En realidad no tuve mucho tiempo de avergonzarme o de preocuparme. Cuando a la
mañana siguiente mis doncellas me vistieron con toda normalidad, supuse que podía presentarme al desayuno. El simple hecho de permitirme asistir era un gesto de amabilidad inesperada por parte de Maxon: me ofrecía una última comida, un último momento como una de las seleccionadas.
Cuando estábamos a medio desayuno, Kriss reunió el valor para preguntarme por
nuestra cita. —¿Qué tal fue? —preguntó en voz baja, tal como se suponía que teníamos que hablar
durante las comidas. Pero aquellas tres breves palabras provocaron una reacción inmediata, y todas las que estaban lo suficientemente cerca como para oír aguzaron el oído. Respiré hondo. —Indescriptible. Las chicas se miraron unas a otras, a la espera de más. —¿Cómo se comportó? —preguntó Tiny. —Humm. —Intenté escoger las palabras con cuidado—. Muy diferente de cómo me
esperaba. Esta vez los murmullos se extendieron por toda la mesa. —¿Lo haces aposta? —protestó Zoe—. Si es así, es de lo más rastrero. Negué con la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo? —No, es que… Pero una serie de ruidos confusos procedentes del otro lado del pasillo me
interrumpieron, lo que evitó que tuviera que buscar una respuesta. Los gritos eran raros. En mi breve estancia en palacio, no había oído ni un sonido que se
acercara siquiera a aquel volumen. Acto seguido se oyeron los pasos rítmicos de los guardias en el suelo, las enormes puertas al abrirse y el tintineo de los cubiertos contra los platos. Aquello era un caos absoluto.
La familia real entendió lo que sucedía antes que nosotras. —¡Al fondo de la sala, señoritas! —gritó el rey Clarkson, que corrió hacia una ventana. Estábamos confundidas, pero no queríamos desobedecer, y nos trasladamos lentamente
hacia la cabecera de la mesa. El rey bajó una persiana, pero no era de las usadas para tapar la luz. Era metálica, y se ajustó en su posición definitiva con un chirrido. Maxon acudió a su lado y bajó otra. Y, a su lado, la encantadora y delicada reina se apresuró a bajar la siguiente.
Entonces llegó una oleada de guardias a la sala. Vi una serie de ellos en formación tras las
puertas, que cerraron con llave y aseguraron con barras. —Han atravesado los muros, majestad, pero los estamos conteniendo. Las señoritas
deberían marcharse, pero estamos tan cerca de la puerta… —Entendido, Markson —respondió el rey, zanjando la cuestión. Estaba claro lo que había pasado: los rebeldes habían penetrado en el recinto. Ya me imaginaba que podía pasar algo así, con tantos invitados en palacio y tantos
preparativos. Cualquiera podía cometer algún desliz que comprometiera nuestra seguridad. Y aunque no fuera fácil entrar, era un momento ideal para organizar una protesta. Cuando menos, la Selección podía resultar molesta. Estaba segura de que los rebeldes la odiaban, al igual que tanta gente de Illéa.
Comoquiera que fuera, yo no iba a quedarme de brazos cruzados. Eché la silla atrás tan rápido que se cayó, y corrí hacia la ventana más próxima para bajar
la persiana de metal. Algunas otras de las chicas, conscientes del peligro en que nos encontrábamos, hicieron lo mismo.
Tardé solo un momento en bajarla, pero ajustarla era algo más difícil. Apenas había
puesto el cierre en posición cuando algo impactó contra la protección metálica desde el exterior, cosa que me hizo retroceder con un grito hasta tropezar con mi silla y caer al suelo. Maxon apareció inmediatamente. —¿Te has hecho daño? Hice una evaluación rápida. Era probable que me saliera un cardenal en la cadera, y
estaba asustada, pero nada más. —No, estoy bien. —Al fondo de la habitación. ¡Venga! —ordenó, mientras me ayudaba a ponerme en pie. Él atravesó la sala, agarrando a algunas chicas que se habían quedado paralizadas del
miedo y conduciéndolas a la esquina más alejada. Obedecí y corrí al fondo de la estancia, donde estaban todas las chicas, amontonadas.
Algunas lloraban en silencio; otras tenían la mirada perdida. Tiny se había desmayado. Lo más tranquilizador fue ver al rey Clarkson hablando animadamente con un guardia en la pared contraria, lo bastante lejos como para que las chicas no le oyeran. Rodeaba a la reina con el brazo en un gesto protector, y ella se mostraba tranquila y confiada a su lado.
¿A cuántos ataques habría sobrevivido? Había oído que se producían varias veces al año. Aquello debía de ser exasperante. Las probabilidades de sobrevivir eran cada vez menores para ella… y para su marido… y para su único hijo. Con el tiempo, los rebeldes descubrirían cómo aprovechar las circunstancias a su favor y conseguir lo que querían. Y sin embargo, allí estaba, con la cabeza alta, la mirada clara y el rostro sereno.
Eché un vistazo a las chicas. ¿Alguna de ellas tendría la fuerza necesaria para ser reina?
Tiny seguía inconsciente en los brazos de alguien. Bariel y Celeste charlaban. Esta última parecía estar tranquila, aunque yo sabía que no era cierto. Aun así, en comparación con otras, ocultaba sus emociones muy bien. Algunas chicas estaban al borde de la histeria, de rodillas y lloriqueando. Otras se habían bloqueado, evadiéndose de aquella pesadilla, y se retorcían las manos con aire ausente, esperando a que acabara. Marlee estaba llorando un poco, pero no daba la impresión de estar deshecha. La agarré
del brazo e hice que se irguiera. —Sécate los ojos y levanta la cabeza —le grité al oído. —¿Qué? —Confía en mí, hazlo. Marlee se secó la cara con el borde del vestido e irguió un poco el cuerpo. Se tocó la cara
en varios sitios, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje, supuse. Luego se giró y me miró en busca de mi aprobación. —Buen trabajo. Perdona que me ponga tan mandona, pero confía en mí esta vez, ¿vale?
—No me gustaba tener que darle órdenes en medio de aquella situación angustiosa, pero debía mantener el aspecto sereno de la reina Amberly. Sin duda, Maxon apreciaría aquello en una reina, y Marlee tenía que ganar. Ella asintió. —No, tienes razón. Quiero decir que de momento todo el mundo está a salvo. No
debería estar tan preocupada. Asentí, aunque sin duda estaba equivocada. «Todo el mundo» no estaba a salvo. Los guardias montaron guardia junto a las enormes puertas mientras los rebeldes seguían
tirando cosas contra la fachada y las ventanas. Allí no había reloj. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a durar el ataque, y aquello no hacía más que aumentar mi ansiedad. ¿Cómo sabríamos si entraban? ¿No nos enteraríamos hasta que empezaran a golpear las puertas? ¿Estarían ya dentro, y no lo sabíamos? No podía soportar los nervios. Me quedé mirando un jarrón con flores de diverso tipo
—cuyos nombres no conocía, por supuesto— y me mordí una de mis uñas de manicura perfecta, concentrándome en aquellas flores como si fueran lo único importante en el mundo.
Al final Maxon vino a interesarse por mí, igual que había hecho con las demás. Se puso a
mi lado y también se quedó mirando las flores. Ninguno de los dos sabía bien qué decir. —¿Estás bien? —preguntó por fin. —Sí —susurré. —Pareces alterada —insistió él, tras una breve pausa. —¿Qué les ocurrirá a mis doncellas? —dije, poniendo en palabras mi mayor
preocupación. Yo sabía que estaba a salvo, pero ¿dónde estarían ellas? ¿Y si la incursión de los rebeldes había pillado a alguna de ellas por los pasillos? —¿Tus doncellas? —preguntó él, con un tono que me dejaba como una idiota. —Sí, mis doncellas. —Le miré a los ojos, para que se diera cuenta de que en realidad solo
una minoría escogida de la multitud de personas que vivían en el palacio estaban a salvo. Estaba a punto de echarme a llorar. No quería hacerlo, y respiraba a gran velocidad para intentar controlar mis emociones.
Me miró a los ojos y pareció entender que en realidad estaba a apenas un paso de ser una
sirvienta. Aquel no era el motivo de mi preocupación, pero me parecía extraño que un sorteo marcara la diferencia entre alguien como Anne y como yo. —Ahora mismo deben de estar escondidas. El servicio tiene sus propios lugares donde
ocultarse. Los guardias saben muy bien cómo tomar posiciones rápidamente y alertar a todo el mundo. Deberían estar bien. Tenemos un sistema de alarma, pero, la última vez que entraron, los rebeldes lo desbarataron por completo. Están trabajando para arreglarlo, pero… —Maxon suspiró.
Fijé la mirada en el suelo, intentando aplacar todas mis preocupaciones. —America, por favor… Me giré hacia Maxon. —Están bien. Los rebeldes han sido lentos, y todo el mundo en palacio sabe qué hacer en
caso de emergencia. Asentí. Nos quedamos allí, de pie, un minuto, hasta que noté que se disponía a
marcharse. —Maxon —susurré. Él se giró, algo sorprendido de que alguien se dirigiera a él de un modo tan informal. —Sobre lo de anoche… Deja que te explique. Cuando vinieron a casa, a prepararnos
para venir aquí, un hombre me dijo que yo nunca debía decirte que no. Pidieras lo que pidieras. En ningún caso. —¿Qué? —respondió él, atónito. —Lo dijo de un modo que hacía pensar que podrías pedir ciertas cosas. Y tú me habías
dicho que no habías tratado con muchas mujeres. Después de dieciocho años…, y luego pediste a los cámaras que se alejaran. Me asusté cuando te acercaste tanto.
Maxon sacudió la cabeza, intentando procesar todo aquello. La humillación, la rabia y la incredulidad se reflejaban en su rostro, habitualmente sereno. —¿Eso se lo han dicho a todas? —dijo, horrorizado. —No lo sé. Supongo que a muchas de las chicas no les hacía falta que se lo advirtieran.
Probablemente «ya estén» deseando abalanzarse sobre ti —observé, señalando con un gesto de la cabeza a las demás.
Él chasqueó la lengua, molesto. —Pero tú no, así que no tuviste ningún reparo en darme un rodillazo en la entrepierna,
¿es eso?
—¡Te di en el muslo! —Por favor… Un hombre no tarda tanto en recuperarse de un rodillazo en el muslo
—respondió, dejando claro su escepticismo. Se me escapó la risa. Afortunadamente, Maxon también se rio. Pero justo entonces otro
proyectil golpeó contra las ventanas, y nos detuvimos en seco. Por un momento se me había olvidado dónde estaba. Era algo que no me sucedía mucho, y que me iría muy bien para conservar la cordura.
—¿Y cómo te vas a enfrentar a una habitación llena de mujeres llorando? —pregunté. Su expresión de asombro tenía algo de cómico. —¡No hay nada en el mundo que me descoloque más! —susurró, desesperado—. No
tengo ni la más mínima idea de cómo pararlo. Aquel era el hombre que iba a gobernar nuestro país: un tipo que se venía abajo ante las
lágrimas. Divertidísimo. —Dales unas palmaditas en el hombro o en la espalda y diles que todo irá bien. La
mayoría de las veces, cuando las chicas lloran, no esperan que les resuelvas el problema; solo quieren que las consueles. —¿De verdad? —Más bien. —No puede ser tan sencillo —dijo, intrigado. —He dicho la mayoría de las veces, no siempre. Pero probablemente en esta ocasión a
muchas de las chicas les bastaría. Resopló. —No estoy seguro. Dos ya me han preguntado si las dejaré marcharse cuando acabe
esto.
—Pensaba que eso no nos estaba permitido —dije, aunque no debería haberme sorprendido. Si había accedido a dejar que me quedara como amiga, no debían de importarle mucho los aspectos técnicos—. ¿Qué vas a hacer? —¿Qué otra cosa puedo hacer? No voy a retener a nadie contra su voluntad. —A lo mejor luego cambian de opinión. —Quizá. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿También estás asustada y dispuesta a marcharte?
—preguntó, casi como en broma. —La verdad es que estaba convencida de que, en cualquier caso, me enviarías a casa
después del desayuno —admití. —La verdad es que yo también me lo había planteado. Se produjo un silencio entre nosotros, y los dos sonreímos. Nuestra amistad —si es que
podía llamarse así— desde luego era rara e imperfecta, pero al menos era honesta. —No me has respondido. ¿Quieres marcharte? Otro proyectil impactó contra la pared, y la idea iba ganando atractivo. El peor ataque
que había sufrido en casa había sido el de Gerad, cuando intentó quitarme comida del plato. Aquí las chicas no me apreciaban, los vestidos eran encorsetados, la gente intentaba herir mis sentimientos y la experiencia en conjunto resultaba incómoda. Pero era positiva para mi familia y se comía bien. Maxon parecía un poco perdido, y quizá podría seguir manteniéndolo a raya un poco más. Y, quién sabe, a lo mejor podría ayudarle a escoger a la próxima princesa. Le miré a los ojos. —Si tú no me echas, yo no me voy. —Bien. —Sonrió—. Tendrás que explicarme más trucos, como ese de las palmaditas en
la espalda. Yo también le sonreí. Sí, todo iba mal, pero quizá saliera algo bueno de todo aquello. —America, ¿podrías hacerme un favor? Asentí. —Por lo que sabe la gente, anoche pasamos mucho rato juntos. Si alguien te pregunta,
¿podrías decirles que yo no soy…, que yo nunca haría…? —Por supuesto. Y siento muchísimo lo que pasó. —Debería haberme imaginado que, si alguna de vosotras iba a desobedecer una orden,
serías tú. Unos cuantos proyectiles dieron contra la pared, lo cual provocó los chillidos entre las chicas.
—¿Quiénes son? ¿Qué es lo que quieren? —pregunté. —¿Quiénes? ¿Los rebeldes? Asentí. —Depende de a quién se lo preguntes. Y de qué grupo estés hablando —respondió. —¿Quieres decir que hay más de uno? Aquello empeoraba mucho las cosas. Si aquello era un solo grupo, ¿qué podrían hacer
dos o más juntos? Me parecía increíblemente injusto que nos mantuvieran oculto todo aquello. Por lo que yo sabía, todos los rebeldes eran iguales, pero Maxon hacía que sonara como si los hubiera mejores y peores. —¿Cuántos hay? —insistí. —Básicamente dos, los norteños y los sureños. Los norteños atacan con mucha más
frecuencia. Están más cerca. Viven en la zona húmeda de Likely, cerca de Bellingham, al norte. Es un lugar en el que nadie quiere vivir (prácticamente está en ruinas), así que lo han convertido en su base, aunque supongo que viajan. Lo de los viajes es una teoría mía a la que nadie hace mucho caso. Pero es mucho menos probable que consigan entrar, y, cuando entran, los ataques son… casi tímidos. Supongo que esto es un ataque de los norteños —dijo, levantando la voz entre el estruendo.
—¿Por qué? ¿Qué los hace tan diferentes de los sureños? Maxon se lo pensó, como si dudara de si debía contármelo. Miró alrededor para ver si
alguien podía oírnos. Yo también miré, y vi que había varias personas que nos observaban. En particular, Celeste parecía querer fundirme con la mirada. No mantuve el contacto visual con ella mucho rato. Aun así, pese a todas las mironas, no había nadie lo suficientemente cerca como para oírnos. Cuando Maxon llegó a la misma conclusión, se acercó y me susurró al oído: —Sus ataques son mucho más… letales. —¿Letales? —Me estremecí. Él asintió. —Solo vienen una o dos veces al año, por lo que parece. Creo que todos intentan
esconderme las estadísticas, pero no soy tonto. Cuando vienen, muere gente. El problema es que a nosotros ambos grupos nos parecen iguales (son tipos desaliñados; la mayoría, hombres, delgados pero fuertes, y sin emblemas reconocibles), así que no sabemos a qué nos enfrentamos hasta que ha acabado.
Recorrí la sala con la mirada. Si Maxon se equivocaba y resultaba que eran sureños, había
mucha gente en peligro. Pensé de nuevo en mis pobres doncellas. —Pero sigo sin entenderlo. ¿Qué es lo que quieren? Maxon se encogió de hombros. —Parece que los sureños quieren acabar con nosotros. No sé por qué, pero supongo que
porque están hartos de vivir al margen de la sociedad. Técnicamente ni siquiera son Ochos, ya que no participan del tejido social. Pero los norteños son un misterio. Padre dice que solo quieren molestarnos, alterar nuestra labor de gobierno, pero yo no lo creo —dijo, adoptando un aspecto muy digno por un momento—. Sobre eso también tengo otra teoría. —¿Y me la vas a contar? Maxon vaciló de nuevo. Supuse que esa vez no se trataba tanto del miedo a asustarme,
sino de que se temía que no me lo tomara en serio. Se me acercó de nuevo y me susurró: —Creo que están buscando algo. —¿El qué? —Eso no lo sé. Pero cada vez que vienen los norteños, siempre es lo mismo: los guardias
están fuera de combate, heridos o atados, pero nunca los matan. Es como si no quisieran que los siguieran. Aunque suelen llevarse algún rehén, y eso nos crea muchos problemas. Y luego, las habitaciones (bueno, las habitaciones a las que llegan) están patas arriba: todos los cajones sacados, los estantes revueltos, la alfombra del revés… Rompen muchas cosas. No te creerías la de cámaras que he perdido a lo largo de los años. —¿Cámaras? —Sí, bueno —repuso, tímidamente—. Me gusta la fotografía. A pesar de todo, nunca
acaban llevándose gran cosa. Padre piensa que mi idea es una tontería, por supuesto. ¿Qué podrían andar buscando un puñado de bárbaros analfabetos? Aun así, creo que debe de haber algo.
Aquello era un misterio. Si yo no tuviera un céntimo y supiera cómo entrar en el palacio,
supongo que me llevaría todas las joyas que pudiera, cualquier cosa que lograra vender. Aquellos rebeldes debían de tener algo en la mente cuando llegaban allí, más allá de la reivindicación política o su supervivencia. —¿Te parece un razonamiento tonto? —preguntó Maxon, sacándome de mis cábalas. —No, tonto no. Perturbador, pero no tonto. Intercambiamos una breve sonrisa. Me di cuenta de que si Maxon fuera Maxon Schreave,
sin más, y no Maxon, el futuro rey de Illéa, sería el tipo de persona que me gustaría tener como vecino, alguien con quien poder hablar.
Se aclaró la garganta. —Supongo que tendré que completar mi ronda. —Sí, imagino que habrá unas cuantas señoritas preguntándose por qué te demoras tanto. —Bueno, «amiga», ¿alguna sugerencia de con quién debería hablar ahora? Sonreí y miré hacia atrás, para asegurarme de que mi candidata a princesa seguía
manteniendo el tipo. Así era. —¿Ves a la chica rubia de allí, vestida de rosa? Es Marlee. Es un encanto, muy amable; le encanta el cine. Anda, ve. Maxon soltó una risita y se fue hacia ella. El tiempo que pasamos en el comedor nos pareció una eternidad, pero el ataque solo
había durado poco más de una hora. Más tarde descubrimos que no habían penetrado en el palacio; solo en el recinto. Los guardias no habían disparado a los rebeldes hasta que estos habían intentado dirigirse a la puerta principal, lo que explicaba lo de los ladrillos —que habían arrancado de la muralla exterior— y la fruta podrida que habían estado lanzando contra la ventana tanto rato. Al final, dos hombres acabaron por acercarse demasiado a las puertas, les dispararon y todos salieron huyendo. Si la distinción hecha por Maxon era correcta, aquellos debían de ser de los norteños.
Nos tuvieron encerradas un poquito más, mientras rastreaban el perímetro del palacio.
Cuando se convencieron de que todo estaba como correspondía, dejaron que nos dirigiéramos a nuestras habitaciones. Marlee y yo fuimos cogidas del brazo. A pesar de haber mantenido la calma, la tensión del ataque me había dejado agotada, y estaba encantada de tener a alguien que me distrajera. —¿Entonces te ha dejado que te pongas pantalones igualmente? —me preguntó. Yo me había puesto a hablar de Maxon a las primeras de cambio, deseosa de saber cómo
había ido su conversación. —Sí, se mostró muy generoso. —Es un detalle por su parte, después de haber ganado. —Es un buen ganador. Incluso es gracioso cuando se le lleva a ciertos extremos.
—«Como cuando se le da un rodillazo en la joya de la corona, por ejemplo», pensé. —¿Qué quieres decir? —Nada. —Aquello no quería explicárselo—. ¿De qué habéis hablado antes? —Bueno, me ha preguntado si me gustaría quedar con él esta semana —contestó,
ruborizándose. —¡Marlee! ¡Eso es estupendo! —¡Calla! —dijo, mirando alrededor, aunque el resto de las chicas ya había subido las
escaleras—. Intento no hacerme demasiadas ilusiones. Nos quedamos calladas un minuto hasta que por fin estalló: —¿A quién quiero engañar? ¡Estoy tan nerviosa que casi no lo soporto! Espero que no
tarde mucho en llamarme. —Si ya te lo ha pedido, estoy segura de que no dejará pasar mucho tiempo. Quiero decir,
en cuanto haya acabado con sus labores de gobierno del día, supongo. Ella se rio. —¡No me lo puedo creer! Quiero decir… que sabía que era guapo, pero nunca sabes
cómo puede comportarse. Me preocupaba que fuera…, no sé, pomposo, o algo así. —A mí también. Pero en realidad es… —¿Qué era Maxon, en realidad? Sí, era algo
pomposo, pero no tanto que resultara cortante, como me había imaginado. Era innegable que se portaba como un príncipe, pero, aun así, era muy…, muy…—… Es normal —dije por fin. Marlee ya no estaba mirando. Se había perdido en sus ensoñaciones mientras
caminábamos. Esperaba que Maxon estuviera a la altura de la imagen que se estaba haciendo mi amiga de él, y que ella fuera el tipo de chica que él quería. La dejé en su puerta, me despedí con un gesto y me dirigí a mi habitación. La imagen de Marlee y Maxon desapareció de mi mente en cuanto abrí la puerta. Anne y
Mary estaban inclinadas sobre Lucy, que parecía muy agitada. Estaba congestionada, y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas; el ligero temblor habitual en ella se había convertido en una gran agitación, y le sacudía todo el cuerpo. —Cálmate, Lucy, todo va bien —le susurraba Anne, mientras le acariciaba el cabello
alborotado. —Ya ha acabado todo. Nadie ha resultado herido. Estás a salvo, cariño —le decía Mary,
sosteniéndole la mano. Yo estaba tan impresionada que no podía hablar. El difícil momento por el que pasaba
Lucy era algo privado; no debería haberlo visto. Di media vuelta, pero Lucy me detuvo antes de que pudiera salir de la habitación. —Lo…, lo… siento… Lady… Lady… —balbució. Las otras contemplaron la escena con cara de preocupación. —No te angusties. ¿Estás bien? —pregunté, cerrando la puerta para que nadie más
pudiera vernos. Lucy intentó seguir hablando, pero no le salían las palabras. Las lágrimas y el temblor
tenían dominado aquel cuerpecito tan pequeño. —Estará bien, señorita —intercedió Anne—. Tardará unas horas, pero, cuando la cosa
acaba, siempre se calma. Si sigue mal, podemos llevarla al ala de la enfermería —dijo, y luego bajó la voz—. Solo que Lucy no quiere. Si consideran que no eres apta para el servicio, te mandan a la lavandería o a la cocina. Y a Lucy le gusta ser doncella.
Yo no sabía de quién pensaba Anne que teníamos que ocultarnos. Todas estábamos
alrededor de Lucy, y ella podía oírnos claramente, incluso en aquel estado. —Por…, por… favor, señorita. Yo no…, yo no… —Chis. Nadie va a delatarte —le aseguré. Miré a Anne y a Mary—. Ayudadme a meterla
en la cama. Entre las tres no debería habernos costado un gran esfuerzo, pero Lucy se retorcía tanto que sus brazos y sus piernas se nos escapaban de las manos. Tuvimos que emplearnos a fondo para conseguirlo. Una vez instalada entre las sábanas, la comodidad de la cama surtió un efecto mayor que todas nuestras palabras. Los espasmos de Lucy fueron remitiendo y ella fijó la mirada en el dosel que había por encima de la cama. Mary se sentó al borde y empezó a tararear una cancioncilla, que me recordó a cómo solía
arrullar yo a May cuando estaba enferma. Me llevé a Anne a un rincón, lejos del alcance de los oídos de Lucy. —¿Qué ha pasado? ¿Ha entrado alguien? —le pregunté. Si algo así hubiera ocurrido,
esperaba que me lo dijeran. —No, no —aseguró Anne—. Lucy siempre se pone así cuando vienen los rebeldes. El
mero hecho de hablar de ellos hace que se ponga a llorar. Ella… Anne bajó la mirada y la posó en sus brillantes zapatos negros, intentando decidir si debía
decirme algo. Yo no quería hurgar en la vida de Lucy, pero sí deseaba entender. Respiró hondo y me explicó: —Algunas de nosotras hemos nacido aquí. Mary nació en el castillo, y sus padres siguen
aquí. Yo era huérfana, y me trajeron porque el palacio necesitaba personal. —Se alisó el vestido, como si así pudiera quitarse de encima aquel pedazo de su historia que parecía pesarle—. Lucy fue vendida al palacio. —¿Vendida? ¿Cómo puede ser? Aquí no hay esclavos. —No, legalmente no, pero eso no quiere decir que no pueda pasar. La familia de Lucy
necesitaba dinero para una operación que tenía que hacerse su madre. Ofrecieron sus servicios a una familia de Treses a cambio del dinero necesario. Su madre no mejoró y no consiguieron quitarse la deuda de encima, de modo que Lucy y su padre llevaban muchísimo tiempo viviendo con aquella familia. Por lo que yo sé de cómo los trataban, no era mucho mejor que vivir en un granero.
»El hijo de la familia se fijó en Lucy, y ya sé que a veces no importa la diferencia de castas,
pero de una Seis a un Tres la distancia es muy grande. Cuando su madre descubrió las intenciones de su hijo, vendió a Lucy y a su padre al palacio. Recuerdo cuando llegó. Se pasó días llorando. Debían de estar terriblemente enamorados.
Miré a Lucy. Por lo menos en mi caso uno de los dos pudo decidir. En el suyo, no tuvo
ninguna opción y perdió al hombre al que amaba. —El padre de Lucy trabaja en los establos. No es muy rápido ni muy fuerte, pero muestra
una dedicación increíble. Y Lucy es doncella. Sé que puede parecerle tonto, pero ser una doncella en palacio es un honor. Somos la primera línea. Somos las que han considerado suficientemente preparadas, listas y atractivas como para poder presentarnos ante cualquiera. Nos tomamos nuestro trabajo muy en serio, y con motivo. Si la fastidias, te meten en la cocina, donde te pasas el día trabajando, mal vestida. O te mandan a cortar leña, o a rastrillar el jardín. Se puede servir de muchas formas diferentes. Me sentía tonta. Para mí, todas eran Seises. Sin embargo, dentro de aquella categoría
había clases, distinciones que no alcanzaba a comprender. —Hace dos años el palacio sufrió un ataque en plena noche. Les quitaron los uniformes
a los guardias y se creó una gran confusión. Fue tal el barullo que nadie sabía a quién atacar o defender, y la gente se coló por todas partes… Fue terrible.
Me estremecí solo de pensarlo. La oscuridad, la confusión, las dimensiones del palacio.
En comparación con lo de la mañana, parecía obra de los sureños. —Uno de los rebeldes atrapó a Lucy. —Anne bajó la vista un minuto y luego añadió en
voz baja—: No creo que tengan muchas mujeres en sus grupos, no sé si me entiende. —¡Oh! —Eso no lo vi personalmente, pero Lucy me contó que el tipo estaba cubierto de
suciedad. Me dijo que no paraba de lamerle la cara. Anne se estremeció solo de pensarlo. A mí se me encogió el estómago, y temí que pudiera
devolver el desayuno. Era asqueroso, y entendía perfectamente que alguien que había pasado tanto miedo se viniera abajo ante un ataque similar. —El tipo se la llevaba a rastras, y ella gritó con todas sus fuerzas. Con el tumulto reinante
era difícil oírla. Pero apareció otro guardia, este de verdad. Apuntó y disparó al hombre justo en la cabeza. El rebelde cayó al suelo, con Lucy aún agarrada. Quedó cubierta de sangre.
Me tapé la boca. No podía imaginarme que alguien tan delicado como aquella chica
hubiera tenido que pasar por todo aquello. No era de extrañar que hubiera reaccionado así. —Le curaron unas cuantas heridas, pero nadie se preocupó de su estado emocional.
Ahora se pone nerviosa a la mínima, pero intenta ocultarlo lo mejor que puede. Y no solo lo hace por ella, sino también por su padre. Él está orgullosísimo de que su hija se haya ganado el puesto de doncella, y ella no quiere decepcionarle. Intentamos evitar que se angustie, pero cada vez que vienen los rebeldes se pone en lo peor y cree que alguien va a llevársela, a hacerle daño o a matarla.
»Hace lo que puede, señorita, pero no sé hasta cuándo va a poder aguantarlo. Asentí y miré hacia Lucy, que estaba postrada en la cama. Había cerrado los ojos y se
había dormido, aunque aún era bastante temprano. Me pasé el resto del día leyendo. Anne y Mary limpiaron la habitación, aunque no estaba
sucia. Todas mantuvimos silencio mientras Lucy descansaba. Me prometí a mí misma que, si podía evitarlo, Lucy no volvería a pasar por aquello.
sábado, 17 de enero de 2015
La selección Kiera Cass Capítulo 13
lunes, 12 de enero de 2015
La selección Kiera Cass Capítulo 12
Las cámaras dieron una vuelta por el perímetro de la sala y luego dejaron que
disfrutáramos del desayuno en paz, tras tomar un último plano del príncipe. Me sentía algo descolocada por aquellas repentinas eliminaciones, pero Maxon no
parecía demasiado afectado. Se comió su desayuno sin alterarse y, mientras le miraba, caí en que debía comerme el mío antes de que se enfriara. Al igual que la cena, era casi demasiado delicioso. El zumo de naranja era tan puro que tuve que beberlo a sorbos cortos. Los huevos y el beicon eran una maravilla, y las tortitas estaban hechas a la perfección, tan finas como las que yo hacía en casa.
Oí numerosos suspiros por la mesa y supe que no era la única que estaba disfrutando con
la comida. Sin olvidar que tenía que usar las pinzas, cogí una tartaleta de fresas de la cesta que había en el centro de la mesa. Al mismo tiempo, eché un vistazo por la sala para ver cómo les iba a las otras Cinco. Fue entonces cuando me di cuenta de que era la única Cinco que quedaba.
No sabría decir si Maxon era consciente de aquello —daba la impresión de que lo único
que sabía era nuestros nombres—, pero me pareció extraño que ambas se hubieran ido. Si hubiera sido una simple extraña al entrar en aquella sala, ¿también me habría echado a mí? Reflexioné sobre aquello mientras le daba un mordisco a la tartaleta de fresas. Era tan dulce y la masa era tan suave que hasta la última de mis papilas gustativas se activó, imponiéndose de inmediato al resto de mis sentidos. Se me escapó un gemidito involuntario, pero es que aquello era, con mucho, lo mejor que había probado nunca. Le di un segundo bocado antes incluso de haber tragado el primero. —¿Lady America? —dijo una voz. Las cabezas de las otras chicas se giraron al oír la voz, que pertenecía al príncipe Maxon.
Me quedé de piedra al ver que se dirigía a mí —o a cualquiera de nosotras— con aquella naturalidad y delante de las demás.
Peor aún que la sorpresa era el tener la boca llena de comida. Me la tapé con la mano y
mastiqué todo lo rápido que pude. No pudieron ser más que unos segundos, pero, con tantos ojos puestos sobre mí, me pareció una eternidad. Noté el gesto de suficiencia en la cara de Celeste mientras intentaba tragar. Debía de parecerle una presa fácil. —¿Sí, alteza? —respondí, en cuanto hube tragado la mayor parte del bocado. —¿Está disfrutando de la comida? —Maxon parecía estar a punto de echarse a reír, fuera
por mi expresión de sorpresa, fuera al recordar algún detalle de nuestra primera conversación clandestina.
Intenté mantener la calma. —Es excelente, alteza. Esta tartaleta de fresas…, bueno, tengo una hermana aún más
golosa que yo. Creo que lloraría de emoción si la pudiera probar. Es perfecta. Maxon tragó un bocado de su desayuno y se recostó en la silla. —¿De verdad cree que lloraría? —dijo, aparentemente divertido ante la idea. Parecía que
lo del llanto y las mujeres le provocaba extrañas reacciones. Me lo quedé pensando. —Pues sí, creo que sí. Lo cierto es que no es muy moderada con las emociones. —¿Apostaría por ello? —respondió al instante. Observé que las cabezas de las otras chicas iban de un lado al otro, mirándonos, como si
estuvieran en un partido de tenis. —Si tuviera dinero sí, desde luego. —Sonreí ante la idea de apostar por las lágrimas de
alegría de alguien. —¿Qué estaría dispuesta a apostar en lugar de dinero, entonces? Diría que se le da muy
bien hacer tratos. —Estaba claro que estaba disfrutando con aquel jueguecito. Muy bien. Pues a jugar.
—Bueno, ¿qué quiere usted? —le planteé, preguntándome qué podría ofrecerle a alguien
que lo tenía todo. —¿Y usted? ¿Qué quiere usted? —contraatacó. Aquello sí que era una pregunta fascinante, casi tan interesante como pensar en lo que
podría ofrecerle yo a Maxon era reflexionar acerca de lo que él podía ofrecerme a mí. Tenía el mundo a su disposición. Así pues, ¿qué quería yo?
Yo no era una Uno, pero vivía como si lo fuera. Disponía de más comida de la que podía
comer y la cama más cómoda que podía imaginarme. La gente me servía constantemente, quisiera o no. Y si necesitaba algo, solo tenía que pedirlo. Lo único que deseaba de verdad era algo que hiciera que aquel lugar se pareciera menos a
un palacio. Como que mi familia estuviera por allí, o no ir tan emperifollada. No podía pedir que me viniera a visitar mi familia. Solo llevaba allí un día.
—Si llora, quiero poder llevar pantalones toda una semana —propuse. Todo el mundo se rio, pero de un modo tranquilo y educado. Parecía que hasta el rey y la
reina habían encontrado divertida mi petición. Me gustaba el modo en que me miraba la reina, como si ya no fuera tanto una extraña para ella. —Hecho, pues —dijo Maxon—. Y si no llora, me deberá un paseo por los jardines
mañana por la tarde. ¿Un paseo por los jardines? ¿Y ya está? No me parecía nada especial. Recordé lo que
había dicho Maxon la noche anterior, que siempre tenía algún guardia cerca. Quizá no supiera cómo pedir algo de tiempo para estar a solas con alguien. A lo mejor aquel era su modo de gestionar algo que le resultaba muy raro. Alguien a mi lado emitió un sonido de desaprobación. Oh. Me di cuenta de que, si perdía,
sería la primera de las chicas en disponer de un tiempo a solas con el príncipe. Algo dentro de mí me decía que negociara, pero, si iba a ayudarle —como le había prometido—, no podía poner trabas al primer intento de quedar a solas. —Es un buen negociador, señor, pero acepto. —¿Justin? —El mayordomo con el que había hablado antes se acercó de nuevo—.
Prepare un paquete de tartaletas de fresa y envíeselo a la familia de la señorita. Mande a alguien y ordénele que espere a que su hermana las pruebe, y que nos informe de si realmente llora o no. Tengo una gran curiosidad.
Justin asintió y desapareció. —Debería escribir una nota y aprovechar el envío para decirle a su familia que está bien.
De hecho, todas ustedes deberían hacerlo. Tras el desayuno, escriban una carta a sus familias, y nos aseguraremos de que llegan hoy mismo. Todas sonrieron y suspiraron, contentas de formar parte por fin de todo aquello. Nos
acabamos el desayuno y nos fuimos a escribir nuestras cartas. Anne me trajo papel, y le escribí una breve nota a mi familia. Aunque las cosas habían empezado de un modo algo raro, lo último que quería era que se preocuparan. Intenté darle un tono desenfadado.
Queridos mamá, papá, May y Gerad: ¡Ya os echo tanto de menos! El príncipe quería que escribiéramos a casa y les contáramos a
nuestras familias cómo estamos. Yo estoy bien. El viaje en avión daba un poco de miedo, pero a su modo también fue divertido. ¡El mundo se ve tan pequeño desde allí arriba!
Me han dado un montón de vestidos preciosos y otras cosas, y tengo tres doncellas encantadoras
que me ayudan a vestirme, que me lo limpian todo y me dicen dónde tengo que ir. Aun así, si en algún momento estoy completamente perdida, siempre saben lo que me toca hacer y me ayudan a llegar a tiempo.
Casi todas las chicas son tímidas, pero creo que he hecho una amiga. ¿Os acordáis de Marlee,
de Kent? La conocí en el viaje a Angeles. Es muy ocurrente y amable. Si vuelvo pronto a casa, espero que ella llegue hasta el final. He conocido al príncipe. También al rey y a la reina. En persona tienen un aspecto aún más
regio. Aún no he hablado con ellos, pero sí con el príncipe Maxon. Es una persona sorprendentemente generosa…, creo. Tengo que dejaros, pero os quiero y os echo de menos. Volveré a escribiros en cuanto pueda. Con cariño, AMERICA No me parecía que hubiera nada que pudiera dar mala espina en aquellas palabras, pero
quizá me equivocara. Me imaginaba a May leyendo la carta una y otra vez en busca de detalles ocultos entre líneas sobre mi vida. Me pregunté si la leería antes de probar las tartaletas.
P. S. May, ¿no se te saltan las lágrimas de lo buenas que están estas tartaletas?
Listo. No podía hacer nada más. Aparentemente, aquello no bastó. Un mayordomo llamó a mi puerta aquella tarde para
entregarme una carta de mi familia y darme una noticia: —No lloró, señorita. Dijo que estaban tan buenas que podría haber llorado (como usted
sugirió), pero lo cierto es que no lo hizo. Su alteza vendrá a buscarla a su habitación mañana sobre las cinco. Por favor, esté lista.
No lamentaba mucho haber perdido, aunque lo cierto es que me habría gustado poder
llevar pantalones. Por lo menos, a falta de pantalones, tenía cartas. Me di cuenta de que en realidad era la primera vez que me separaba de mi familia más de unas horas. No teníamos dinero suficiente para hacer viajes, y como no tuve amigos durante la infancia, nunca había pasado la noche en su casa. Ojalá pudiera recibir cartas a diario. Supuse que se podría hacer, pero debía de ser carísimo.
Leí primero la de papá: no paraba de decirme lo guapa que estaba en televisión y lo
orgulloso que se sentía de mí. Me decía que no debía de haber enviado tres cajas de tartaletas, que May iba a volverse una consentida. ¡Tres cajas! ¡Por Dios!
También decía que Aspen había estado en casa ayudándole con el papeleo, así que le
había dado una caja para que se la llevara a su casa. No sabía cómo sentirme al respecto. Por una parte, me alegraba de que pudieran comer algo tan exquisito. Por otra, me lo imaginaba dándoselas a probar a su nueva novia. A alguien a quien pudiera mimar. Me pregunté si tendría celos de Maxon por el regalo, o si estaba encantado de haberse librado de mí. Me quedé dándole vueltas a aquellas líneas más de lo que me habría gustado. Papá se despedía diciendo que estaba contento de que hubiera hecho una amiga, que era
algo que siempre me había costado. Doblé la carta y pasé un dedo por encima de su firma, en el exterior. Nunca había caído en lo curiosa que era.
La carta de Gerad era breve y concisa: me echaba de menos, me quería y me pedía que,
por favor, le enviara más comida. Hizo que se me escapara la risa. Mamá estaba mandona. Incluso por escrito notaba su tono, felicitándome veladamente
por haberme ganado el afecto del príncipe —Justin la había informado de que yo era la única a la que le habían hecho un regalo para enviar a casa— y diciéndome que siguiera haciéndolo como hasta entonces.
«Sí, mamá. Le seguiré diciendo al príncipe que no tiene ninguna posibilidad conmigo y seguiré ofendiéndole tanto como pueda.» Un plan estupendo. Me alegré de haber guardado la carta de May para el final. Estaba absolutamente alucinada. Admitía la envidia que le daba que yo pudiera comer
cosas tan buenas todo el rato. También se quejaba de que mamá estaba más gruñona. La entendía muy bien. El resto era una salva de preguntas. ¿Era Maxon tan guapo como en la tele? ¿Qué llevaba yo puesto ahora mismo? ¿Podría venir a visitarme a palacio? ¿No tendría Maxon un hermano secreto que quisiera casarse con ella algún día? Me reí y me llevé mi colección de cartas al pecho. Tendría que encontrar el momento de
escribirles otra vez lo antes posible. Debía de haber algún teléfono por ahí, en algún sitio, pero hasta el momento nadie nos lo había mencionado. Aunque tuviera uno en mi habitación, probablemente sería exagerado llamar cada día. Además, sería divertido seguir con las cartas. Podían ser una prueba de mi estancia en aquel lugar cuando todo aquello no fuera más que un recuerdo.
Me fui a la cama reconfortada al saber que a mi familia le iba bien y aquel pensamiento me
acompañó en un sueño profundo, a pesar de los nervios que me producía la expectativa de volver a estar a solas con Maxon. No sabía muy bien el motivo, pero esperaba que mis temores fueran infundados.
—Para guardar las apariencias, ¿te importaría cogerte de mi brazo? —me preguntó, tras
presentarse en mi habitación al día siguiente. Yo no estaba muy segura, pero lo hice. Mis doncellas ya me habían puesto un vestido de
noche: un modelito azul con cintura imperio y las mangas cortas sobre los hombros. Tenía los brazos al descubierto, y sentía la tela almidonada del traje de Maxon contra mi piel. Había algo en todo aquello que me hacía sentir incómoda. Él debió de darse cuenta, porque intentó distraerme. —Siento que no llorara. —No, no lo sientes…, siente. —Mi tono jocoso dejaba claro que a mí tampoco me
disgustaba tanto haber perdido. —Es la primera vez que apuesto. Ha estado bien ganar —dijo, con un tono casi de
disculpa.
—La suerte del principiante. —Quizá. —Sonrió—. La próxima vez intentaremos hacer que se ría. Al instante empecé a imaginarme posibles situaciones. ¿Qué podrían llevarle a May de
aquel palacio que le hiciera morirse de risa? Maxon se dio cuenta de que estaba pensando en ella. —¿Cómo es tu familia? —¿Qué quiere decir? —¿Quiere? Si vamos a ser amigos, en privado podrías hablarme de tú, ¿no? —Bueno, pues… ¿Qué… quieres decir? —Pues eso. Que tu familia debe de ser muy diferente a la mía. —Yo diría que sí. —Me reí—. Para empezar, nadie se pone una tiara para desayunar. Maxon sonrió. —En casa de los Singer se usa más a la hora de la cena, ¿no? —Por supuesto. Chasqueó la lengua, divertido. Empezaba a pensar que quizá Maxon no fuera tan
remilgado como sospechaba. —Bueno, soy la tercera de cinco hermanos. —¡Cinco! —Sí, cinco. Ahí fuera la mayoría de las familias tienen muchos hijos. Yo misma tendría
muchos, si pudiera. —¿De verdad? —respondió, levantando las cejas. —Sí —respondí, bajando la voz. No sabía muy bien por qué, pero me pareció que
aquello era un detalle muy íntimo de mi vida. Solo había otra persona en el mundo a quien se lo hubiera dicho.
Sentí que la tristeza se apoderaba de mí, pero me sobrepuse. —Bueno, mi hermana mayor, Kenna, se casó con un Cuatro. Ahora trabaja en una
fábrica. Mi madre quiere que me case al menos con un Cuatro, pero yo no quiero tener que dejar de cantar. Me gusta demasiado. Aunque supongo que ahora soy una Tres. Eso es de lo más raro. Creo que no abandonaré la música, si puedo.
»Luego viene Kota. Es artista. Últimamente no lo vemos mucho. Vino a despedirme,
pero nada más. »Luego voy yo. Maxon sonrió con naturalidad. —America Singer —anunció—, mi mejor amiga. —Eso mismo. Eché la mirada al cielo. Era imposible que pudiera ser su mejor amiga. Al menos de
momento. Pero tenía que admitir que Maxon era la única persona con la que me había sincerado, aparte de mi familia o de Aspen. Bueno, aunque también estaba Marlee. ¿Sentiría él lo mismo?
Poco a poco fuimos llegando al final del pasillo y nos dirigimos a las escaleras. No parecía
que tuviera ninguna prisa. —Después de mí viene May. Es la que me vendió y no lloró. Sinceramente, creo que me han timado. ¡No me puedo creer que no llorara! Pero sí, es una artista. Yo… la adoro. Maxon me escrutó el rostro. Hablar de May me había ablandado un poco. Maxon me caía
bien, pero no sabía hasta qué punto quería que penetrara en mi vida. —Y luego está Gerad. Es el niño de la casa; tiene siete años. Aún no tiene muy claro si le
gusta más el arte o la música. Lo que le encanta es jugar a la pelota y estudiar bichos, lo cual está muy bien, salvo que así no se ganará la vida. Estamos intentando que experimente más. Bueno, y ya estamos todos. —¿Y tus padres? —¿Y «tus» padres? —Ya conoces a mis padres. —No, no los conozco. Conozco su imagen pública. ¿Cómo son en realidad? —pregunté,
tirándole del brazo, aunque me costó un poco. Maxon tenía unos brazos enormes. Incluso bajo las capas de tela de su traje, sentía la presencia de unos músculos fuertes y firmes.
Suspiró, pero estaba claro que no le exasperaba lo más mínimo. Daba la impresión de que
le gustaba tener a alguien incordiándole. Debía de ser duro haberse criado en aquel lugar como hijo único. Empezó a pensar en lo que iba a decir cuando saliéramos al jardín. Todos los guardias
lucían una sonrisa pícara a nuestro paso. Y más allá nos esperaba un equipo de televisión. Por supuesto, querían estar presentes en la primera cita del príncipe. Maxon les hizo que no con la cabeza, y ellos se retiraron de inmediato. Oí que alguien protestaba. No me apetecía nada que las cámaras me siguieran a todas partes, pero me parecía raro que se las quitara de encima. —¿Estás bien? Pareces tensa —observó Maxon. —A ti te descoloca ver llorar a una mujer; a mí me descoloca salir a pasear con un
príncipe —respondí, encogiéndome de hombros. Maxon se rio discretamente, pero no dijo nada más. A medida que avanzábamos hacia el
oeste, el sol iba quedando tapado por el enorme bosque de palacio, aunque aún faltaba mucho para que anocheciera. La sombra nos engulló y quedamos ocultos por la oscuridad. Aquello es lo que habría deseado la otra noche, cuando buscaba alejarme de todo. Allí sí que daba la impresión de que estábamos solos. Seguimos caminando, alejándonos del palacio y de la atención de los guardias.
—¿Qué es lo que te resulta tan confuso de mí? Vacilé, pero le dije lo que sentía. —Tu carácter. Tus intenciones. No estoy segura de qué debo esperar de este paseo. —Ah. —Se detuvo y se me puso delante. Estábamos muy cerca el uno del otro, y, a pesar
del cálido aire estival, sentí un escalofrío en la espalda—. Creo que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que no soy de los que van con rodeos. Te diré exactamente qué quiero de ti. Maxon se acercó un paso más. Se me hizo un nudo en la garganta. Me había metido yo solita en la situación que más
quería evitar. Sin guardias, sin cámaras, sin nadie que le impidiera hacer lo que quisiera. La rodilla se me disparó en un acto reflejo. Literalmente. Y le di un rodillazo a su alteza
real en la entrepierna. Con fuerza. Maxon soltó un alarido y se encogió, llevándose las manos a la zona dolorida mientras yo
daba un paso atrás. —¿Y eso a qué ha venido? —¡Si me pones un solo dedo encima, será mucho peor! —¿Qué? —He dicho que si… —¡Estás loca! Eso no, ya te he oído la primera vez —dijo, con una mueca—. Pero ¿qué
narices quieres decir con eso? Sentí un calor que me invadía todo el cuerpo. Había sacado la peor conclusión posible y
me había puesto en guardia ante algo que evidentemente no iba a suceder. Los guardias se acercaron a la carrera, alertados por nuestra discusión. Maxon los alejó
con la mano, aún en una posición extraña, medio curvado. Nos quedamos un momento en silencio, y, cuando él empezó a recuperarse del dolor, se
me puso delante. —¿Qué creías que quería? Agaché la cabeza y me sonrojé. —America, ¿qué te creías que quería? —insistió, evidentemente contrariado. Más que
contrariado. Ofendido. Estaba claro que había adivinado lo que me había pasado por la mente, y no le gustaba lo más mínimo—. ¿En público? ¿Has pensado…? ¡Por el amor de Dios, soy un caballero!
Dio media vuelta y se dispuso a volver, pero se giró. —¿Por qué te has ofrecido siquiera a ayudarme si tienes ese concepto tan bajo de mí? No podía ni siquiera mirarle a los ojos. No sabía cómo explicar que me habían preparado
para que me esperara cualquier cosa, que aquel lugar oscuro y aislado me había hecho sentirme extraña, que solo había un chico con el que hubiera estado alguna vez a solas y que aquella era mi reacción lógica. —Hoy cenarás en tu habitación. Ya decidiré qué hago por la mañana. Me quedé esperando en el jardín hasta estar segura de que todas las demás estarían ya en
el comedor, y luego estuve un rato paseando arriba y abajo por el pasillo antes de decidirme a entrar en la habitación. Cuando entré, Anne, Mary y Lucy estaban nerviosísimas. No tuve el valor de decirles que no había estado todo aquel tiempo con el príncipe. Ya me habían traído la cena, que estaba sobre la mesa, en el balcón. Tenía hambre, ahora
que había digerido mi momento de humillación. Pero el motivo de que mis doncellas estuvieran tan agitadas no era mi larga ausencia. Había una caja enorme sobre la cama, esperando a que la abriera.
—¿Podemos verlo? —preguntó Lucy. —¡Lucy, eso es de mala educación! —la regañó Anne. —¡Lo dejaron aquí en cuanto se fue! ¡Desde entonces estamos preguntándonos qué
puede ser! —exclamó Mary. —¡Mary! ¡Esos modales! —la riñó Anne. —No, no os preocupéis, chicas. No tengo secretos. —Cuando vinieran a echarme al día
siguiente, les diría a mis doncellas el motivo. Les sonreí sin muchas ganas mientras deshacía el gran lazo que envolvía la caja. En el
interior había tres pares de pantalones: unos de lino, otros que parecían más formales e y me había puesto en guardia ante algo que evidentemente no iba a suceder.
La selección Kiera Cass Capítulo 11
Por la mañana no me desperté con el ruido de las doncellas al entrar —aunque ya habían
entrado— ni con la preparación del baño —aunque ya estaba preparado—. Me desperté con la luz que se coló por mi ventana cuando Anne retiró suavemente las pesadas y elaboradas cortinas, tarareando con dulzura alguna canción, encantada con su trabajo.
Yo aún no estaba lista para ponerme en marcha. Había tardado mucho en relajarme
después de tanta tensión, y aún más tiempo en dormirme al darme cuenta de lo que significaría exactamente aquella conversación en el jardín. Si tenía ocasión, le pediría disculpas a Maxon. Sería un milagro si me daba incluso ocasión de hacerlo. —¿Señorita? ¿Está despierta? —Noooo —gimoteé, con la cara contra la almohada. Pero Anne, Mary y Lucy se rieron ante mis lamentos, y eso bastó para hacerme sonreír y
para que me decidiera a ponerme en marcha. Es probable que con aquellas chicas fuera con las que más fácilmente podía llevarme bien
de todo el palacio. Me pregunté si podrían llegar a convertirse en confidentes de algún tipo, o si la disciplina y el protocolo las habrían hecho completamente incapaces de compartir incluso una taza de té conmigo. Aunque fuera una Cinco de nacimiento, ahora mismo tenía todos los atributos de una Tres. Y si eran criadas, tenían que ser Seises. Pero a mí aquello no me importaba. Me encontraba bien en compañía de Seises.
Entré muy despacio en el monstruoso baño; cada paso que daba resonaba en aquel
enorme espacio de azulejo y cristal. A través de los grandes espejos vi que Lucy se fijaba en las manchas de tierra de mi bata. Luego los ojos atentos de Anne cayeron en ellas. Y después los de Mary. Por suerte, ninguna de las dos hizo comentarios. Uno de mis temores era que me acribillaran a preguntas, pero estaba equivocada. Evidentemente les preocupaba muchísimo que me sintiera cómoda. Si me preguntaban qué había estado haciendo fuera de mi habitación —o, peor aún, fuera del palacio—, resultaría muy embarazoso. Se limitaron a quitarme la bata con cuidado y a llevarme al baño. No estaba acostumbrada
a desnudarme en presencia de otras personas —ni siquiera de mamá o de May—, pero no parecía que hubiera otra opción. Aquellas tres mujeres me ayudarían a cambiarme de ropa durante todo el tiempo que pasara allí, así que tendría que aguantarlo hasta el día de mi partida. Me preguntaba qué sería de ellas cuando yo me fuera. ¿Las asignarían a otras chicas que necesitaran más cuidados a medida que avanzara la competición? ¿O ya tenían otros trabajos en el palacio de los que habían sido excusadas temporalmente? Me pareció maleducado preguntarles qué era lo que hacían antes o insinuar que no estaría mucho tiempo allí, así que no lo hice. Tras el baño, Anne me secó el cabello, levantándome la mitad de la melena con cintas que
me había traído de casa. Eran azules, así que casualmente resaltaban las flores de uno de los vestidos de día que mis doncellas habían hecho para mí, y ese fue el que escogí. Mary me maquilló con tonos tan suaves como el día anterior, y Lucy me extendió una loción por los brazos y las piernas. Había una gran variedad de joyas entre las que escoger, pero yo les pedí mi cajita. Allí
dentro tenía un minúsculo collarcito con un ruiseñor que me había regalado mi padre, y era plateado, así que hacía juego con el broche con mi nombre. Sí me puse un par de pendientes de la colección de palacio, pero probablemente fueran los más pequeños que había. Anne, Mary y Lucy me supervisaron con la mirada y sonrieron, satisfechas. Me tomé
aquello como un indicador de que mi aspecto era correcto para el desayuno. Me despidieron con sonrisas, reverencias y buenos deseos, y me puse en marcha. A Lucy le temblaban las manos de nuevo.
Subí al vestíbulo de arriba, donde nos habíamos encontrado todas el día anterior. Era la
primera, así que me senté a descansar en un pequeño sofá. Poco a poco empezaron a llegar las otras. Enseguida observé una constante: todas las chicas tenían un aspecto fenomenal. Lucían el cabello recogido en elaboradas trenzas o tirabuzones, dejando la cara despejada. Llevaban un maquillaje cuidado a la perfección y unos vestidos planchados inmejorablemente. Yo había escogido el vestido más sencillo que tenía para el primer día; los vestidos de
todas las demás tenían algún detalle brillante. Hubo dos chicas que, al llegar al vestíbulo, cayeron en la cuenta de que llevaban unos vestidos casi idénticos. Ambas dieron media vuelta y fueron a cambiarse. Todas querían destacar, y cada una lo hacía a su manera. Incluso yo.
Todas querían parecer Unos. Por mi parte, tenía el aspecto de una Cinco con un bonito vestido. Pensé que había tardado mucho en prepararme, pero las otras chicas se retrasaron
mucho más. Incluso después de que llegara Silvia para acompañarnos abajo, aún tuvimos que esperar a Celeste y a Tiny, que había necesitado que le encogieran el vestido. Cuando estuvimos todas, nos dirigimos hacia las escaleras. Había un espejo dorado en la
pared, y todas nos giramos para echar un último vistazo mientras bajábamos. En una imagen fugaz, me vi junto a Marlee y Tiny. Desde luego se me veía sencilla.
Pero al menos era yo misma, y aquello suponía todo un consuelo. Bajamos, esperando que nos llevaran al comedor, donde nos habían dicho que
comeríamos. Sin embargo, nos condujeron al Gran Salón, donde habían puesto mesas y sillas individuales en filas, todas con sus platos, sus copas y su cubertería de plata. No obstante, de la comida no había ni rastro. Ni siquiera un olor que prometiera. Más allá, en una esquina, observé un grupito de sofás. Unos cuantos cámaras, apostados en diferentes puntos, grababan nuestra llegada.
Fuimos entrando y nos sentamos donde quisimos, ya que allí no había cartelitos con nuestros nombres. Marlee estaba en la fila de delante de la mía, y Ashley se sentó a mi derecha. No me molesté en mirar dónde estaban las demás. Daba la impresión de que muchas habían hecho al menos una amiga, igual que yo tenía mi aliada en Marlee. Ashley había elegido sitio a mi lado, así que supuse que desearía mi compañía. Aun así, no decía nada. A lo mejor estaba contrariada por el informe de la noche anterior. Por otra parte, el día anterior también había estado muy callada. Quizá fuera su carácter. Pensé que lo peor que podía pasarme es que no me respondiera, así que decidí al menos saludarla. —Ashley, estás preciosa. —Oh, gracias —dijo, en voz baja. Ambas comprobamos que las cámaras estaban lejos.
No es que la conversación fuera privada, pero no nos hacían ninguna falta—. ¿No es divertido llevar todas estas joyas? ¿Y las tuyas? —Humm, a mí me pesaban demasiado. He preferido ir más ligera. —¡Sí que pesan! Me da la impresión de que llevo diez kilos en la cabeza. Pero no podía
dejar pasar la ocasión. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos quedaremos? Aquello tenía gracia. Ashley parecía bastante segura de sí misma desde el principio. Con
aquel aspecto y aquella compostura, era ideal como princesa. Me parecía raro que dudara de sí misma.
—Pero ¿no crees que ganarás? —pregunté. —Por supuesto —susurró—. ¡Pero es de mala educación admitirlo! —contestó, y me
guiñó un ojo, lo que me hizo soltar una risita. Otro error por mi parte. Aquella risita llamó la atención de Silvia, que estaba entrando en
aquel momento. —Chis, chis. Una dama nunca levanta la voz más allá de un leve murmullo. Se hizo el silencio. Me pregunté si las cámaras habían registrado mi error, y me noté las
mejillas calientes. —Buenos días, señoritas. Espero que todas descansarais bien en vuestra primera noche
en palacio, porque ahora empieza el trabajo. Hoy empezaremos las clases de conducta y protocolo, proceso que continuará durante toda vuestra estancia. Sabed que informaré de cualquier falta de comportamiento por vuestra parte a la familia real. »Sé que puede sonar duro, pero esto no es un juego que podáis tomaros a la ligera. Una de
las presentes en esta sala será la próxima princesa de Illéa, lo cual no es poco. Debéis esmeraros en mejorar, cualquiera que fuera vuestro origen. Os convertiréis en damas de la cabeza a los pies. Esta misma mañana recibiréis vuestra primera clase.
»Las buenas maneras en la mesa son muy importantes, y antes de que podáis comer
frente a la familia real debéis tener en cuenta unas mínimas normas de etiqueta. Cuanto antes acabemos con esta clase, antes iréis a desayunar, así que mirad todas aquí, por favor. Empezó a explicar que se nos serviría por la derecha, qué copa era para qué bebida y que
nunca jamás debíamos coger una pastita con las manos. Había que usar siempre las pinzas. Las manos debíamos tenerlas sobre el regazo siempre que no las estuviéramos usando, con la servilleta debajo. No debíamos hablar, a menos que se nos preguntara. Por supuesto, podíamos hablar en voz baja con nuestros vecinos de mesa, pero siempre a un nivel adecuado para el palacio. Cuando dijo aquella última frase se me quedó mirando. Silvia siguió, con su tono elegante. Noté que mi estómago empezaba a perder la
paciencia. Aunque no fueran copiosas, estaba acostumbrada a mis tres comidas diarias. Necesitaba comer. Ya estaba empezando a ponerme de mal humor cuando oímos que llamaban a la puerta. Dos guardias se hicieron a un lado y entró el príncipe Maxon. —Buenos días, señoritas —saludó. La reacción en la sala fue tangible. Unas enderezaron la espalda, otras se echaron atrás el
cabello, y alguna que otra se colocó bien el vestido. Yo no miré a Maxon, sino a Ashley, que respiraba agitadamente. Se lo quedó mirando de un modo que me hizo sentir incómoda solo de verlo.
—Alteza —saludó Silvia, con una reverencia. —Hola, Silvia. Si no te importa, me gustaría presentarme ante estas jóvenes. —Por supuesto —dijo ella, con una nueva reverencia. El príncipe Maxon paseó la mirada por la sala y me localizó. Nuestros ojos se cruzaron
un momento y sonrió. Aquello no me lo esperaba. Pensaba que habría cambiado de opinión sobre el trato que iba a dispensarme tras la noche pasada y que me llamaría al orden delante de todas. Pero quizá no estuviera enfadado. Tal vez le hubiera parecido divertido. Debía de aburrirse tremendamente en aquel lugar. Cualquiera que fuera el motivo, aquella breve sonrisa me hizo pensar que a fin de cuentas tal vez aquello no resultara ser una experiencia tan terrible. Tomé la decisión que no pude tomar la noche anterior y confié en que el príncipe Maxon quisiera aceptar mis disculpas. —Señoritas, si no les importa, las iré llamando una por una para hablar con ustedes.
Estoy seguro de que todas están deseosas de desayunar, como yo, así que no les quitaré demasiado tiempo. Les ruego que me disculpen si me cuesta aprender los nombres; son ustedes bastantes.
Se oyeron unas risitas apagadas. Rápidamente se dirigió a la chica del extremo derecho de
la primera fila y se la llevó a los sofás. Hablaron unos minutos y luego ambos se levantaron. Él le hizo una reverencia, y ella hizo lo propio. Se dirigió a la mesa, habló con su compañera y se repitió el proceso. Las conversaciones solo duraron unos minutos y se desarrollaron en voz baja. Intentaba hacerse una idea de cómo era cada chica en solo cinco minutos.
—Me pregunto qué querrá saber —dijo Marlee, girándose. —A lo mejor quiere saber qué actores te parecen más guapos. Ten la lista preparada en la mente —le susurré. Marlee y Ashley contuvieron una risita. No éramos las únicas que hablábamos. Por toda la sala se elevó un suave murmullo
mientras esperábamos nuestro turno. Por otra parte, los cámaras iban moviéndose por todas partes, preguntándoles a las chicas por su primer día en palacio, si les gustaban sus doncellas, y cosas así. Cuando se pararon donde estábamos Ashley y yo, dejé que fuera ella la que hablara. Seguí mirando hacia el sofá mientras entrevistaban a cada una de las seleccionadas.
Algunas se mostraban tranquilas y elegantes; otras se agitaban de los nervios. Marlee se ruborizó cuando se acercó al príncipe Maxon, y el rostro se le iluminó cuando volvió. Ashley se alisó el vestido varias veces, como si tuviera un tic nervioso en las manos.
Yo estaba casi sudando cuando volvió. Era mi turno. Respiré hondo y procuré calmarme.
Estaba a punto de pedirle un favor monumental. Él se puso en pie y leyó mi broche cuando me acerqué. —America, ¿verdad? —dijo, con una sonrisa en los labios. —Sí. Y sé que he oído su nombre en algún sitio, pero… ¿me lo puede recordar? —Me
pregunté si arrancar con una broma sería una buena idea, pero Maxon se rio y me indicó que me sentara.
—¿Has dormido bien, querida? —preguntó, inclinándose hacia mí. No sé qué diría la expresión de mi cara al oír aquel calificativo, pero los ojos de Maxon
brillaron, divertidos. —Sigo sin ser su querida —respondí, pero esta vez con una sonrisa—. Pero sí. Una vez
que conseguí calmarme, he dormido muy bien. Mis doncellas han tenido que sacarme de la cama. Estaba muy a gusto. —Me alegro de que estuvieras a gusto, querida…, America —se corrigió. —Gracias —repuse. Jugueteé un momento con el vestido, intentando pensar en cómo
decir lo que quería decir—. Siento mucho haberme portado así. Cuando me acosté me di cuenta de que, aunque sea una situación extraña para mí, no debería culparle a usted. No es usted el motivo de que yo me vea envuelta en esto, y todo el montaje de la Selección ni siquiera es idea suya. Además, estaba hundida y usted fue de lo más amable conmigo, aunque yo estuve…, bueno, odiosa. Podía haberme echado anoche, y no lo hizo. Gracias.
Los ojos de Maxon reflejaban ternura. Apuesto a que todas las chicas que habían pasado
por allí antes de mí se habían fundido al verlos. También a mí podía haberme afectado que me mirara así, pero estaba claro que era parte de su naturaleza. Apartó la vista un momento. Cuando volvió a mirarme, se echó adelante, apoyando los codos sobre las rodillas como si quisiera que entendiera la importancia de lo que iba a decir. —America, me has hablado muy claro desde el principio. Eso es una cualidad que admiro profundamente, y voy a pedirte que tengas la amabilidad de responderme una pregunta. Asentí, algo asustada pensando en qué querría saber. Se acercó aún más y me susurró: —Dices que estás aquí por error, así que supongo que no quieres estar aquí. ¿Hay alguna
posibilidad de que llegues a… sentir algo por mí? No pude evitar agitarme un poco. No quería herirle en sus sentimientos, pero aquello era
algo en lo que no podía engañarle. —Es usted muy amable, alteza, y atractivo…, y detallista —respondí. Él sonrió. —Pero hay motivos de peso por los que no creo que podría —añadí. —¿Quieres explicármelo? Lo disimuló muy bien, pero en su voz noté cierta decepción. Supongo que no estaría
acostumbrado a algo así. No era algo que deseara compartir con él, pero me pareció que no había otro modo de
hacerle entender qué sucedía. Con una voz aún más baja que antes, le confesé la verdad. —Me… temo que mi corazón está en otro lugar. —Sentí que los ojos se me empañaban. —¡Oh, por favor, no llores! —dijo Maxon, con un susurro que denotaba una
preocupación real—. ¡Nunca sé qué hacer cuando las mujeres lloran! Aquello me hizo reír, y la amenaza del llanto desapareció momentáneamente. La
expresión de alivio en su rostro era innegable. —¿Querrías que te dejara irte con tu amado hoy mismo? —preguntó. Era evidente que
mi preferencia por otra persona le molestaba, pero, en lugar de enfadarse, había decidido mostrar compasión. Aquel gesto me hizo confiar en él. —Ese es el problema… No quiero ir a casa. —¿De verdad? —Se pasó los dedos por el pelo, y no pude evitar reírme de nuevo al verlo
tan perdido. —¿Puedo ser absolutamente honesta con usted? Asintió. —Necesito estar aquí. Mi familia necesita que esté aquí. Aunque solo me dejara
quedarme una semana, para ellos sería una bendición. —¿Quieres decir que necesitáis el dinero? —Sí —admití, a mi pesar. Debía de parecer que lo estaba utilizan do. Y quizá fuera así.
Pero había más—. Y además hay alguien… —añadí, levantando la mirada— a quien no soportaría ver ahora mismo. Maxon asintió en señal de que comprendía, pero no dijo nada. Me quedé sin saber qué hacer. Supuse que lo peor que me podía pasar sería que me
enviara a casa, así que seguí: —Si tiene la bondad de dejar que me quede, aunque sea un poco, podría ofrecerle algo a
cambio —dije. Las cejas se le dispararon hacia arriba. —¿A cambio? Me mordí el labio. —Si deja que me quede… —Aquello iba a sonar muy tonto—. Bueno, a ver, hay que ser
realistas: usted es el príncipe. Está ocupado todo el día, gobernando el país y todo eso. ¿Y se supone que va a encontrar tiempo suficiente para reducir la búsqueda entre treinta y cinco…, bueno, entre treinta y cuatro chicas, a una sola? Eso es mucho pedir, ¿no le parece?
Él asintió. Por su expresión estaba claro que le parecía una labor agotadora. —¿No sería mucho mejor para usted si tuviera a alguien dentro? ¿A alguien que le
ayudara? Como… ¿una amiga? —¿Una amiga? —Sí. Déjeme quedarme y le ayudaré. Seré su amiga —dije, y aquello le hizo sonreír—.
No tiene que preocuparse por mí. Ya sabe que no estoy enamorada de usted. Pero puede hablar conmigo en cualquier momento, e intentaré ayudarle. Anoche dijo que le gustaría tener una confidente. Bueno, hasta que encuentre una definitiva, yo podría ser esa persona. Si quiere. Su expresión era afectuosa pero comedida. —He hablado con casi todas las chicas de esta sala y no se me ocurre ninguna que
pudiera ser mejor como amiga. Estaré encantado de que te quedes. El alivio que sentí era indescriptible. —¿Tú crees —preguntó Maxon— que podría seguir llamándote «querida»? —Ni hablar —le susurré. —Seguiré intentándolo. No tengo costumbre de rendirme —respondió, y le creí. No me
apetecía nada que siguiera por ahí, pero no había nada que hacer. —¿Las ha llamado así a todas? —pregunté, indicando con un gesto de la cabeza a las
otras.
—Sí, y parece que les gusta. —Ese es precisamente el motivo por el que no me gusta a mí —dije, y me puse en pie. Maxon también se levantó, con gesto divertido. Yo podría haber reaccionado frunciendo
el ceño, pero en realidad era gracioso. Hizo una reverencia, yo también, y volví a mi sitio. Tenía tanta hambre que me pareció una eternidad el tiempo que tardó en llegar hasta la
última fila. Pero por fin regresó a su sitio la última chica. A mí ya se me hacía la boca agua pensando en mi primer desayuno en palacio. Maxon se dirigió hacia el centro de la sala. —A las que os he pedido que os quedéis, por favor, permaneced en vuestros sitios. Las
demás, por favor, pasad con Silvia al comedor. Enseguida me reuniré con vosotras. ¿Que se quedaran? ¿Eso era buena señal? Me puse en pie, con la mayoría de las chicas, y nos pusimos en marcha. Sería que deseaba
pasar un rato más con las otras. Vi que Ashley era una de ellas. Sin duda era una chica especial, tenía todo el aspecto de una princesa. El resto eran chicas a las que no había llegado a conocer. Tampoco es que ellas tuvieran ningunas ganas de conocerme a mí. Las cámaras se quedaron atrás para capturar cualquier momento especial que pudiera producirse, y las demás salimos de allí. Entramos en el salón de banquetes y allí, con un aspecto más majestuoso del que me
habría podido llegar a imaginar, estaban el rey Clarkson y la reina Amberly. También había otros equipos de televisión pululando por la sala para captar nuestro primer encuentro. Dudé, preguntándome si deberíamos volver a la puerta y esperar a que nos hicieran pasar. Pero casi todas las demás, aunque vacilantes, siguieron adelante. Me dirigí rápidamente a mi silla, intentando no llamar mucho la atención.
Silvia entró apenas dos segundos más tarde y tomó las riendas de la situación. —Señoritas, me temo que esto aún no se lo hemos enseñado —dijo—. Cada vez que
entren en una estancia en la que estén el rey o la reina, o si ellos entran en el lugar donde están ustedes, lo correcto es hacer una reverencia. Luego, cuando se dirijan a ustedes, pueden volver a levantarse y tomar su asiento. Todas juntas, ¿de acuerdo? —Y todas hicimos una reverencia en dirección a la cabecera de la mesa.
—Bienvenidas, chicas —saludó la reina—. Por favor, tomad asiento, y bienvenidas a
palacio. Estamos muy contentos de que estéis aquí. —Había algo agradable en su voz. Era tranquila, al igual que su expresión, pero al mismo tiempo tenía personalidad.
Tal como había dicho Silvia, los criados acudieron a servirnos el zumo de naranja por la
derecha. Nuestros platos llegaron cubiertos en grandes bandejas, y los criados los destaparon justo cuando los teníamos delante. Una deliciosa ráfaga de olor procedente de mis tortitas me impactó en la cara. Afortunadamente, los murmullos de admiración de toda la sala taparon los ruidos de mi estómago. El rey Clarkson bendijo la mesa y empezamos a comer. Unos minutos más tarde entró el
príncipe Maxon, pero antes de que tuviéramos tiempo de levantarnos se dirigió a nosotras: —Por favor, no se levanten, señoritas. Disfruten de su desayuno. Se dirigió a la cabeza de la mesa, le dio un beso a su madre en la mejilla, una palmadita a
su padre en el hombro y se sentó, a la izquierda del rey. Hizo unos comentarios al mayordomo que tenía más cerca, que soltó una risita silenciosa, y se puso a comer. Ashley no apareció. Ni ninguna de las otras chicas. Miré a mi alrededor, confusa,
contando cuántas faltaban. Ocho. Ocho de las chicas no estaban allí. Fue Kriss, que estaba sentada delante de mí, quien respondió la pregunta que había en
mis ojos.
—Se han ido. ¿Ido? Oh. Se habían ido… No conseguía imaginar qué podrían haber hecho en apenas cinco minutos que
desagradara tanto a Maxon, pero de pronto me alegré de haber decidido ser sincera. Así, de repente, solo quedábamos veintisiete.