Suspiré y me puse en pie para seguir a la criada.
—Supongo que solo hay una manera de saberlo.
—A lo mejor por fin la echa —murmuró Celeste, lo suficientemente alto como para que yo pudiera
oírla.—
¿Tú crees? —respondió Natalie, quizás algo más emocionada de lo que era de esperar.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¡¿Me iba a echar?! Si quisiera hablar a solas o pasar un rato
conmigo, ¿no me lo habría dicho de otro modo?
Maxon esperaba en el pasillo, y yo me acerqué tímidamente. No parecía enfadado, pero sí tenso. Me
preparé para lo peor.
—¿Sí?
—Tenemos un cuarto de hora —dijo él, cogiéndome del brazo—. Lo que te voy a enseñar no se lo
puedes contar a nadie. ¿Lo entiendes?
Asentí.
—Muy bien.
Subimos las escaleras a la carrera hasta llegar al tercer piso. Con suavidad pero a toda prisa, me
llevó por un pasillo hasta una doble puerta blanca.
—Quince minutos —me recordó.
Sacó una llave del bolsillo y abrió una de las puertas, sosteniéndola para que pudiera pasar antes que
él. La estancia era amplia y luminosa, con montones de ventanas y puertas que daban a un balcón. Había
una cama, un armario enorme y una mesa con sillas, pero, por lo demás, la habitación estaba vacía. No
había cuadros en las paredes ni figuras sobre los estantes empotrados. Incluso la pintura estaba algo
vieja.—
Esta es la suite de la princesa —dijo Maxon en voz baja.
Abrí los ojos como platos.
—Ya sé que ahora mismo no tiene un aspecto estupendo. Se supone que es la princesa la que escoge
la decoración, de modo que cuando mi madre se trasladó a la suite de la reina, la habitación quedó
desnuda.
La reina Amberly había dormido allí. Había algo mágico en aquella habitación.
Maxon se situó a mis espaldas y fue indicándome:
—Esas puertas dan al balcón. Y ahí —dijo, señalando al otro extremo—, esas dan al estudio personal
de la princesa. Esa —indicó una puerta a la derecha— da a mi habitación. No quiero que la princesa esté
demasiado lejos.
Sentí que me ruborizaba al pensar en dormir allí, con Maxon tan cerca.
Se acercó al armario.
—Y esto… Tras este armario hay una vía de escape al refugio. También se puede llegar a otros
puntos del palacio por aquí, pero su principal objetivo es ese —suspiró—. El uso que le he dado no es el
que se supone que tiene, pero se me ha ocurrido que sería útil.
Maxon apoyó la mano en una palanca oculta, y el armario y el tabique de atrás se desplazaron hacia
delante. Al ver el hueco que se abría sonrió.
—Justo a tiempo.
—No querría perdérmelo —dijo otra voz.
Me quedé sin aliento. No podía ser que aquella voz perteneciera a quien yo me pensaba. Di un paso
para rodear aquel mueble enorme y a Maxon, aún sonriente. Allí detrás, vestida con ropas sencillas y con
el cabello recogido en un moño, estaba Marlee.
—¿Marlee? —susurré, segura de que aquello era un sueño—. ¿Qué haces ahí?
—¡Te he echado mucho de menos! —gritó, y se me echó a los brazos.
Vi las llagas rojas que tenía en las palmas de las manos, que aún no habían cicatrizado del todo.
Desde luego que era ella.
Me envolvió en un abrazo. Ambas caímos al suelo. Aquello me superaba. No podía dejar de llorar y
preguntar una y otra vez qué demonios hacía ella allí.
Cuando me calmé, Maxon se dirigió a mí:
—Diez minutos. Estaré esperando fuera. Marlee, tú puedes irte por donde has venido.
Ella le dio su palabra. Maxon nos dejó solas.
—No lo entiendo —dije—. Se suponía que tenías que irte al sur. Se suponía que te convertías en una
Ocho. ¿Dónde está Carter?
Ella sonrió, comprensiva.
—Hemos estado aquí todo el tiempo. Acabo de empezar a trabajar en las cocinas; y Carter aún está
recuperándose, pero creo que pronto empezará a trabajar en los establos.
—¿Recuperándose? —las preguntas se me amontonaban; no estaba segura de por qué había
preguntado precisamente eso.
—Sí, camina, puede sentarse y ponerse de pie, pero le cuesta hacer esfuerzos. Está ayudando en las
cocinas mientras se cura del todo. Pero se recuperará. Y mírame a mí —dijo, extendiendo ambas manos
—. Nos han cuidado muy bien. No me han quedado bonitas, pero al menos ya no me duelen.
Toqué con delicadeza las líneas hinchadas que le recorrían las palmas de las manos; no podía ser que
aquello no le doliera. Pero no hizo ni una mueca, y al momento deslicé mi mano sobre la suya. Resultaba
raro, pero al mismo tiempo era algo completamente natural. Marlee estaba allí. Y yo le cogía la mano.
—¿Así que Maxon os ha dejado quedaros en el palacio todo este tiempo?
Ella asintió.
—Después de los azotes, tenía miedo de que nos hicieran daño si nos dejaba a nuestra suerte, así que
nos acogió. En nuestro lugar enviaron a unos hermanos que tenían familia en Panamá. Nos han cambiado
el nombre, y Carter se está dejando barba, así que dentro de un tiempo pasaremos desapercibidos.
Además, no hay mucha gente que sepa que estamos en el palacio, solo algunas cocineras con las que
trabajo, una de las enfermeras y Maxon. No creo siquiera que lo sepan los guardias, porque ellos rinden
cuentas ante el rey, y al rey no le gustaría saberlo —meneó la cabeza antes de proseguir—. Nuestro
apartamento es pequeño; en realidad apenas hay espacio para nuestra cama y unos cuantos estantes, pero
por lo menos está limpio. Estoy intentando coser una nueva colcha, pero no se me da…
—Un momento. ¿«Nuestra cama»? O sea…, ¿compartís una sola cama?
Marlee sonrió.
—Nos casamos hace dos días. La mañana en que nos azotaron le dije a Maxon que quería a Carter y
que deseaba casarme con él, y me disculpé por herir sus sentimientos. A él no le importó, por supuesto.
Antes de ayer vino a verme y me dijo que había una gran celebración en palacio, y que si queríamos
casarnos, era el mejor momento.
Dos días atrás habíamos celebrado la visita de la Federación Germánica. Todo el personal del
palacio estaba sirviendo en la recepción o preparándose para la visita de los italianos.
—Maxon fue quien me entregó a Carter. No sé ni si podré volver a ver a mis padres. Cuanto más
lejos estén, mejor.
Era evidente que le dolía decir aquello, pero la entendía. Si se tratara de mí y, de pronto, me
convirtiera en una Ocho, lo mejor que podía hacer por mi familia sería desaparecer. Llevaría tiempo,
pero al final la gente se olvidaría. Con el tiempo, mis padres se recuperarían.
Para ahuyentar pensamientos negativos, agitó la mano izquierda y por primera vez observé la pequeña
alianza que lucía en el dedo. Era un cordel atado con un nudo simple, pero suponía una declaración
firme: «Estoy casada».
—Creo que voy a tener que decirle que me dé uno nuevo muy pronto; este ya se me está deshaciendo.
Supongo que, si trabaja en los establos, yo también tendré que hacerle uno nuevo a él cada día —bromeó,
encogiéndose de hombros—. No es que me importe.
Entonces no pudo evitar hacerle otra pregunta, tal vez un poco incómoda…, pero sabía que nunca
podría mantener ese tipo de conversación con mi madre o con Kenna.
—¿Y ya habéis…? Ya sabes…
Tardó un momento en entenderlo, pero entonces se rió.
—¡Oh, sí! Sí que lo hemos hecho —dijo, y las dos soltamos una risita tonta.
—¿Y cómo es?
—¿La verdad? Al principio algo incómodo. La segunda vez fue mejor.
—Oh —no sabía qué más decir.
—Sí.
Se hizo una pausa.
—He estado muy sola sin ti. Te echo de menos —dije, jugando con el cordelito que le rodeaba el
dedo.—
Yo también te echo de menos. A lo mejor, cuando seas princesa, puedo escaparme y venir por aquí
de vez en cuando.
Resoplé.
—No estoy tan segura de que eso vaya a ocurrir.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, poniéndose seria de pronto—. Aún eres su favorita, ¿no?
Me encogí de hombros.
—¿Qué ha pasado? —insistió, preocupada.
Yo no quería admitir que todo había empezado al perderla a ella. No era culpa suya.
—No sé…, cosas.
—America, ¿qué pasa?
—Después de que te azotaran, me enfadé con Maxon. Tardé un tiempo en darme cuenta de que no
habría hecho algo así si hubiera podido evitarlo.
Marlee asintió.
—Lo intentó de verdad, America. Y cuando vio que no podía, hizo todo lo que pudo por aliviar
nuestra situación. No te enfades con él.
—Ya no estoy enfadada, pero tampoco estoy segura de que quiera ser princesa. No sé si podría hacer
lo que él hizo. Y luego está esa encuesta que han publicado en una revista que me enseñó Celeste. A la
gente no le gusto, Marlee. Estoy la última. No sé si tengo lo que hace falta. Nunca fui una buena opción, y
últimamente aún menos. Y ahora…, ahora…, creo que a Maxon le gusta Kriss.
—¿Kriss? ¿Cuándo ha ocurrido eso?
—No tengo ni idea, y no sé qué hacer. Por una parte, creo que es bueno. Ella será mejor princesa; y si
de verdad le gusta, lo que quiero es que sea feliz. Se supone que tiene que eliminar a alguien más muy
pronto. Cuando me ha llamado hace un rato, he pensado que sería para enviarme a casa.
Marlee se rió.
—Eso es ridículo. Si Maxon no sintiera nada por ti, te habría enviado a casa hace mucho tiempo. El
motivo de que sigas aquí es que se niega a perder la esperanza.
De la garganta me salió una risa ahogada.
—Ojalá pudiéramos seguir hablando, pero tengo que irme —dijo—. Hemos aprovechado el cambio
de la guardia para esto.
—No me importa que haya sido poco tiempo. Me alegro de saber que estás bien.
—No te rindas aún —insistió ella, tirando de mí para darme un abrazo—. ¿De acuerdo?
—No lo haré. ¿A lo mejor podrías enviarme alguna carta o algo de vez en cuando?
—Puede que sea buena idea. Ya veré si puedo —me soltó, y nos quedamos una frente a la otra—. Si
me hubieran pedido mi opinión, habría votado por ti. Siempre pensé que debías ser tú.
Me sonrojé.
—Venga, va. Saluda a tu marido de mi parte.
—Lo haré —respondió, sonriendo. Luego se dirigió al armario y encontró la palanca.
Por algún motivo pensaba que los azotes habrían acabado con ella, pero la habían hecho más fuerte.
Incluso se comportaba diferente. Se giró, me lanzó un beso y desapareció.
Salí de la habitación rápidamente y me encontré a Maxon esperando en el pasillo. Al oír la puerta
levantó la vista de su libro, sonriendo, y yo me acerqué para sentarme a su lado.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Primero tenía que asegurarme de que no corrían peligro. Mi padre no sabe que he hecho esto; y
hasta que no he estado seguro de que no los pondría en peligro, he tenido que mantenerlo en secreto.
Espero poder arreglármelas para que os veáis más veces, pero llevará tiempo.
Me sentí más liviana, como si, de pronto, la carga de preocupación que llevaba sobre los hombros se
hubiera caído al suelo. La alegría de ver a Marlee, confirmar que Maxon era tan buena persona como
pensaba y el alivio general por que no me hubiera enviado a casa me sobrecogían.
—Gracias —susurré.
—De nada.
No estaba segura de qué más podía decir. Al cabo de un momento, Maxon se aclaró la garganta.
—Sé que las partes más difíciles de este trabajo te cuestan, pero también presenta grandes
oportunidades. Creo que podrías hacer grandes cosas. Ahora mismo me ves únicamente como el príncipe,
pero las cosas cambiarían si al final fueras mía de verdad.
—Lo sé —dije, mirándolo a los ojos.
—Ya no sé leer tus pensamientos. Al principio sí, cuando no te gustaba nada; y cuando las cosas entre
nosotros cambiaron, me mirabas de otro modo. Ahora hay momentos en que creo que ahí hay algo, y otros
en los que me da la impresión de que ya te has alejado.
Asentí.
—No te estoy pidiendo que me digas que me quieres. No te pido que de pronto decidas que quieres
ser princesa. Simplemente necesito saber si quieres seguir aquí.
Esa era la cuestión, ¿no? Aún no sabía si sería capaz de afrontar el cargo, pero tampoco estaba segura
de si quería abandonar. Y aquella demostración de humanidad por parte de Maxon hizo que me diera un
vuelco el corazón. Aún había mucho que pensar, pero no podía retirarme. Ahora no.
Maxon tenía la mano apoyada sobre la pierna, y yo metí la mía bajo la suya. La acogió con un cálido
apretón.
—Si aún quieres, me gustaría quedarme.
Maxon soltó un suspiro de alivio.
—Eso me encantaría.
Volví a la Sala de las Mujeres tras pasar brevemente por el baño. Nadie dijo nada hasta que me
senté. Fue Kriss quien se atrevió a preguntar.
—¿Qué ha pasado?
La miré. Todas me observaban.
—Preferiría retirarme.
Entre los ojos hinchados y aquella respuesta, todas debieron pensar que no había podido salir nada
bueno de mi reunión con Maxon; pero si eso era lo que tenía que decir para proteger a Marlee, que así
fuera.
Lo que realmente me dolió fue ver a Celeste apretando los labios para ocultar su sonrisa, las cejas
levantadas de Natalie mientras fingía leer una revista que ni siquiera era suya y la mirada esperanzada
entre Kriss y Elise.
La competición iba más en serio de lo que había imaginado.