Bajé a desayunar más bien tarde. No quería arriesgarme a encontrar a Maxon ni a ninguna de las
chicas a solas. Pero antes de que llegara a las escaleras, Aspen se acercó por el pasillo. Resoplé de
nervios, y él miró alrededor antes de aproximarse.
—¿Dónde has estado? —le pregunté, en voz baja.
—Trabajando, Mer. Soy soldado. No puedo controlar cuándo me toca servicio. Ya no me ponen de
guardia en tu habitación.
Quise preguntarle por qué, pero no era el momento.
—Necesito hablar contigo.
Se quedó pensando un momento.
—A las dos, ve hasta el final del pasillo de la planta baja, más allá del pabellón de la enfermería.
Puedo ir a verte allí, pero no mucho rato.
Asentí. Él me hizo una rápida reverencia y siguió su camino antes de que alguien pudiera vernos
hablar. Bajé las escaleras, pero no me sentía nada satisfecha.
Quería gritar. El sábado tocaba pasarse todo el día en la Sala de las Mujeres: una sentencia, una
completa injusticia. Cuando llegaban visitas, querían ver a la reina, no a nosotras. Cuando una de
nosotras se convirtiera en princesa, probablemente aquello cambiaría, pero de momento yo estaba allí,
sin poder hacer nada, viendo cómo Kriss repasaba su presentación. Las otras también estaban leyendo
cosas, notas o informes, y me estaba poniendo enferma, hasta el punto de la náusea. Necesitaba una idea,
y rápido. Estaba segura de que Aspen me ayudaría a encontrarla y tenía que empezar aquella misma
noche, fuera como fuera.
Como si leyera mis pensamientos, Silvia, que había estado recibiendo visitas con la reina, pasó a
verme.
—¿Cómo está mi alumna estrella? —me preguntó, bajando la voz lo suficiente para que las otras no
la oyeran.
—Genial.
—¿Cómo va tu proyecto? ¿Necesitas ayuda para perfilar algún detalle?
¿Perfilar? ¿Cómo iba a perfilar algo inexistente?
—Va estupendo. Le va a encantar, estoy segura —mentí.
Ella ladeó la cabeza.
—Lo llevas un poco en secreto, ¿no?
—Un poco —sonreí.
—Está bien. Últimamente has trabajado de una forma sensacional. Estoy segura de que será fantástico
—dijo, dándome una palmadita en el hombro antes de abandonar la sala.
Tenía un problema. Y grande.
Los minutos pasaban tan despacio que era como una tortura. Poco antes de las dos me excusé y
recorrí el pasillo. En el extremo había un sofá tapizado bajo un enorme ventanal. Me senté a esperar. No
vi ningún reloj, pero el tiempo no parecía avanzar. Por fin, por una esquina, apareció Aspen.
—Ya era hora —suspiré.
—¿Qué pasa? —preguntó él, que se situó junto al sofá, adoptando una pose formal.
«Mucho. Muchas cosas de las que no te puedo hablar».
—Nos han asignado una tarea, y no sé qué hacer. No se me ocurre nada, estoy nerviosísima y no
puedo dormir —dije, a la carrera.
Él chasqueó la lengua.
—¿De qué va la tarea? ¿Diseño de tiaras?
—No —repuse, lanzándole una mirada de frustración—. Tenemos que pensar en un proyecto, algo
bueno para el país. Como el trabajo de la reina Amberly con los discapacitados.
—¿Es eso lo que tan nerviosa te tiene? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué tiene eso de
estresante? Parece divertido.
—Yo también pensaba que lo sería. Pero no se me ocurre nada. ¿Tú qué harías?
Aspen se quedó pensando un momento.
—¡Ya lo sé! Haría un programa de intercambio de castas —dijo, con un brillo de emoción en los
ojos.—
¿Un qué?
—Un programa de intercambio de castas. La gente de las castas altas intercambian su sitio con los de
las castas bajas, para que sepan lo que es.
—No creo que eso funcione, Aspen, por lo menos no para este proyecto.
—Es una gran idea —insistió—. ¿Te imaginas a alguien como Celeste rompiéndose las uñas al hacer
un inventario en un almacén? Le iría muy bien.
—¿Y a ti ahora qué te pasa? ¿No hay Doses de origen entre los guardias? ¿No son tus amigos?
—A mí no me pasa nada —replicó, a la defensiva—. Soy el mismo de siempre. Eres tú la que se ha
olvidado de lo que es vivir en una casa sin calefacción.
—No se me ha olvidado —le contesté, levantando la cabeza—. Estoy intentando pensar en un
proyecto que sirva para evitar cosas así. Aunque me echen, puede que al final alguien ponga en práctica
mi idea, así que necesito que sea buena. Quiero ayudar a la gente.
—No te olvides, Mer —me imploró Aspen, con un brillo de vehemencia en los ojos—. Este
Gobierno no hizo nada cuando no teníais nada para comer. Dejaron que azotaran a mi hermano en la
plaza. Toda la palabrería del mundo no podrá deshacer lo que somos. Nos dejaron en un rincón para que
nunca pudiéramos salir por nosotros mismos, y no tienen ninguna prisa en sacarnos de allí. No les
interesa, Mer.
Resoplé y me quedé callada.
—¿Adónde vas ahora?
—Me vuelvo a la Sala de las Mujeres —respondí, poniéndome en marcha.
Aspen me siguió.
—¿De verdad estamos discutiendo por una tontería de proyecto?
—No —dije, girándome hacia él—. Estamos discutiendo porque tú tampoco lo pillas. Ahora yo soy
una Tres. Y tú eres un Dos. En lugar de amargarnos la vida con lo que nos han dado, ¿por qué no ves la
ocasión que tienes? Puedes cambiar la vida de tu familia. Probablemente podrías cambiar muchas vidas.
Y lo único que quieres es dejar claro tu enfado. Eso no va a llevarnos a ningún sitio.
Aspen no dijo nada, y yo me fui. Intenté no enfadarme con él por poner pasión en lo que quería. En
cualquier caso, ¿no era esa una cualidad admirable? Pero me hizo pensar tanto en la inamovilidad de las
castas que la situación empezó a ponerme furiosa.
No había nada que pudiera cambiar aquello. Así pues, ¿por qué molestarse?
Toqué el violín. Me di un baño. Intenté dormir una siesta. Me pasé parte de la tarde sentada en la
habitación, en silencio. Me senté en el balcón.
Nada de todo aquello tenía importancia. Estaba acercándose peligrosamente la fecha de exposición
del proyecto, y aún no tenía nada preparado.
Me pasé horas tendida en la cama, intentando dormir, aunque no lo logré. No dejaba de recordar las
palabras de rabia de Aspen, su enfrentamiento constante con lo que le había tocado vivir. Pensé en
Maxon y en su ultimátum, en su lucha constante con la vida que le había tocado llevar. Y entonces me
pregunté si todo aquello tenía alguna importancia, puesto que estaba claro que me iría a casa enseguida,
en cuanto me presentara el viernes sin ningún proyecto que proponer.
Suspiré y eché atrás las mantas. Había estado evitando leer el diario de Gregory otra vez; me
preocupaba que me aportara más preguntas que respuestas. Pero también podía ser que encontrara en él
algo que me orientara, algo de lo que pudiera hablar en el Report.
Además, aunque pudiera evitar leerlo, tenía que saber qué era lo que le había sucedido a su hija.
Estaba bastante segura de que se llamaba Katherine, así que hojeé el libro en busca de cualquier
mención, pasando por alto todo lo demás, hasta que encontré una fotografía de una chica junto a un
hombre que parecía mucho mayor. A lo mejor eran imaginaciones mías, pero daba la impresión de haber
llorado.
Por fin, hoy, Katherine se ha casado con Emil de Monpezat de Swendway. Ha lloriqueado durante todo el
camino hasta la iglesia, hasta que le he dejado claro que, si no se recomponía para la ceremonia, tendría
que vérselas conmigo después. Su madre no está contenta, y supongo que Spencer está disgustado ahora
que se da cuenta de lo poco que le apetecía a su hermana pasar por esto. Pero Spencer es listo. Creo que
entrará en razón enseguida, en cuanto vea las posibilidades que le he abierto. Y Damon siempre apoya
cualquiera de mis decisiones; ojalá pudiera extraer lo que sea que lleva dentro e inyectárselo al resto de
la población. Desde luego, los jóvenes tienen mérito. Es precisamente la generación de Spencer y de
Damon la que más me ha ayudado a llegar hasta aquí. Su entusiasmo es inquebrantable, y a la gente le
gusta mucho más escucharlos a ellos que a algún anciano vetusto que insiste en que nos hemos metido por
el mal camino. No dejo de preguntarme si no habrá un medio para silenciarlos para siempre sin empañar
mi nombre.
En cualquier caso, la coronación está prevista para mañana. Ahora que Swendway ha conseguido como
aliada a la poderosa Unión Norteamericana, podré tener lo que deseo: una corona. Creo que es un trato
justo. ¿Por qué conformarme con ser el presidente Illéa cuando puedo ser el rey Illéa? Por medio de mi
hija he adquirido categoría de realeza.
Todo está en su sitio. Pasado mañana no habrá vuelta atrás.
La vendió. El muy cerdo vendió a su hija a un hombre al que ella aborrecía, solo para conseguir todo
lo que quería.
Me venían ganas de cerrar el libro de nuevo, de acabar con aquello. Pero hice un esfuerzo por seguir
hojeándolo, leyendo pasajes al azar. En un punto se trazaba un esquema del sistema de castas,
originalmente pensado para que tuviera seis niveles en lugar de ocho. En otra página hacía planes para
cambiar el apellido a la gente y distanciarlos así de su pasado. En un párrafo dejaba claro que tenía
pensado castigar a sus enemigos situándolos en lo más bajo de la escala, y premiar a los leales
colocándolos arriba.
Me pregunté si mis antepasados sencillamente no tendrían nada que ofrecer, o si habían opuesto
resistencia. Esperaba que fuera lo segundo.
¿Cuál sería mi apellido real? ¿Lo sabría papá?
Toda la vida me habían hecho creer que Gregory Illéa era un héroe, la persona que había salvado el
país cuando estábamos al borde del olvido. Estaba claro que no era más que un monstruo sediento de
poder. ¿Cómo debía de ser, para manipular a la gente sin pensárselo lo más mínimo? ¿Qué tipo de
hombre sería, si sacrificó a su hija en su propio beneficio?
Miré las anotaciones anteriores con una nueva perspectiva. En ninguna decía que quisiera ser un gran
hombre de familia; solo afirmaba que quería parecerlo. De momento, le seguiría el juego a Wallis.
Estaba usando a los coetáneos de su hijo para ganar apoyos. Estaba haciéndose su montaje desde el
principio.
Me sentí asqueada. Me puse en pie y empecé a caminar arriba y abajo, intentando asimilar todo
aquello.
¿Cómo habían conseguido que aquella historia quedara olvidada? ¿Cómo es que nadie hablaba de los
antiguos países? ¿Dónde estaba toda esa información? ¿Por qué no la conocía nadie?
Abrí los ojos y levanté la mirada al techo. Me parecía imposible. Seguro que habría gente a quien no
le pareciera bien, y ellos les habrían contado la verdad a sus hijos. Y a lo mejor sí que se la habían
contado. A menudo me preguntaba por qué papá nunca me dejaba hablar del viejo libro de historia que
tenía oculto en su habitación, por qué la historia que sí conocía sobre Illéa no aparecía impresa en ningún
lado. Quizá fuera porque, si se hubiera puesto por escrito que Illéa había sido un héroe, la gente se
hubiera rebelado. Pero si siempre había sido una cuestión de debate, en el que uno pensaba que las cosas
eran de un modo y otro las negaba, ¿cómo iba a saber nunca nadie la verdad?
Me pregunté si Maxon conocía todo aquello.
De pronto me vino un recuerdo a la mente. No hacía tanto tiempo, Maxon y yo nos habíamos dado
nuestro primer beso. Había sido tan inesperado que yo me había echado atrás, lo cual le hizo sentirse
incómodo. Cuando me di cuenta de que quería que me besara, le sugerí que simplemente borráramos
aquel recuerdo e introdujéramos uno nuevo.
«America, no creo que podamos cambiar la historia», me había dicho. A lo que yo respondí: «Claro
que podemos. Además, ¿quién más va a saberlo, aparte de ti y de mí?».
Lo había dicho a modo de broma. Por supuesto, si hubiéramos acabado juntos, nos acordaríamos de
lo que había ocurrido realmente, sin importarnos lo tonto que era. En realidad, nunca llegamos a
reemplazar aquel recuerdo con una historia que sonara mejor.
Pero todo aquello de la Selección era un espectáculo. Si a Maxon y a mí nos preguntaran algún día
por nuestro primer beso, ¿le diríamos la verdad a alguien? ¿O nos guardaríamos aquel pequeño detalle,
aquel secreto entre los dos? Cuando muriéramos, nadie se enteraría, y aquel breve momento tan
importante en nuestras vidas desaparecería con nosotros. ¿Podía ser tan simple? ¿Se trataba simplemente
de contar una historia a una generación y repetirla hasta que la aceptaran como hecho probado? ¿Cuántas
veces le había preguntado yo a alguien mayor que mamá o papá sobre lo que sabían o lo que habían visto
sus padres? ¿Qué sabían los mayores? Había sido arrogante por mi parte no pensar siquiera en lo que
pudieran explicar. Me sentí una tonta.
Pero lo importante no era cómo me sintiera yo. Lo importante era decidir qué iba a hacer al respecto.
Había pasado toda mi vida atrapada en un agujero creado en nuestra sociedad; y como me encantaba
la música, nunca me había quejado. Pero quería estar con Aspen, y como él era un Seis, las cosas se
complicaban mucho. Si años atrás Gregory Illéa no hubiera diseñado con tanta frialdad las leyes de
nuestro país, cómodamente sentado en su escritorio, Aspen y yo no habríamos discutido, y yo nunca
habría pensado en Maxon. Maxon no sería ni siquiera príncipe. Marlee tendría las manos intactas, y ella
y Carter no vivirían en una habitación en la que apenas cabía su cama. Gerad, mi encantador hermanito
pequeño, podría estudiar ciencias, si eso era lo que le gustaba, en lugar de verse abocado a dedicarse al
mundo del arte, que no le apasionaba en absoluto.
Para conseguir una vida cómoda en una casa bonita, Gregory Illéa le había robado a la mayor parte
del país la capacidad de siquiera intentar conseguir aquello mismo. Maxon decía que, si quería saber
quién era, solo tenía que preguntarle. Antes me asustaba enfrentarme a la posibilidad de que él también
fuera así, pero tenía que saberlo. Si esperaba que tomara la decisión de si quería seguir en la Selección o
volverme a casa, necesitaba saber de qué pasta estaba hecho.
Me puse las zapatillas y la bata, y salí de la habitación, dejando atrás a un guardia anónimo.
—¿Está bien, señorita? —preguntó.
—Sí. Volveré enseguida.
Daba la impresión de que quería decir algo más, pero me fui demasiado rápido como para darle
opción. Subí las escaleras hasta el tercer piso. A diferencia de otras plantas, había guardias en el rellano
que me impedían llegar siquiera a la puerta de Maxon.
—Necesito hablar con el príncipe —dije, intentando mostrarme decidida.
—Es muy tarde, señorita —repuso el guardia de la izquierda.
—A Maxon no le importará —le aseguré.
El de la derecha se sonrió ligeramente.
—No creo que desee recibir ninguna visita ahora mismo, señorita.
Arrugué la frente, pensativa, mientras intentaba intuir a qué se refería.
Estaba con otra chica.
Era de suponer que sería Kriss, sentada en su habitación, hablando, riendo o quizás olvidando su
norma de no besar.
Una doncella dobló la esquina con una bandeja en las manos y pasó a mi lado para bajar por las
escaleras. Me eché a un lado, intentando decidir si debía dar un empujón a los guardias para abrirme
paso o abandonar. En el momento en que iba a abrir la boca de nuevo, el guardia se me adelantó:
—Debe volver a la cama, señorita.
Habría querido gritarles o hacer algo, porque me sentía impotente. Pero eso no serviría de nada, así
que me fui. Oí que uno de los guardias —el que hacía muecas— murmuraba algo cuando me alejé, y eso
no hizo más que empeorar mi estado de ánimo. ¿Se estaba riendo de mí? ¿Le daba pena? No necesitaba
su compasión. Ya me sentía suficientemente mal.
Cuando llegué de nuevo al segundo piso, me sorprendió ver allí a la doncella que había pasado a mi
lado, arrodillada como si estuviera poniéndose bien el zapato, aunque era evidente que no era eso ni nada
parecido. Cuando me acerqué levantó la cabeza, recogió la bandeja y se me acercó.
—No está en su habitación —susurró.
—¿Quién? ¿Maxon?
Asintió.
—Pruebe abajo.
Sonreí, y meneé la cabeza en un gesto de sorpresa.
—Gracias.
La doncella se encogió de hombros.
—No está en ningún sitio donde no pudiera encontrarle si le busca. Además —dijo, con una mirada
de admiración—, a nosotros nos gusta usted.
Se alejó, dirigiéndose enseguida hacia el primer piso. Me pregunté a qué se refería exactamente con
ese «nosotros», pero de momento me bastaba con aquella sencilla demostración de amabilidad. Me
quedé allí un momento, dejando un espacio entre las dos, y luego me dirigí abajo.
El Gran Salón estaba abierto pero vacío, al igual que el comedor. Miré en la Sala de las Mujeres,
pensando que sería un lugar extraño para una cita, pero tampoco estaban allí. Les pregunté a los guardias
de la puerta, y estos me aseguraron que Maxon no había salido a los jardines, así que miré en algunas de
las bibliotecas y salones hasta que por fin supuse que Kriss y él debían de haberse separado ya, o que
habrían vuelto a la habitación de él.
Resignada, giré una esquina y me dirigí a la escalera de atrás, que estaba más cerca que la principal.
No vi nada, pero al acercarme oí claramente un susurro. Me aproximé más poco a poco; no quería
molestar, y tampoco estaba del todo segura de dónde procedía aquel sonido.
Otro susurro.
Una risita traviesa.
Un cálido suspiro.
Los sonidos se hicieron más claros, y por fin no tuve dudas respecto de dónde procedían. Di un paso
más adelante, miré a la derecha y vi a una pareja abrazándose entre las sombras. Cuando por fin los ojos
se me adaptaron a la luz y conseguí distinguir lo que veía, me quedé impresionada.
El cabello rubio de Maxon era inconfundible, incluso en la oscuridad. ¿Cuántas veces lo había visto
así en la penumbra de los jardines? Pero lo que no había visto antes, ni había podido imaginarme, era el
aspecto de aquel cabello entre los largos dedos de Celeste, con las uñas pintadas de rojo.
Maxon estaba aprisionado entre la pared y el cuerpo de Celeste. Ella tenía la mano contra el pecho de
él, y con la pierna lo rodeaba; la raja de su vestido la dejaba bien a la vista, teñida de un tono azul en la
oscuridad del pasillo.
Ella se echó atrás un poco, para caer de nuevo lentamente sobre su cuerpo, jugando con él.
Me quedé esperando a que él le dijera que se apartara, que ella no era lo que él quería. Pero no lo
hizo. Al contrario, la besó. Ella se regodeó en el beso y volvió a soltar una risita. Maxon le susurró algo
al oído, y Celeste se le acercó y volvió a besarle, con más fuerza, más profundamente que antes. Se le
cayó el tirante del vestido, dejándole al descubierto el hombro y un trozo enorme de la piel de su
espalda. Ninguno de los dos se molestó en recolocarlo en su sitio.
Yo estaba helada. Habría querido gritar, pero tenía un nudo en la garganta. De todas las chicas…,
¿por qué tenía que ser ella?
Los labios de Celeste se deslizaron desde la boca de Maxon hasta su cuello. Soltó otra risita
repugnante y le besó otra vez. Maxon cerró los ojos y sonrió. Ahora que Celeste ya no lo tapaba, lo veía
perfectamente. Quería salir corriendo de allí. Quería desaparecer, evaporarme, pero me quedé allí
plantada.
Así que cuando Maxon abrió los ojos, me vio.
Mientras Celeste trazaba dibujos con sus besos en su cuello, él y yo nos quedamos mirándonos. Su
sonrisa había desaparecido, de pronto se había quedado petrificado. Aquella mirada de asombro me hizo
por fin coger fuerzas para moverme. Celeste no se había dado cuenta, así que retrocedí en silencio, sin
respirar siquiera.
Cuando ya no podían oírme, eché a correr, pasando a toda velocidad junto a todos los guardias y
mayordomos que trabajaban hasta tarde. Las lágrimas empezaron a asomar antes de que pudiera llegar a
la escalera principal.
Subí a toda prisa y me dirigí a mi habitación. Dejé atrás al guardia, que parecía preocupado, y entré.
Me senté en la cama, de cara al balcón. En el silencio de mi habitación, sentí el dolor en mi interior. Qué
tonta, America, qué tonta.
Me iría a casa. Olvidaría que todo aquello había ocurrido. Y me casaría con Aspen.
Aspen era el único con el que podía contar.
No pasó mucho rato hasta que llamaron a mi puerta. Maxon entró sin esperar respuesta. Cruzó la
estancia como una exhalación, aparentemente tan furioso como yo.
Antes de que pudiera decirme una palabra, ataqué.
—Me has mentido.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—¿Cuándo no? ¿Cómo puede ser que la misma persona que hablaba de proponerme matrimonio se
ponga a hacer esas cosas en un pasillo con alguien como ella?
—Lo que yo haga con ella no tiene absolutamente nada que ver con lo que siento por ti.
—Estás de broma, ¿no? ¿O es que, al ser un futuro rey, tengo que suponer que es aceptable que te
dejes sobar por alguna chica semidesnuda cada vez que te apetezca?
Maxon parecía herido.
—No, eso no es así.
—¿Y por qué ella? —pregunté, levantando la vista al techo—. ¿Por qué, de todas las mujeres del
planeta, ibas a quererla a ella?
Cuando le miré en busca de una respuesta, él meneó la cabeza y paseó la mirada por la habitación.
—Maxon, Celeste es una actriz, un fraude. Deberías ver que debajo de todo ese maquillaje y de ese
sujetador de realce que lleva no hay más que una chica que quiere manipularte para conseguir todo lo que
desea.
Maxon reprimió una risa.
—De hecho, lo veo perfectamente.
Verlo tan tranquilo me sorprendió.
—Entonces, ¿por qué…?
Pero ya tenía mi respuesta.
Lo sabía. Claro que lo sabía. Había crecido en aquel ambiente. Probablemente los diarios de Gregory
le servían de lectura de cabecera. Había sido una tonta por esperar otra cosa. ¡Qué simple había sido!
Yo, pensando todo el tiempo que si había alguien que se adaptara mejor al papel de princesa, sería Kriss.
Era encantadora y paciente, y un millón de cosas que yo no era. Pero la veía junto a un Maxon diferente.
Para el hombre que él tendría que ser si quería seguir las huellas de Gregory Illéa, la única chica posible
era Celeste. Nadie más disfrutaría tanto pisoteando a todo un país.
—Bueno, pues ya está —dije, haciendo borrón y cuenta nueva con un movimiento de las manos—.
Querías que tomara una decisión, y aquí la tienes: ya no puedo más. Dejo la Selección, dejo todas estas
mentiras, y sobre todo te dejo a ti. Dios, no puedo creerme lo tonta que he sido.
—Tú no dejas nada, America —se apresuró a contradecirme, con una mirada que decía más que sus
palabras—. Lo dejarás cuando yo diga que lo dejas. Ahora mismo estás contrariada, pero no lo dejas.
Me llevé las manos al cabello, sintiendo que, en cualquier momento, podía arrancármelo de raíz.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no lo quieres ver? ¿Qué te hace pensar que se me olvidará lo que acabo
de ver? Odio a esa chica. Y tú la estabas besando. No quiero saber nada de ti.
—¡Por Dios, nunca me dejas decir ni una palabra!
—¿Qué podrías decir para explicar algo así? Envíame a casa. No quiero seguir aquí.
Nuestra conversación había ido tan rápida que su silencio de pronto resultó incómodo.
—No.
Estaba furiosa. ¿No era eso exactamente lo que quería de mí?
—Maxon Schreave, no eres más que un crío que tiene entre manos un juguete que no quiere pero que
no puede soportar ceder a otro niño.
Maxon respondió en voz baja:
—Entiendo que estés enfadada, pero…
Le di un empujón.
—¡Estoy más que enfadada!
Maxon mantuvo la calma.
—America, no me llames crío. Y no me empujes.
Volví a empujarle.
—¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer para evitarlo?
Maxon me agarró de las muñecas, torciéndome el brazo detrás de la espalda, y vi la rabia en sus ojos,
lo cual me alegró. Quería que me provocara. Quería tener un motivo para hacerle daño. En aquel
momento habría podido hacerle pedazos con mis propias manos.
Pero no estaba enfadado. En lugar del enfado, sentí aquella cálida corriente de electricidad que
echaba tanto de menos. Su cara estaba a unos centímetros de la mía, y sus ojos buscaban los míos, quizá
preguntándose cómo lo recibiría, o quizá sin importarle lo más mínimo. Aunque todo aquello era una
locura, lo deseaba igualmente. Mis labios se abrieron antes de darme cuenta siquiera de lo que estaba
sucediendo.
Agité la cabeza, confusa, y di un paso atrás en dirección al balcón. Él no hizo ningún esfuerzo para
retenerme. Respiré hondo un par de veces y luego me giré hacia él.
—¿Me vas a enviar a casa? —le pregunté, en voz baja.
Maxon negó con la cabeza, sin poder o sin querer decir palabra.
Me arranqué su pulsera de la muñeca y la tiré al suelo.
—Entonces vete —murmuré.
Me giré hacia el balcón y esperé unos momentos hasta oír el clic de la puerta al cerrarse. En cuanto
Maxon se hubo ido, me dejé caer al suelo y me eché a llorar.
Celeste y él se parecían mucho. Toda su vida era una ficción. Y yo sabía que Maxon se pasaría el
resto de la vida engatusando a la opinión pública para que pensaran que era maravilloso, al tiempo que
los tenía a todos atados de pies y manos. Igual que Gregory.
Me quedé sentada en el suelo, con las piernas cruzadas bajo la bata. Estaba muy disgustada con
Maxon, pero más aún conmigo misma. Tendría que haber luchado más duro. Debía haber hecho más. No
debería estar ahí, sentada, derrotada.
Me sequé las lágrimas y analicé la situación. Había acabado con Maxon, pero seguía allí. Había
acabado con la competición, pero, aun así, tenía que hacer una presentación. Quizás Aspen pensara que
no era lo suficientemente fuerte como para ser princesa —y estaba en lo cierto—, pero tenía fe en mí.
Eso lo sabía. Y también mi padre. Y Nicoletta.
Ya no me interesaba ganar. Así pues, ¿qué podía hacer para salir de allí con un buen golpe de efecto?
lunes, 31 de agosto de 2015
jueves, 13 de agosto de 2015
Sorteo en LectoBloggers
Solo quería decir que hay un sorteo en el LectoBloggers y paraganar mas oportunidades estoy publiando esta entrada, aqui les dejo el link:
http://lectobloggers.blogspot.com.es/2015/06/sorteo-internacional-1000-seguidores-y.html?m=1http://lectobloggers.blogspot.com.es/2015/06/sorteo-internacional-1000-seguidores-y.html?m=
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