sábado, 2 de julio de 2016

La elite Kiera Cass capitulo 30 (final)

Cogí el vestido y lo levanté por el extremo.
    —¿No es demasiado formal para la ocasión?
    —¡En absoluto! —exclamó Mary.
    Era media tarde, pero me habían hecho un vestido de noche. Era morado y muy elegante. Las mangas
me llegaban hasta los codos, ya que en Carolina hacía más frío; y sobre el brazo me pusieron una capa
con capucha para cuando aterrizara. El cuello alto me protegería del viento, y me habían recogido el pelo
con tanta gracia… Nunca me había sentido tan guapa. Me habría gustado ver a la reina Amberly; estaba
segura de que a ella también le habría impresionado.
    —No quiero alargar las cosas —dije—. Ya es suficientemente duro así. Solo quiero que sepáis que
estoy muy agradecida por todo lo que habéis hecho por mí. No solo por ayudarme a acicalarme, a
vestirme, sino por pasar tiempo conmigo y preocuparos por mí. Nunca os olvidaré.
    —Nosotras tampoco, señorita —prometió Anne.
    Asentí y empecé a darme aire con la mano.
    —Bueno, ya hemos llorado bastante por hoy. ¿Podéis decirle al conductor que bajo enseguida? V aoy
tomarme un momento.
    —Por supuesto, señorita.
    —¿Sigue siendo improcedente darnos un abrazo? —preguntó Mary, mirándome a mí y luego a Anne.
    —¿A quién le importa? —dijo esta, y las tres me rodearon con sus brazos una vez más.
    —Cuidaos.
    —Usted también, señorita —respondió Mary.
    —Siempre fue una dama —añadió Anne.
    Se apartaron, pero Lucy no me soltó.
    —Gracias —susurró, y observé que estaba llorando—. La echaré de menos.
    —Yo también a ti.
    Me soltó, y las tres se fueron a la puerta, donde se quedaron una junto a la otra. Me hicieron una
última reverencia y se despidieron con la mano.
    Tantas veces había deseado poder irme durante las últimas semanas… Y ahora que estaba ahí, a unos
segundos de mi partida, tenía miedo de que llegara el momento. Me dirigí al balcón. Miré hacia los
jardines, el banco, el lugar donde Maxon y yo nos habíamos encontrado. No sabía por qué, pero sospeché
que estaría allí.
    No estaba. Tenía cosas más importantes que hacer que quedarse sentado pensando en mí. Toqué la
pulsera que llevaba en la muñeca. En cualquier caso, él pensaría en mí de vez en cuando, y eso me
reconfortaba. Pasara lo que pasara.
    Retrocedí, cerré las puertas del balcón y me dirigí al pasillo. Iba despacio, admirando la belleza del
palacio por última vez, aunque estaba ligeramente alterada, con algún espejo roto aquí, con algún marco
astillado allá.
    Recordaba cuando había bajado por la gran escalera el primer día, confundida y agradecida al mismo
tiempo. Entonces éramos muchísimas chicas.

    Cuando llegué a la puerta principal, me detuve un momento. Me había acostumbrado tanto a vivir tras aquellas enormes hojas de madera que casi me parecía raro atravesarlas.
    Respiré hondo y cogí la manilla.
    —¿America?
    Me giré. Maxon estaba en el otro extremo del pasillo.
    —Eh —dije, con la voz apagada. No pensaba que fuera a verle otra vez.
    Él se acercó enseguida.
    —Estás absolutamente impresionante.
    —Gracias —dije, tocando la tela de mi último vestido.
    Se hizo un breve silencio y nos quedamos allí, mirándonos el uno al otro. Quizá fuera aquello nada
más: una última ocasión para vernos.
    De pronto se aclaró la voz, recordando lo que había venido a decirme.
    —He hablado con mi padre.
    —¿Ah, sí?
    —Sí. Estaba bastante contento al ver que no me habían matado anoche. Como puedes imaginar, la
sucesión de la línea dinástica es muy importante para él. Le expliqué que estuve a punto de morir por su
arranque de furia, y le dije que había encontrado un refugio gracias a ti.
    —Pero yo no…
    —Ya lo sé. Pero no hace falta que él lo sepa.
    Sonreí.
    —Entonces le conté que te dejé las cosas claras en cuanto a algunos aspectos de conducta. Tampoco
hace falta que sepa que eso no es cierto; pero podrías actuar como si así fuera, si quisieras.
    No sabía por qué debía actuar de ningún modo en particular, ahora que iba a estar en el otro extremo
del país, pero asentí.
    —Teniendo en cuenta que, por lo que él sabe, te debo la vida, ahora considera que, de algún modo,
mi deseo de tenerte aquí puede estar justificado, siempre que muestres una conducta irreprochable y
aprendas a estar en tu sitio.
    Me lo quedé mirando. No estaba muy segura de estar entendiendo bien lo que decía.
    —En realidad, lo justo es dejar que Natalie se vaya. Ella no está hecha para esto; y ahora que su
familia está de duelo, el mejor sitio donde puede estar es en su casa. Ya hemos hablado.
    Seguía sin creerme lo que estaba oyendo.
    —¿Puedo explicártelo?
    —Por favor.
    Maxon me cogió la mano.
    —Te quedarías como miembro de la Selección y seguirías en la competición, pero las cosas serían
diferentes. Probablemente mi padre se muestre duro contigo y haga todo lo que pueda para que falles.
Creo que hay formas de contrarrestar eso, pero llevará tiempo. Ya sabes lo implacable que es. Tienes
que prepararte.
    Asentí.
    —Creo que puedo hacerlo.
    —Hay más —Maxon miró a la alfombra, intentando ordenar su pensamientos—. America, no hay
duda de que te has ganado mi corazón desde el principio. A estas alturas tienes que saberlo.
    Cuando levantó la vista y me miró, pude ver en su interior, donde me vi reflejada.
 —Lo sé.
    —Pero lo que ahora mismo no tienes es mi confianza.
    —¿Qué? —dije, sorprendida.
    —Te he mostrado muchos de mis secretos, te he defendido todo lo que he podido. Pero cuando no
estás contenta conmigo, actúas con rabia. Me cierras la puerta, me culpas o intentas cambiar todo el país,
nada menos.
    Vaya. Eso era duro de oír.
    —Necesito saber que me puedo fiar de ti. Necesito saber que puedes guardarme los secretos, confiar
en mis decisiones y no esconderme cosas. Necesito que seas completamente sincera conmigo y que dejes
de cuestionar cada decisión que tomo. Necesito que tengas fe en mí, America.
    Me dolió oír todo aquello, pero tenía razón. ¿Qué había hecho yo para demostrarle que podía confiar
en mí? Todo el mundo a su alrededor le presionaba para que hiciera cosas. ¿No podía darle mi apoyo,
sin más?
    Me cogí una mano con la otra, algo incómoda.
    —Tengo fe en ti. Y espero que veas que quiero seguir contigo. Pero tú también podrías haber sido
más honesto conmigo.
    Él asintió.
    —Quizás. Y hay cosas que quiero decirte, pero muchas de las cosas que sé son de tal importancia que
no puedo compartirlas, si es que hay la mínima posibilidad de que las hagas públicas. Necesito saber que
puedes hacerlo. Y necesito que te muestres completamente abierta conmigo.
    Cogí aire para responder, pero la respuesta no salió de mi boca.
    —Maxon, ahí estás —exclamó Kriss, apareciendo tras una esquina—. Antes no he podido preguntarte
si seguía en pie lo de la cena de esta noche.
    Maxon no apartó la vista de mí.
    —Claro. Cenaremos en tu habitación.
    —¡Estupendo!
    Eso me dolió.
    —¿America? ¿De verdad te vas? —preguntó ella, acercándose. Distinguí un brillo de esperanza en
sus ojos.
    Miré a Maxon, que parecía decir con su cara: «A esto es a lo que me refiero. Necesito que aceptes
las consecuencias de tus acciones, o que confíes en mis decisiones».
    —No, Kriss, hoy no.
    —Qué bien —dijo ella, con un suspiro, y vino a darme un abrazo.
    Me pregunté hasta qué punto ese abrazo me lo daba por estar Maxon delante; pero, en realidad, no
importaba. Kriss era mi rival más dura, pero también era la mejor amiga que tenía allí dentro.
    —Anoche me preocupé muchísimo por ti. Me alegro de que estés bien.
    —Gracias, tuve suerte… —estuve a punto de añadir «porque Maxon me hizo compañía», pero
presumir de algo así probablemente habría arruinado la poca confianza que me había ganado en los
últimos diez segundos. Me aclaré la garganta—. Tuve suerte de que los guardias llegaran tan rápido.
    —Gracias a Dios. Bueno, te veré más tarde —se giró hacia Maxon—. Y a ti te veré esta noche.
    La chica se fue por el pasillo, más contenta de lo que la había visto nunca. Supongo que si yo viera al hombre al que amaba poniéndome por delante de su antigua favorita, estaría igual de contenta.
    —Sé que no te gusta, pero la necesito. Si tú me dejas tirado, ella es mi mejor opción.
    —No importa —respondí, encogiéndome de hombros—. No te dejaré tirado.
    Le di un beso rápido en la mejilla y subí las escaleras sin mirar atrás. Unas horas antes pensaba que
había perdido a Maxon definitivamente, pero, ahora que sabía lo que significaba para mí, iba a luchar por
él. Las otras chicas se quedarían con un palmo de narices.
    Mientras subía la gran escalera, me sentí más animada. Probablemente tendría que preocuparme algo
más por el desafío que se me presentaba, pero lo único en lo que podía pensar era en cómo lo superaría.
    Quizás el rey detectara mi alegría, o quizá simplemente estuviera esperándome, pero lo cierto es que,
en cuanto llegué a la segunda planta, me lo encontré en el rellano.
    Se me acercó con parsimonia, haciendo alarde de su autoridad. Cuando lo tuve delante, le hice una
reverencia.
    —Majestad —saludé.
    —Lady America. Parece que sigues con nosotros.
    —Eso parece.
    Un grupo de guardias pasó a nuestro lado, y saludaron sin pararse.
    —Hablemos de negocios —dijo, con expresión severa—. ¿Qué te parece mi esposa?
    Fruncí la frente, sorprendida del rumbo que tomaba la conversación. Aun así, respondí sinceramente:
    —Creo que la reina es admirable. No tengo palabras para decir lo maravillosa que es.
    Asintió.
    —Es una mujer única. Bella, evidentemente, pero también humilde. Tímida, pero no hasta el punto de
la cobardía. Obediente, afable y una gran conversadora. Da la impresión de que, aunque nació en la
pobreza, estaba destinada a ser reina —hizo una pausa y me miró, observando mi expresión de
admiración—. No se puede decir lo mismo de ti.
    Intenté mantener la calma.
    —No eres más guapa que la mayoría. Pelirroja, algo pálida y supongo que no tienes mal tipo; pero
desde luego nada que ver con Celeste. En cuanto a tu carácter… —cogió aire—. Eres maleducada, tosca;
y la única vez que se te ocurre hacer algo en serio, atacas la esencia de nuestro país. Absolutamente
irresponsable. Y eso por no hablar de tu porte descuidado. Kriss es mucho más encantadora y agradable.
    Apreté los labios, decidida a no llorar. Me recordé a mí misma que todo eso ya lo sabía.
    —Y, por supuesto, tenerte en la familia no supone ningún beneficio político. No eres de una casta tan
baja que inspire admiración, ni tampoco tienes contactos. Elise, en cambio, resultó muy útil para nuestro
viaje a Nueva Asia.
    Me pregunté hasta dónde sería verdad eso, si en realidad no llegaron a contactar con su familia.
Quizás había algo más que yo no sabía. O tal vez todo aquello fuera una exageración para hacerme sentir
poca cosa. Si ese había sido su objetivo, había hecho un gran trabajo.
    Sus ojos se plantaron en los míos.
    —¿Qué estás haciendo aquí?
    Tragué saliva.
    —Supongo que tendría que preguntárselo a Maxon.
    —Te lo pregunto a ti.
    —Él quiere que me quede —dije, con decisión—. Y yo quiero quedarme. Mientras coincidan esas dos cosas, me quedo.
    El rey hizo una mueca.
    —¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete?
    —Diecisiete.
    —Supongo que no sabes mucho sobre hombres; de hecho no deberías, si estás aquí. Déjame que te
diga que pueden ser muy inconstantes. No querrás poner en él todo tu afecto, cuando, en cualquier
momento, puede pasar algo que lo aparte de ti para siempre.
    Hice una mueca de extrañeza; no estaba muy segura de qué quería decir.
    —Yo tengo ojos por todo el palacio. Sé que hay chicas que le ofrecen mucho más de lo que te puedes
imaginar. ¿Crees que alguien tan vulgar como tú tiene alguna oportunidad, comparada con ellas?
    ¿Chicas? ¿En plural? ¿Quería decir que había pasado algo más que lo que yo había visto en el pasillo
entre Maxon y Celeste? ¿Tan inocentes eran nuestros besos de la noche anterior, comparados con las
otras experiencias que estaba teniendo?
    Maxon me había dicho que quería ser honesto conmigo. ¿Acaso me ocultaba algo?
    Tenía que confiar en él.
    —Si eso es cierto, Maxon dejará que me vaya cuando llegue el momento, y, en ese caso, usted no
tiene nada de que preocuparse.
    —¡Claro que me preocupo! —rugió, y luego bajó la voz—. Si en un arranque de estupidez Maxon
acaba escogiéndote a ti, tus tonterías nos pueden costar muy caras. ¡Décadas, generaciones de trabajo
perdidas solo porque se te ocurrió hacerte la heroína!
    Acercó su rostro al mío hasta tal punto que tuve que dar un paso atrás, pero él se volvió a aproximar,
dejando muy poco espacio entre nosotros. Hablaba en voz baja pero con dureza, y daba aún más miedo
que cuando gritaba.
    —Vas a tener que aprender a controlar esa lengua. Si no, tú y yo seremos enemigos. Y créeme: no te
conviene tenerme como enemigo.
    Con un dedo cargado de rabia me señalaba la mejilla. Sería capaz de hacerme trizas en aquel mismo
momento. Y aunque hubiera alguien cerca, ¿qué iban a hacer? Nadie se atrevería a protegerme del rey.
    —Lo entiendo —respondí, intentando mantener un tono sereno.
    —Excelente —dijo. De pronto, adoptó una voz alegre—. Entonces te dejaré para que te vuelvas a
instalar. Buenas tardes.
    Me quedé allí, y hasta que se alejó no me di cuenta de que estaba temblando. Cuando me decía que
mantuviera la boca cerrada, supuse que se refería incluso a no mencionarle esa conversación a Maxon.
Así que de momento no lo haría. Estaba segura de que aquello era una prueba para saber hasta dónde
podía presionarme, y decidí mostrarme inquebrantable.
    Mientras le daba vueltas en la cabeza, algo cambió en mi interior. Estaba nerviosa, sí, pero también
furiosa.
    ¿Quién era ese hombre para darme órdenes? Sí, era el rey; pero, en realidad, no era más que un
tirano. De algún modo se había convencido de que, manteniendo a todo el mundo a su alrededor oprimido
y silenciado, nos hacía un favor a todos. ¿Qué podía tener de bueno verse obligado a vivir en un rincón
de la sociedad? ¿Qué podía tener de bueno que todo el mundo en Illéa tuviera límites, todos menos él?
    Pensé en Maxon, escondiendo a Marlee en las profundidades de las cocinas. Aunque yo no durara mucho más tiempo allí, sabía que él haría mucho mejor papel que su padre. Al menos era capaz de sentir
compasión.
   Seguí respirando lentamente y, cuando recuperé la compostura, me puse de nuevo en marcha.
   Llegué a mi habitación y me apresuré a apretar el botón de llamada de mis doncellas. Antes de lo que
me imaginaba, Anne, Mary y Lucy se presentaron a la carrera, casi sin aliento.
   —¿Señorita? —preguntó Anne—. ¿Pasa algo malo?
   —No —dije, sonriendo—, a menos que consideres que es malo que me quede.
   Lucy soltó un chillido de alegría.
   —¿De verdad?
   —De verdad.
   —Pero ¿cómo? —preguntó Anne—. Pensé que había dicho…
   —Lo sé, lo sé. Es difícil de explicar. Lo único que puedo deciros es que me han dado una segunda
oportunidad. Maxon me importa, y voy a luchar por él.
   —¡Qué romántico! —exclamó Mary.
   Lucy se puso a dar palmas.
   —¡Chis! —exclamó Anne, para hacer que se callaran.
   Había esperado que se alegrara por la noticia, así que no entendía aquella mirada tan seria.
   —Si queremos que gane, necesitamos un plan —dijo, con una sonrisa diabólica, y yo la imité.
   Nunca había conocido a nadie tan organizado como aquellas chicas. Con ellas de mi lado, sentí que
perder era algo imposible.

La elite Kiera Cass capitulo 30

 El crujido de la puerta me despertó. La luz que entró del exterior era tan intensa que tuve que taparme
los ojos.
    —¿Alteza? —preguntó alguien—. ¡Oh, Dios mío, le he encontrado! —gritó—. ¡Está vivo!
    Se creó un alboroto a nuestro alrededor, y empezaron a llegar guardias y criados.
    —¿No pudo llegar al refugio de abajo, alteza? —preguntó uno de los guardias. Le miré la placa con
el nombre. Markson. No estaba segura, pero parecía uno de los oficiales de la guardia.
    —No. Un soldado dijo que avisaría a mis padres. Le ordené que lo hiciera enseguida —repuso
Maxon, peinándose con la mano. Por un momento en su rostro se reflejó el dolor que le causaba aquel
simple movimiento.
    —¿Qué soldado?
    Maxon suspiró.
    —No me dijo su nombre —dijo, y me miró, buscando confirmación.
    —A mí tampoco. Pero llevaba un anillo en el pulgar. Era gris, como de peltre, o algo así.
    El soldado Markson asintió.
    —Ese era Tanner. No ha sobrevivido. Hemos perdido a veinticinco guardias y a doce personas del
servicio.
    —¿Qué? —exclamé, tapándome la boca.
    Aspen.
    Recé por que estuviera a salvo. La noche anterior estaba tan nerviosa que no se me había ocurrido
siquiera preocuparme por él.
    —¿Y mis padres? ¿Y el resto de la Élite?
    —Todos están bien, señor. Aunque su madre ha estado muy nerviosa.
    —¿Ya ha salido? —nos dispusimos a marcharnos del refugio, con Maxon delante de mí.
    —Todos han salido. Nos hemos dejado alguno de los refugios secundarios y estábamos haciendo un
repaso; esperábamos encontrarles, a usted y a Lady America.
    —Oh, Dios —exclamó Maxon—. Iré a verla enseguida —dijo, pero de pronto se quedó paralizado.
    Seguí la trayectoria de su mirada y vi el panorama de destrucción. En la pared habían garabateado

otra vez el mismo mensaje:

YA VENIMOS

Habían cubierto las paredes de los pasillos con aquella amenaza, una y otra vez, con todos los
medios que habían podido encontrar. Aparte de eso, habían destrozado muchas cosas. Hasta entonces
nunca había visto el efecto de los ataques sobre la planta baja; solo lo había podido comprobar en los
pasillos próximos a mi habitación. Unas manchas enormes en las alfombras marcaban los lugares donde
había muerto alguien, quizás alguna doncella indefensa, o un aguerrido guardia. Las ventanas estaban
rotas, y en su lugar quedaban unos afilados dientes de cristal. Muchas lámparas estaban rotas, y otras
parpadeaban, negándose a rendirse. En las paredes había enormes agujeros, y eso hizo que me preguntara
si habrían visto a gente huyendo a los refugios, si habían ido de caza tras ellos. ¿Hasta qué punto
habíamos estado cerca de la muerte Maxon y yo la noche anterior?
—¿Señorita? —dijo un guardia, devolviéndome a la realidad—. Nos hemos tomado la libertad de
contactar con todas las familias. Parece que el ataque contra la familia de Lady Natalie ha sido un intento
de poner fin a la Selección. Están atentando contra los familiares para obligarlas a abandonar.
    —No —exclamé, llevándome las manos a la boca.
    —Ya hemos enviado guardias de palacio para protegerlos. El rey ha ordenado explícitamente que
ninguna de las chicas abandone el palacio.
    —¿Y si quieren hacerlo? —le rebatió Maxon—. No podemos retenerlas aquí contra su voluntad.
    —Por supuesto, señor. Tendrá que hablar con el rey —el guardia parecía incómodo; no sabía cómo
gestionar aquella diferencia de opiniones.
    —No tendrán que proteger a mi familia mucho tiempo —dije yo, intentando reducir la tensión—.
Háganles saber que volveré a casa muy pronto.
    —Sí, señorita —repuso el guardia, con una reverencia.
    —¿Mi madre está en su habitación? —preguntó Maxon.
    —Sí, señor.
    —Dígale que voy a verla. Y puede retirarse.
    Volvimos a quedarnos solos.
    Maxon me cogió la mano.
    —No te vayas enseguida. Despídete de tus doncellas y de las chicas, si quieres. Y come algo. Sé lo
mucho que te gusta la comida de aquí.
    —Lo haré —dije, sonriendo.
    Maxon se humedeció los labios, casi sin saber qué hacer. Ya estaba. Aquello era una despedida.
    —Me has cambiado para siempre. Y nunca te olvidaré.
    Le pasé la mano por el pecho, alisándole el abrigo.
    —No te tires de la oreja con ninguna otra. Eso es mío —respondí, con una sonrisa tensa.
    —Hay un montón de cosas que son tuyas, America.
    Tragué saliva.
    —Tengo que irme.
    Asintió.
    Maxon me dio un beso rápido en los labios y se fue a toda prisa por el pasillo. Me quedé mirando
hasta que desapareció de mi vista. Luego me volví a mi habitación.
    Cada paso de la escalera principal era una tortura, tanto por lo que había dejado atrás como por lo
que me temía encontrarme. ¿Y si tocaba el timbre y Lucy no se presentaba? ¿O Mary? ¿O Anne? ¿Y si
miraba a la cara a cada soldado y no encontraba ninguna que fuera la de Aspen?
    Llegué al segundo piso, dejando atrás el rastro de la destrucción. Aún era reconocible; el lugar más
bonito que había visto nunca, incluso en ruinas. No podía imaginarme el tiempo y el dinero que costaría
reparar aquello. Los rebeldes eran muy contundentes en sus acciones. Al acercarme a mi habitación,
reconocí el sonido de un llanto. Lucy.
    Suspiré, contenta de saber que estaba viva, pero aterrada al pensar en cuál podía ser la causa de su
llanto. Respiré hondo y giré la esquina, entrando en mi habitación.
    Con el rostro enrojecido y los ojos hinchados, Mary y Anne estaban recogiendo los fragmentos de
cristal de las puertas balconeras. Vi a Mary, que contenía el llanto, intentando respirar hondo y calmarse.
En un rincón, Lucy lloraba sobre el pecho de Aspen.
    —Chis —decía él, consolándola—. La encontrarán, lo sé.
    Estaba tan aliviada que me eché a llorar.
    —Estáis bien. Estáis todos bien —exclamé.
    Aspen soltó un enorme suspiro y relajó los tensos hombros.
    —¿Señorita? —dijo Lucy. Un segundo más tarde estaba corriendo hacia mí y, tras ella, Mary y Anne,
que me envolvieron en abrazos.
    —Oh, esto es absolutamente incorrecto —dijo Anne, sin soltarme.
    —Por Dios bendito, deja eso ahora —replicó Mary.
    Estábamos tan contentas de estar sanas y salvas, que nos dio la risa.
    Tras ellas, Aspen se puso en pie y nos observó en silencio con una sonrisa en los labios,
evidentemente aliviado de verme allí.
    —¿Dónde estaba? Han buscado por todas partes —dijo Mary, llevándome hasta la cama para que me
sentara, aunque estaba hecha un lío, con el edredón hecho jirones, las almohadas rajadas y las plumas
cayendo por todas partes.
    —En uno de los refugios secundarios que habían pasado por alto. Maxon también está bien.
    —Gracias a Dios —dijo Anne.
    —Me ha salvado la vida. Yo iba de camino a los jardines cuando llegaron. Si hubiera estado fuera…
    —Oh, señorita —exclamó Mary.
    —No se preocupe por nada —intervino Anne—. Arreglaremos la habitación en un abrir y cerrar de
ojos, y tenemos un fantástico vestido nuevo para cuando esté lista. Y podemos…
    —Eso no será necesario. Me voy a casa hoy. Me pondré algo sencillo y me iré dentro de unas horas.
    —¿Qué? —respondió Mary, sin aliento—. Pero ¿por qué?
    Me encogí de hombros.
    —No ha ido bien —miré a Aspen, pero no supe leer en la expresión de su rostro. Lo único que podía
ver en él era el alivio que sentía al verme con vida.
    —La verdad es que yo pensaba que ganaría usted —soltó Lucy—. Desde el principio. Y después de
todo lo que dijo anoche… No puedo creerme que se vaya a casa.
    —Te lo agradezco mucho, pero no pasa nada. A partir de ahora, haced lo que podáis para ayudar a
Kriss. Por favor, hacedlo por mí.
    —Claro —dijo Anne.
    —Lo que usted diga —la secundó Mary.
    Aspen se aclaró la garganta.
    —Señoritas, si me conceden un momento… Si Lady America se va hoy, necesito repasar algunas
medidas de seguridad. Ya que hemos llegado hasta aquí, hay que cerciorarse de que no le sucede nada
hasta su marcha. Anne, quizá podría ir a buscarle toallas limpias y otras cosas. Debería irse a casa como
una dama. Mary, ¿algo de comida? —ambas asintieron—. Y Lucy, ¿necesita descansar?
    —¡No! —protestó ella, muy tiesa—. Puedo trabajar.
    Aspen sonrió.
    —Muy bien.
    —Lucy, ve al taller y acaba ese vestido. Nosotras vendremos enseguida a ayudarte —ordenó Anne—.
No me importa lo que diga la gente, Lady America. Se va a ir de aquí con estilo.
—Sí, señora —respondí.
    Se fueron, y cerraron la puerta tras de sí.
    Aspen se acercó. Me giré hacia él.
    —Pensé que estarías muerta. Creí que te había perdido.
    —Hoy no —dije, sonriendo tímidamente. Ahora que sabía el alcance de todo aquello, el único modo
de mantener la calma era bromear sobre el tema.
    —Me llegó tu carta. No me puedo creer que no me contaras lo del diario.
    —No podía.
    Cubrió el espacio que nos separaba y me pasó la mano por el cabello.
    —Mer, si no me lo podías enseñar a mí, no deberías haber intentando enseñárselo a todo el país. Y
esa historia de las castas… Estás loca, ¿sabes?
    —Oh, sí, lo sé —respondí. Bajé la mirada al suelo, pensando en la locura de las últimas veinticuatro
horas.
    —¿Así que Maxon te ha echado por eso?
    Suspiré.
    —No exactamente. Es el rey el que me manda a casa. Aunque Maxon se me declarara en este mismo
momento, no cambiaría nada. El rey dice que no, así que me voy.
    —Vaya. Va a ser raro estar aquí sin ti.
    —Ya —dije, resignada.
    —Te escribiré —prometió—. Y te puedo enviar dinero si quieres. Tengo mucho. Podemos casarnos
cuando vuelva a casa. Sé que pasará un tiempo…
    —Aspen —dije, interrumpiéndole. No sabía cómo explicar que me acababan de romper el corazón
—. Cuando me vaya, quiero un poco de paz, ¿vale? Necesito recuperarme de todo esto.
    Él dio un paso atrás, ofendido.
    —Entonces… ¿No quieres que te escriba o te llame?
    —Quizá no enseguida —respondí, intentando que no sonara tan grave—. Solo quiero pasar un tiempo
con mi familia y recuperar la normalidad. Después de todo lo que he vivido aquí, no puedo…
    —Espera —me interrumpió, levantando una mano. Guardó silencio un momento, leyéndome la cara
—. Aún te gusta —dedujo—. Después de todo lo que ha hecho, lo de Marlee, e incluso ahora que no hay
esperanza ninguna, sigues pensando en él.
    —Él no hizo nada, Aspen. Ojalá pudiera explicarte lo de Marlee, pero di mi palabra. No estoy
resentida con Maxon. Y sé que ha acabado. Es lo mismo que sentía cuando tú rompiste conmigo.
    Resopló, incrédulo, echando la cabeza atrás como si no pudiera creerse lo que estaba oyendo.
    —Lo digo en serio. Cuando me dejaste, la Selección se convirtió en mi salvavidas, porque sabía que
al menos me daría un tiempo para superar lo que sentía por ti. Y entonces te presentaste aquí, y todo
cambió. Fuiste tú el que cambiaste las cosas cuando me dejaste en la casa del árbol; y seguías pensando
que, si querías, podías conseguir que las cosas volvieran a como estaban antes. No funciona así. Dame la
oportunidad de ser yo quien te escoja.
    A medida que las palabras iban saliéndome por la boca, supe que aquello explicaba en parte por qué
las cosas estaban tan mal. Había querido a Aspen tanto tiempo que estábamos dando por supuestas
muchas cosas. Pero ahora todo era diferente. No era como cuando aún éramos dos don nadie de Carolina.
Habíamos visto demasiadas cosas como para fingir que volveríamos a ser los de antes, sin más.
     —¿Por qué no ibas a escogerme, Mer? ¿No soy tu único candidato? —preguntó, con un tono de voz
cada vez más triste.
     —Sí. ¿Eso no te molesta? No quiero ser la chica con la que acabas solo porque la única otra opción
ya no está disponible y porque tú nunca has considerado a ninguna otra. ¿De verdad quieres que sea tuya
solo por descarte?
     —No me importa cómo sea, Mer —replicó, convencido.
     De pronto se me echó encima y me cogió la cara con las manos. Me besó con pasión, intentando
hacerme recordar lo que era para mí.
     Pero yo no pude devolverle el beso.
     Cuando por fin se rindió, me echó la cabeza atrás, intentando escrutar mi rostro para averiguar qué es
lo que sucedía.
     —¿Qué está pasando, America?
     —¡Que tengo el corazón roto! ¡Eso es lo que pasa! ¿Cómo crees que me siento? Ahora mismo estoy
muy confundida, y tú eres lo único que me queda, y no me quieres lo suficiente como para dejarme
respirar.
     Me eché a llorar. Él pareció calmarse.
     —Lo siento, Mer —murmuró—. Es que no paro de pensar que te he perdido por un motivo u otro, y
el instinto me dice que luche por ti. Es lo único que sé hacer.
     Miré al suelo, intentando recomponerme.
     —Puedo esperar —decidió—. Cuando estés lista, escríbeme. Sí que te quiero lo suficiente como
para dejarte respirar. Después de lo de anoche, me conformo con eso. Por favor, respira.
     Me acerqué a él y dejé que me abrazara, pero la sensación fue diferente. Yo siempre había pensado
que Aspen estaría presente en mi vida en todo momento, y por primera vez me pregunté si de verdad sería
así.
     —Gracias —susurré—. Ten cuidado, Aspen. No te hagas el héroe. Cuídate mucho.
     Él dio un paso atrás, asintiendo, pero no dijo nada. Me besó en la frente y se dirigió a la puerta.
     Me quedé allí un buen rato, sin saber muy bien qué hacer, esperando que mis doncellas, una vez más,
vinieran a darme el empujón que necesitaba.

La elite Kiera Cass capitulo 29

Me crucé de brazos.
    —He oído la versión de Kriss sobre lo ocurrido, y no creo que exagere en nada. En cuanto a Celeste,
preferiría no volver a hablar de ella nunca más.
    Se rió.
    —Qué tozuda. Eso lo echaré de menos.
    Me quedé callada un minuto.
    —Así pues, ¿ya está? ¿Estoy fuera?
    Maxon se quedó pensando.
    —Ahora ya no estoy seguro de que pueda pararlo. ¿No es eso lo que querías?
    —Estaba furiosa —dije, en un susurro, meneando la cabeza—. Estaba enfadadísima.
    Aparté la mirada; no quería llorar. Aparentemente Maxon había decidido que debía escuchar lo que
tenía que decirme, quisiera o no. Por fin me tenía atrapada, y tendría que oír todo lo que quería contarme.
    —Pensé que eras mía —dijo. Levanté los ojos y me encontré con que él tenía la vista puesta en el
techo—. Si hubiera podido proponerte matrimonio en la fiesta de Halloween, lo habría hecho. Se supone
que tengo que hacerlo en una ceremonia oficial, con mis padres, invitados y cámaras, pero pedí permiso
para preguntártelo en privado cuando estuviéramos preparados, y celebrar una recepción después. Eso
nunca te lo conté, ¿verdad?
    Maxon me miró, y yo sacudí la cabeza muy levemente. Él esbozó una sonrisa amarga al recordarlo.
    —Tenía mi discurso preparado, todas las promesas que quería hacerte. Probablemente se me habría
olvidado todo y habría quedado como un idiota. Aunque… aún me acuerdo —suspiró—. Te lo ahorraré
—hizo una breve pausa—. Cuando me rechazaste a empujones, me entró el pánico. Pensaba que esta
locura de concurso ya se había acabado, y de pronto me encontré como si estuviera de nuevo en el primer
día de la Selección, solo que esta vez mis opciones eran más limitadas. Y solo una semana antes había
estado viendo a todas esas chicas, buscando a alguna que te superara, que pudiera gustarme más, y no lo
había conseguido. Estaba desesperado.
    »Entonces apareció Kriss, tan humilde, cuyo único deseo era hacerme feliz, y me pregunté cómo es
que se me había pasado eso por alto. Sabía que era agradable, y desde luego es muy atractiva; pero
además tenía otras virtudes de las que no me había dado cuenta. Supongo que, sencillamente, no le había
prestado atención. ¿Qué motivo tenía para hacerlo, si ya te tenía a ti?
    Me rodeé el cuerpo con los brazos, como si intentara esconderme. Me tenía, pero ya no. Yo solita lo
había estropeado todo.
    —¿La quieres? —le pregunté, tímidamente. No quería verle la cara, pero el largo silencio me hizo
comprender que había algo profundo entre los dos.
    —Es diferente a lo que teníamos tú y yo. Es más tranquil…, más estable. Puedo ponerme en sus
manos, y no tengo dudas de su entrega. Como puedes ver, en mi mundo hay muy pocas certezas. Por eso
es agradable encontrar a alguien como ella.
    Asentí, evitando el contacto visual. Lo único en que podía pensar era que hablaba de él y de mí en
pasado, y que no tenía más que elogios para Kriss. Ojalá tuviera algo malo que decir de ella, algo que la

hiciera perder puntos; pero no lo tenía. Kriss era una dama. Desde el principio lo había hecho todo bien, y me sorprendía que, aun así, él se hubiera decantado por mí. Kriss era la candidata perfecta.
    —Y entonces, ¿por qué Celeste? —pregunté, mirándolo por fin—. Si Kriss es tan maravillosa…
    Maxon asintió, aparentemente avergonzado. Había sido él quien había querido hablar de aquello, así
que ya debía de tener algo pensado. Se puso en pie, estirando la espalda con timidez, y empezó a recorrer
el pequeño espacio que nos separaba.
    —Como sabes, mi vida está llena de tensiones que prefiero no compartir. Vivo en un estado de estrés
constante. Estoy siendo observado y juzgado constantemente. Mis padres, nuestros asesores…; siempre
estoy en el punto de mira, y ahora estáis vosotras aquí —dijo, señalándome—. Estoy seguro de que
alguna vez te habrás sentido atrapada por culpa de tu casta, pero imagínate cómo me siento yo. He visto
muchas cosas, America, y sé muchas cosas; y no creo que sea capaz de cambiarlas.
    »Estoy seguro de que sabes que se supone que mi padre debe retirarse dentro de unos años, cuando
vea que estoy preparado para gobernar, pero ¿crees que alguna vez dejará de mover los hilos? Eso no va
a ocurrir mientras viva. Y sé que es un hombre terrible, pero no quiero que muera… Es mi padre.
    Asentí.
    —Y hablando de eso, ha metido mano en la Selección desde el principio. Si te fijas en quién ha
quedado, está muy claro —empezó a pasar lista a las chicas con los dedos—. Natalie es extremadamente
maleable, y eso la convierte en la favorita de mi padre, ya que piensa que yo tengo demasiado carácter.
El hecho de que le guste tanto hace incluso que me cueste no aborrecerla.
    »Elise tiene contactos en Nueva Asia, pero no estoy muy seguro de que eso sirva de nada. Esa
guerra… —se quedó pensando y sacudió la cabeza. Había algo sobre aquella guerra que no quería
compartir conmigo—. Y es tan… Ni siquiera sé cómo definirlo. Desde el principio sabía que no quería
una chica que dijera que sí a todo, o que se limitara a mostrarme su adoración. Intento contradecirla, y
ella me da la razón. ¡Siempre! Es exasperante. Es como si no tuviera sangre en las venas.
    Respiró hondo. No me había dado cuenta de todo lo que suponía aquello para él. Siempre se había
mostrado muy paciente con nosotras. Por fin me miró a mí.
    —Tú eras la que yo quería. La única que quería. A mí padre no le emocionaba la idea; pero, en aquel
momento, aún no habías hecho nada para disgustarle. Mientras estuviste callada, no le importó que
siguieras aquí. De hecho, no le habría importado que te eligiera, si mostrabas buenos modales. Pero
ahora ha usado tus últimas acciones para dejar claro que no tengo criterio, e insiste en tomar la decisión
final personalmente —meneó la cabeza—. Pero eso es otro asunto. Las otras (Marlee, Kriss y Celeste)
las escogieron los asesores. Marlee era una de las favoritas, al igual que Kriss —suspiró—. Kriss sería
una buena opción. Ojalá me hubiera dejado acercarme más a ella, aunque solo sea porque aún no sé si
hay… química entre nosotros. Me gustaría hacerme una idea al menos. Y Celeste. Tiene muchas
influencias y es famosa. Queda bien en pantalla. Parece que queda bien que la elegida sea alguien de un
nivel parecido al mío. Me gusta, aunque solo sea por su tenacidad. Al menos tiene carácter. Pero ya sé
que es una manipuladora y que está intentando sacar el máximo partido a esta situación. Sé que, cuando
me abraza, es la corona en lo que está pensando —cerró los ojos, como si estuviera a punto de decir lo
peor de todo—. Ella me utiliza, así que no me siento culpable utilizándola. No me sorprendería que la
hubieran animado a que se lanzara a mis brazos. Puedo entender las reservas de Kriss. Y desde luego
preferiría estar entre tus brazos, pero apenas me hablas siquiera…
    »¿Tan terrible es que desee disfrutar de un momento, de quince minutos de vida, sin que eso importe?
¿Sentirme bien? ¿Fingir por un rato que alguien me quiere? Puedes juzgarme si quieres, pero no me puedo
disculpar por desear un poco de normalidad en mi vida.
    Me miró profundamente a los ojos, aguardando mis reproches, pero esperando al mismo tiempo que
no llegaran.
    —Lo entiendo.
    Pensé en Aspen, abrazándome fuerte y haciéndome promesas. ¿No había hecho yo exactamente lo
mismo? Vi que Maxon le daba vueltas a la cabeza, preguntándose hasta qué punto lo entendía. Pero no
podía compartir con él mi secreto. Aunque todo hubiera acabado para mí, no podía permitir que me viera
con otros ojos.
    —¿La escogerías? A Celeste, quiero decir.
    Se sentó a mi lado, acercándose lentamente. No podía imaginarme lo mucho que le dolería la espalda.
    —Si tuviera que hacerlo, la preferiría a ella antes que a Elise o a Natalie. Pero eso no ocurrirá a
menos que Kriss decida que quiere marcharse.
    Asentí.
    —Kriss es una buena elección. Será mucho mejor princesa de lo que podría serlo yo.
    Maxon chasqueó la lengua.
    —Es menos peligrosa. Dios sabe qué podría pasarle al país contigo al mando.
    Me reí, porque tenía razón.
    —Probablemente lo llevaría a la ruina.
    Maxon prosiguió, sin dejar de sonreír.
    —Aunque quizá necesite que lo lleven a la ruina.
    Nos quedamos allí sentados, en silencio, un rato. Me pregunté cómo sería nuestro mundo en ruinas.
No podríamos liberarnos de la familia real —¿cómo íbamos a hacer nuestra transición?—, pero quizá
pudiéramos cambiar la manera de gestionar algunas cosas. Los cargos podrían ser por elección, no
heredados. Y las castas… La verdad es que me gustaría que nos libráramos de ellas.
    —¿Me darás un capricho?
    —¿Qué quieres decir?
    —Bueno, esta noche yo he compartido contigo muchas cosas que me cuestan mucho admitir. Me
preguntaba si querrías responderme una pregunta.
    Su expresión era tan sincera que no podía negarme. Esperaba no lamentarlo, pero se había mostrado
más sincero conmigo de lo que me merecía.
    —Claro. Lo que sea.
    Tragó saliva.
    —¿Alguna vez me has querido?
    Maxon me miró a los ojos, y me pregunté si podía leer en mi mirada. Todas las emociones que había
reprimido por no estar segura de ellas, todos los sentimientos a los que nunca había querido poner
nombre. Bajé la cabeza.
    —Sé que cuando pensé que eras responsable de lo que le hicieron a Marlee, me quedé destrozada.
No porque hubiera ocurrido, sino porque no quería pensar que tú eras de ese tipo de personas. Sé que
cuando hablas de Kriss o cuando pienso en cómo besabas a Celeste… me pongo tan celosa que apenas
puedo respirar. Y sé que cuando hablamos en Halloween, pensaba en nuestro futuro juntos. Y era feliz.
Sé que, si me lo hubieras pedido, te habría dicho que sí —aquellas últimas palabras fueron solo un susurro, casi me costaba pronunciarlas—. También sé que nunca he sabido cómo te sentías al quedar con
otras chicas, o por ser príncipe. Incluso con todo lo que me has contado esta noche, creo que hay partes
de ti que siempre te guardarás…
    —Pero, con todo eso…
    Asentí. No podía decirlo en voz alta. Si lo hacía, ¿cómo iba a poder irme de allí?
    —Gracias —susurró—. Al menos ahora puedo estar seguro de que, por un breve momento del tiempo
que pasamos juntos, sentimos lo mismo.
    Noté los ojos irritados, que amenazaban con llenarse de lágrimas. En realidad nunca me había dicho
que me quería, ni tampoco lo estaba diciendo ahora. Pero aquellas palabras se acercaban mucho.
    —He sido una tonta —dije, recuperando el aliento. Me había resistido mucho a llorar, pero ahora ya
no podía—. He dejado que la corona me asustara y no me permitiera quererte. Me decía a mí misma que,
en realidad, no me importabas. No dejaba de pensar que me habías mentido o que me habías engañado,
que no confiabas en mí ni te importaba lo suficiente. Quise creer que no era importante para ti.
    Me quedé mirando su atractivo rostro.
    —Solo con mirarte la espalda queda claro que harías cualquier cosa por mí. Y yo lo he echado a
perder. Lo he echado todo a perder…
    Me abrió los brazos, y me dejé caer entre ellos. Maxon me abrazó en silencio, pasándome las manos
por el cabello. Deseé poder borrar todo lo demás y aferrarme a aquel momento, a aquel breve instante en
que él y yo sabíamos lo mucho que significábamos el uno para el otro.
    —Por favor, no llores, querida. Si pudiera, haría lo que fuera para que no lloraras nunca más.
    —No volveré a verte nunca —dije, respirando a trompicones—. Es todo culpa mía.
    Me agarró con más fuerza.
    —No, yo debería haber sido más abierto.
    —Y yo más paciente.
    —Yo debería haberte propuesto matrimonio aquella noche, en tu habitación.
    —Y yo debería haberte dejado que lo hicieras.
    Chasqueó la lengua. Levanté la mirada, sin saber muy bien cuántas sonrisas más me podría dedicar.
Maxon me limpió las lágrimas de las mejillas con los dedos, y se quedó ahí, mirándome a los ojos. Yo
hice lo mismo; deseaba recordar aquel momento.
    —America… No sé cuánto tiempo nos queda juntos, pero no quiero pasármelo lamentando las cosas
que no hicimos.
    —Yo tampoco —dije, y me giré hacia la palma de su mano y se la besé. Luego le besé las puntas de
cada uno de sus dedos.
    Él coló la mano por entre mi pelo y acercó sus labios a los míos.
    Echaba de menos aquellos besos, tan serenos, tan seguros. Sabía que, en toda mi vida, si me casaba
con Aspen o con cualquier otro, nadie me haría sentir así. No es que yo hiciera que su mundo fuera mejor.
Es que yo era su mundo. No era una explosión; eran fuegos artificiales. Era una llamarada, ardiendo
lentamente de dentro afuera.
    Nos fuimos dejando caer, hasta que acabé en el suelo, con Maxon encima de mí. Me fue rozando con
la nariz por el borde de la mandíbula, el cuello, el hombro, y recorrió el camino de vuelta cubriéndolo de
besos hasta llegar otra vez a mis labios. Yo no dejaba de pasarle los dedos por entre el cabello. Era tan
suave que casi me hacía cosquillas en las palmas de las manos.
Al cabo de un rato sacamos las mantas y nos hicimos una cama improvisada. Él me abrazó
prolongadamente, mirándome a los ojos. Podríamos habernos pasado años así; al menos yo.
    Cuando la camisa de Maxon estuvo seca, se la puso, tapándose las manchas con el abrigo, y volvió a
acurrucarse a mi lado. Cuando los dos nos cansamos, nos pusimos a hablar. No quería perder ni un
minuto durmiendo, y tenía la impresión de que él tampoco.
    —¿Crees que volverás con él? ¿Con tu ex?
    No quería hablar de Aspen en aquel momento, pero me lo pensé.
    —Es una buena elección. Listo, valiente, y quizá la única persona del planeta más tozuda que yo.
    Maxon soltó una risita. Yo tenía los ojos cerrados, pero seguí hablando.
    —No obstante, pasará un tiempo antes de que pueda pensar en eso.
    —Mmm.
    El silencio se prolongó. Maxon frotó el pulgar contra mi mano.
    —¿Podré escribirte? —preguntó.
    Me lo quedé pensando.
    —A lo mejor deberías esperar unos meses. Quizá ni me eches de menos.
    Él reprimió una risa.
    —Si me escribes…, tendrás que contárselo a Kriss.
    —Tienes razón.
    No dejó claro si con eso quería decir que se lo diría o que simplemente no me escribiría, pero la
verdad era que en aquel momento no quería saberlo.
    No podía creerme que todo aquello estuviera pasando por culpa de un libro.
    De pronto me sobresalté y abrí los ojos de golpe. ¡Un libro!
    —Maxon, ¿y si los rebeldes norteños están buscando los diarios?
    Él cambió de posición, aún adormilado.
    —¿Qué quieres decir?
    —Aquel día en que hui del palacio y los vi pasar. A una chica se le cayó una bolsa llena de libros. El
tipo que iba con ella también llevaba muchos. Están robando libros. ¿Y si andan buscando uno en
particular?
    Maxon abrió los ojos y frunció el ceño.
    —America…, ¿qué había en ese diario?
    —Muchas cosas. Explicaba básicamente cómo Gregory Illéa estafó al país, cómo impuso las castas a
la gente. Era terrible, Maxon.
    —Pero la emisión del Report se cortó —dijo él—. Aunque fuera eso lo que buscan, es imposible que
sepan lo que había o lo que hay en el diario. Créeme, después de tu numerito, mi padre se asegurará de
que esas cosas estén aún más protegidas.
    —Ya está —dije, tapándome la cara y reprimiendo un bostezo—. Ya lo sé…
    —No —respondió él—. No le des más vueltas. Por lo que sabemos, simplemente les gusta mucho
mucho la lectura.
    Hice una mueca ante aquel intento de chiste.
    —Estaba convencida de que no podía empeorar aún más las cosas.
    —Chis —dijo él, acercándose aún más y cogiéndome con sus fuertes brazos—. Ahora no te preocupes de eso. Deberías dormir.
    —Pero no quiero —murmuré, aunque al mismo tiempo me pegué un poco más a él.
    Maxon volvió a cerrar los ojos, sin soltarme.
    —Yo tampoco. Incluso en los días buenos, dormir me pone nervioso.
    Aquello me dolía. No podía imaginarme su estado de constante preocupación, especialmente teniendo
en cuenta que la persona que le provocaba aquella tensión era su propio padre.
    Me soltó la mano y metió la suya en el bolsillo. Entreabrí los ojos, pero él seguía teniéndolos
cerrados. Los dos estábamos a punto de dormirnos. Volvió a encontrar mi mano y me puso algo en la
muñeca. Reconocí el tacto de la pulsera que me había comprado en Nueva Asia.
    —La llevo todo el rato en el bolsillo. Es de un romanticismo patético, ¿verdad? Iba a quedármela,
pero quiero que conserves algo mío.
    Me colocó la pulsera sobre la de Aspen, y sentí que el cierre me presionaba contra la piel.
    —Gracias. Me hace muy feliz.
    —Entonces yo también soy feliz.
    No dijimos nada más.

La elite Kiera Cass capitulo 28

Lo último que me esperaba cuando atravesé el umbral de mi puerta eran los aplausos de mis
doncellas.
    Me quedé allí un momento, conmovida por su apoyo y reconfortada por las expresiones de orgullo de
sus rostros. Cuando ya no podían hacerme sonrojar más, Anne me cogió de las manos.
    —Bien dicho, señorita —dijo ella, apretándomelas suavemente, y en sus ojos vi tanta alegría que por
un momento no me sentí tan mal.
    —¡No me puedo creer que haya hecho eso! ¡Nunca hay nadie que nos defienda! —añadió Mary.
    —¡Maxon tiene que escogerla! —gritó Lucy—. Es la única que me da esperanza.
    Esperanza.
    Necesitaba pensar, y el único lugar donde podía hacerlo a gusto eran los jardines. Aunque mis
doncellas insistían en que me quedara, salí dando un rodeo, por una escalera trasera en el otro extremo
del pasillo. Aparte de algún guardia, la planta baja estaba desierta y tranquila. Yo esperaba que el
palacio estuviera bullendo de actividad, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido en la última media
hora.
    Cuando pasé por el pabellón de la enfermería, la puerta se abrió de golpe y fui a chocar contra
Maxon, que dejó caer una caja de metal cerrada. Murmuró algo tras nuestro choque, aunque no había sido
tan fuerte.
    —¿Qué estás haciendo fuera de tu habitación? —preguntó, mientras se agachaba lentamente a recoger
la caja. Observé que llevaba su nombre en un lado. Me pregunté qué guardaría en la enfermería.
    —Iba a los jardines. Estoy intentando decidir si he hecho una estupidez o no.
    A Maxon parecía que le costaba mantenerse en pie.
    —Oh, ya te puedo asegurar yo que sí; ha sido una estupidez.
    —¿Necesitas ayuda?
    —No —se apresuró a responder, evitando mirarme a los ojos—. Me voy a mi habitación. Y te
sugiero que tú hagas lo mismo.
    —Maxon —dije, con un tono de súplica que hizo que se viera obligado a mirarme—. Lo siento
mucho. Estaba enfadadísima, y quería… Ya ni siquiera lo sé. Y tú eras el que decías que ser un Uno tenía
sus privilegios, que podías cambiar las cosas.
    Él puso la mirada en el cielo.
    —Tú no eres una Uno —dijo, y se hizo el silencio—. Y aunque lo fueras, ¿acaso no te das cuenta de
cómo hago yo las cosas? Poco a poco y en silencio. Así es como tiene que ser de momento. No puedes
plantarte en la televisión quejándote de cómo funcionan las cosas y esperar tener el apoyo de mi padre, ni
el de nadie.
    —¡Lo siento! —dije, llorando—. Lo siento mucho.
    Él se quedó en silencio un momento.
    —No estoy seguro de que…
    Oímos los gritos al mismo tiempo. Maxon se giró y dio unos pasos, y yo le seguí, intentando entender
de qué se trataba. ¿Alguien que se peleaba? Cuando llegamos más cerca de la intersección con el pasillo

principal y las puertas que daban a los jardines, vimos a un grupo de guardias que llegaban a la carrera.
—¡Den la alarma! —gritó alguien—. ¡Han atravesado las puertas!
    —¡Preparen armas! —exclamó otro guardia, imponiéndose al ruido general.
    —¡Avisen al rey!
    Y entonces, como un enjambre de abejas, una nube de algo rápido y pequeño atravesó el pasillo. Un
guardia fue alcanzado y cayó de espaldas, y al caer contra el mármol la cabeza le hizo un ruido muy
desagradable. La sangre que le manaba del pecho me hizo soltar un chillido.
    Maxon me apartó instintivamente, pero no demasiado rápido. Quizás él también estuviera en estado
de shock.
    —¡Alteza! —le gritó un guardia que llegó corriendo a nuestra altura—. ¡Tiene que bajar
inmediatamente!
    Cogió a Maxon con decisión, le dio la vuelta y lo sacó de allí a empujones. Él gritó y dejó caer la
caja metálica otra vez. Miré hacia la mano del guardia y, por el grito que había emitido Maxon, pensé que
encontraría en ella un cuchillo y que se lo habría clavado en la espalda. Pero lo único que vi fue un
grueso anillo de peltre alrededor de su dedo pulgar. Recogí la caja por el asa que tenía a un lado,
esperando no estropear lo que hubiera dentro, y corrí hacia el guardia que intentaba sacarnos de allí.
    —No lo conseguiré —dijo Maxon.
    Me giré y vi que estaba sudando. Le pasaba algo grave.
    —Sí, señor —dijo el guardia, muy serio—. Por aquí.
    Tiró de Maxon y rodeó una esquina que parecía llevar a un rincón sin salida. Me preguntaba si iba a
dejarnos allí, pero entonces accionó algún mecanismo invisible en la pared, y se abrió otra de las
misteriosas puertas del palacio. Allí dentro estaba tan oscuro que yo no veía adónde daba; pero Maxon
entró, agachándose, sin pensarlo.
    —Dígale a mi madre que America y yo estamos a salvo. Haga eso antes que ninguna otra cosa —
ordenó.
    —Por supuesto, señor. Volveré a buscarle yo mismo cuando todo esto acabe.
    Sonó la sirena. Me pregunté si llegaría a tiempo para que se salvara todo el mundo.
    Maxon asintió y la puerta se cerró, sumiéndonos en la más completa oscuridad. El refugio era tan
hermético que ni siquiera se oía la sirena de la alarma. Oí que Maxon frotaba la pared con la mano, hasta
que dio con un interruptor que encendió una luz tenue. Miré alrededor y examiné aquel espacio.
    Había unos estantes con un montón de paquetes de plástico oscuro y otro estante con unas cuantas
mantas finas. En el centro del minúsculo espacio había un banco de madera en el que quizá podrían
sentarse cuatro personas, y en la esquina contraria un pequeño lavabo y lo que parecía un váter muy
espartano. En una pared había unos ganchos, pero no había nada colgado en ellos; y toda la salita olía al
metal del que parecían estar hechas las paredes.
    —Al menos este es uno de los buenos —dijo Maxon, tambaleándose hasta sentarse en el banco.
    —¿Qué te pasa?
    —Nada —dijo en voz baja, y apoyó la cabeza sobre sus brazos.
    Me senté a su lado, dejando la caja de metal en el banco y paseando de nuevo la mirada por el
refugio.
    —Supongo que son rebeldes sureños, ¿no?
    Maxon asintió. Intenté respirar más despacio y borrar de mi mente lo que acababa de ver.
¿Sobreviviría aquel guardia? ¿Podía sobrevivir alguien a algo así?
    Me pregunté hasta dónde habrían podido penetrar los rebeldes en el tiempo que habíamos tardado en
ocultarnos. ¿Habría sonado la alarma lo suficientemente rápido?
    —¿Estamos seguros aquí?
    —Sí. Este es uno de los refugios para los criados. Si un ataque los pilla en la cocina o en el almacén,
allí están bastante seguros. Pero los que están por ahí haciendo sus tareas a veces no tienen tiempo de
llegar hasta allí. Esto no es tan seguro como el gran refugio de la familia real, donde hay provisiones para
vivir un tiempo, pero las de aquí también valen para un apuro.
    —¿Y los rebeldes lo saben?
    —Es posible —dijo, haciendo una mueca al erguir un poco el cuerpo—. Pero no pueden entrar en
estos refugios una vez que están ocupados. Solo hay tres modos de salir: o alguien que tenga llave abre
desde fuera, o se usa la llave desde dentro —Maxon se llevó la mano al bolsillo, dejando claro que
podría sacarnos de allí en caso necesario—, o hay que esperar dos días. A las cuarenta y ocho horas las
puertas se abren automáticamente. Los guardias comprueban todos los refugios una vez que ha pasado el
peligro, pero siempre es posible que se dejen uno, y sin este mecanismo de apertura retardada alguien
podría quedar atrapado aquí dentro para siempre.
    Tardó un rato en decir todo aquello. Era evidente que algo le dolía, pero parecía que intentaba
distraerse con las palabras. Se inclinó hacia delante y luego soltó un soplido de dolor.
    —¿Maxon?
    —Ya no…, ya no puedo aguantarlo más. America, ¿me ayudas con el abrigo?
    Extendió el brazo, y yo le ayudé a quitarse el abrigo por una manga. Lo dejó caer tras él y se puso a
abrirse los botones. Quise ayudarle, pero me detuvo, cogiéndome las manos con las suyas.
    —Por ahora has demostrado que se te da fatal guardar secretos. Pero este es uno que tienes que
llevarte a la tumba. Y yo a la mía. ¿Lo entiendes?
    Asentí, aunque no estaba muy segura de qué quería decir. Maxon me soltó la mano y, muy despacio, le
desabroché la camisa. Me pregunté si alguna vez se habría imaginado que yo pudiera estar haciendo algo
así. No tenía problema en admitir que yo sí. La noche de Halloween me había echado en la cama y había
soñado con un momento así. Me lo había imaginado muy diferente, pero, aun así, sentí un escalofrío.
    Había estudiado música desde pequeña, y además había vivido rodeada de artistas. Una vez había
visto una escultura que tenía siglos de antigüedad y que mostraba a un atleta lanzando un disco. En aquel
tiempo pensé que solo un artista podría haber hecho que el cuerpo de un hombre resultara tan bonito. El
pecho de Maxon era tan escultural como cualquier obra de arte que hubiera visto antes.
    Pero todo cambió cuando le quise quitar la camisa por la espalda. Se le quedó pegada, y se oyó un
sonido pringoso y resbaladizo cuando intenté apartarla.
    —Despacio —dijo.
    Asentí, y me puse detrás de él para intentarlo desde allí.
    La parte trasera de la camisa de Maxon estaba empapada de sangre.
    Me sobresalté, y me quedé inmóvil un momento. Pero entonces, consciente de que si me quedaba
mirando sería aún peor, seguí adelante. Cuando conseguí quitarle la camisa, la colgué de uno de los
ganchos, concediéndome un momento para recobrar la compostura.
    Me giré y eché un vistazo a la espalda de Maxon. Tenía un corte sangrante en el hombro que seguía
hasta la cintura, y se cruzaba con otro que también sangraba, y que a su vez se cruzaba con otro ya cerrado; debajo de este había otro convertido en una antigua cicatriz. Parecía que tenía al menos seis
cortes recientes en la espalda, por encima de otros demasiado numerosos como para contarlos.
    ¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Maxon era el príncipe. Era miembro de la familia real; estaba
por encima de todos los demás, a veces incluso de la ley. ¿Cómo podía ser que hubiera acabado lleno de
cicatrices?
    Entonces recordé la mirada del rey aquella noche. Y el esfuerzo de Maxon por ocultar su miedo.
¿Cómo podía hacerle un hombre algo así a su hijo?
    Volví a girarme, buscando hasta que encontré un trapito. Me fui al lavabo y me alegré al ver que el
grifo funcionaba, aunque el agua estaba helada.
    Me recompuse y me acerqué, intentando mantener la calma por él.
    —Esto puede que te escueza un poco —le advertí.
    —No pasa nada —murmuró—. Estoy acostumbrado.
    Cogí el trapito mojado y fui limpiándole la herida desde el hombro, de arriba abajo. Él se encogió un
poco, pero aguantó en silencio. Cuando pasé a la segunda herida, Maxon empezó a hablar.
    —Llevo años preparándome para esta noche, ¿sabes? Esperando el día en que tuviera la fuerza
necesaria para plantarle cara.
    Maxon calló un momento, y algunas cosas adquirieron por fin sentido: por qué alguien que trabajaba
sentado a una mesa tenía aquellos músculos, por qué siempre parecía estar vestido y listo para ponerse en
marcha, por qué le enfurecía que una chica le llamara niño y le diera empujones.
    Me aclaré la garganta.
    —¿Y por qué no lo has hecho?
    Hizo una pausa.
    —Tenía miedo de que, si me resistía, fuera a por ti.
    Tuve que parar un momento; estaba demasiado sobrecogida como para hablar siquiera. Las lágrimas
amenazaban con asomar, pero intenté mantener el tipo. Estaba segura de que llorando solo empeoraría las
cosas.
    —¿Lo sabe alguien?
    —No.
    —¿Ni el médico? ¿O tu madre?
    —El médico lo sabe, pero no puede decir nada. Y yo nunca se lo diría a mi madre, ni le daría motivo
para que sospechara. Sabe que mi padre es severo conmigo, pero no quiero que se preocupe. Y puedo
soportarlo.
    Seguí limpiándole las heridas.
    —Con ella no es así —precisó enseguida—. Supongo que con mi madre se porta mal de otro modo,
pero no así.
    —Hmm —repliqué, no muy segura de qué decir.
    Seguí limpiando, y Maxon reprimió un lamento.
    —Vaya, eso pica.
    Aparté el trapito un momento y él recuperó la respiración normal. Al cabo de un momento hizo un
gesto con la cabeza, y volví a la tarea.
  —Entiendo a Carter y a Marlee más de lo que te crees —dijo, intentando quitarle hierro al asunto—.
Estas cosas tardan mucho en curarse, especialmente si has decidido ocuparte tú solo de ellas.
    Me quedé inmóvil un momento, sorprendida. A Marlee la habían azotado quince veces seguidas.
Pensé que, de tener que escoger, preferiría eso a los azotes que había recibido Maxon, recibidos por
sorpresa.
    —¿Y los otros por qué te los dio? —pregunté, y al momento me mordí la lengua—. No me hagas
caso. Soy una maleducada.
    Él encogió el hombro sano.
    —Por cosas que hice o que dije. Por cosas que sé.
    —Cosas que yo sé —añadí—. Maxon, lo siento… —me quedé sin respiración, y sentí que estaba al
borde del llanto. Era como si le hubiera azotado yo misma.
    No se giró, pero echó la mano atrás y me cogió la rodilla.
    —¿Cómo vas a acabar de curarme si te pones a llorar?
    Solté una risita débil entre lágrimas y me limpié la cara. Acabé de limpiarle, intentando hacerle el
mínimo daño posible.
    —¿Crees que habrá vendas por ahí? —pregunté, paseando la mirada por la habitación.
    —En la caja.
    Mientras él se reponía, abrí los cierres de la caja y observé la abundancia de material.
    —¿Por qué no tienes las vendas en tu habitación?
    —Por puro orgullo. Estaba decidido a no necesitarlas nunca más.
    Suspiré en silencio. Leí las etiquetas y encontré una solución desinfectante, algo que parecía un
analgésico y vendas.
    Me coloqué a sus espaldas y me preparé para aplicárselas.
    —Puede que esto te duela.
    Asintió. Cuando el medicamento entró en contacto con su piel, soltó un gruñido y luego calló de
nuevo. Intenté ir lo más rápidamente posible, para que le resultara lo menos incómodo posible.
    Le apliqué el ungüento en las heridas, y estaba claro que le fue bien. La tensión de los hombros fue
reduciéndose a medida que iba avanzando. Yo también me sentí mejor; de algún modo, era como si
estuviera reparando, en parte, todo el mal que le había causado.
    Soltó una breve risita socarrona.
    —Sabía que al final se descubriría mi secreto. Llevo años intentando buscarme una buena excusa.
Esperaba encontrar algo creíble antes de la boda, porque sabía que mi esposa las vería, pero aún no sé
qué podría decir. ¿Alguna idea?
    Me quedé pensando un momento.
    —La verdad siempre funciona.
    Asintió.
    —No es mi opción preferida. Al menos no para esto.
    —Creo que ya estoy.
    Maxon se giró y arqueó la espalda un poco, y luego se giró hacia mí, con expresión de
agradecimiento.
    —Está perfecto, America. Mejor que todas las veces que me lo he hecho yo.
    —Me alegro.
    Se me quedó mirando un momento y se hizo el silencio. ¿Qué podíamos decirnos?
Los ojos se me iban a su pecho, y tenía que dejar de mirarle.
   —Voy a lavarte la camisa —decidí.
   Me fui al rincón y me puse a frotarle la camisa; el agua se fue poniendo roja antes de escaparse por el
desagüe. Sabía que no saldría toda, pero al menos así tenía algo que hacer.
   Cuando acabé, la escurrí y la colgué de nuevo en un gancho. Me giré, y vi que Maxon me miraba.
   —¿Por qué nunca me haces las preguntas que te quiero responder?
   No pensé que pudiera tomar asiento a su lado en el banco sin sentir la tentación de tocarle. Así que
me senté en el suelo, frente a él.
   —No sabía que fuera así.
   —Así es.
   —Bueno, ¿qué es lo que no te estoy preguntando y que quieres responderme?
   Soltó un suspiro y se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas.
   —¿No quieres que te explique lo de Kriss y lo de Celeste? ¿No crees que te lo mereces?