Treinta y cinco chicas llegaron a Palacio. Ahora, solo quedan seis. De las treinta y cinco chicas que llegaron a Palacio para competir en la Selección, todas menos seis han sido devueltas a sus hogares. Y solo una conseguirá casarse con el príncipe Maxon y ser coronada princesa de
Illéa.
America todavía no está segura de hacia dónde se inclina su corazón. Cuando está con Maxon, se ve envuelta en un romance nuevo y que la deja sin aliento y ni siquiera puede imaginar estar con nadie más. Pero cuando ve a Aspen en los alrededores de Palacio, los recuerdos de la vida que planeaban tener juntos se agolpan en su memoria. El grupo de chicas que llegaron a Palacio se ha visto reducido a la Élite de seis, y cada una de ellas va a hacer todo lo posible por ganarse a Maxon. El tiempo se acaba y America tiene que tomar una
decisión.
Sin embargo, cuando ya cree que ha llegado a la conclusión definitiva, un suceso devastador hace que se lo vuelva a plantear todo de nuevo. Y mientras lucha por averiguar dónde está su futuro, los rebeldes violentos que quieren derrocar la monarquía se hacen cada vez más fuertes y sus planes podrían acabar con cualquier aspiración que America pudiera tener de un
final feliz…
sábado, 27 de junio de 2015
Sinopsis de La élite
La élite Kiera Cass Capítulo 1
No soplaba el aire en Angeles, y me quedé un rato allí tendida, inmóvil, escuchando el sonido de la respiración de Maxon. Cada vez era más difícil pasar con él un momento realmente tranquilo y plácido. Intentaba aprovechar al máximo esos ratos, y me alegraba comprobar que cuando él parecía estar más a gusto era cuando nos encontrábamos a solas.
Desde que el número de chicas de la Selección se había reducido a seis, se mostraba más ansioso que al principio, cuando éramos treinta y cinco. Me imaginé que pensaría que tendría más tiempo para hacer su elección. Y aunque me sentía culpable al pensarlo, sabía que yo era el motivo por el que deseaba ese tiempo de más.
Al príncipe Maxon, heredero al trono de Illéa, le gustaba. Una semana atrás me había confesado que, si yo admitía que sentía lo mismo, sin reservas, acabaría con el concurso. Y a veces yo acariciaba la idea, preguntándome cómo sería estar con Maxon, sin nadie más, solo nosotros dos.
Sin embargo, el caso era que no era solo mío. Había otras cinco chicas allí, chicas con las que salía y a las que susurraba al oído, y yo no sabía cómo tomarme aquello. Y además estaba el hecho de que aceptar al príncipe implicaba asumir también una corona, idea que solía pasar por alto, aunque solo fuera porque no estaba segura de qué podía significar para mí. Y luego, por supuesto, estaba Aspen.
Técnicamente ya no era mi novio —había roto conmigo antes incluso de que escogieran mi nombre para la Selección—, pero cuando se presentó en el palacio como soldado de la guardia, todos los sentimientos que había intentado borrar invadieron de nuevo mi corazón. Aspen había sido mi primer amor; cuando le miraba… era suya.
Maxon no sabía que Aspen estaba en el palacio, pero sí sabía que había dejado atrás una historia con alguien, algo que intentaba superar, y había accedido a darme tiempo para pasar página mientras él intentaba encontrar a otra persona con quien pudiera ser feliz, si es que yo no me decidía.
Mientras movía la cabeza, tomando aire justo por encima de mi cabello, me lo planteé: ¿cómo sería querer a Maxon, sin más?
—¿Sabes cuánto tiempo hace que no miraba las estrellas? —preguntó.
Me acerqué un poco más sobre la manta para protegerme del frío: la noche era fresca. —Ni idea.
—Hace unos años un tutor me hizo estudiar astronomía. Si te fijas, verás que las estrellas, en realidad, tienen colores diferentes.
—Espera. ¿Quieres decir que la última vez que miraste las estrellas fue para estudiarlas? ¿Y por diversión? Chasqueó la lengua.
—Por diversión… Tendré que hacerle un hueco a eso entre las consultas presupuestarias y las reuniones del Comité de Infraestructuras. Oh, y las de estrategia para la guerra, que, por cierto, se me da
fatal.
—¿Qué más se te da fatal? —pregunté, pasándole la mano por la camisa almidonada. Animado por el contacto, Maxon trazó círculos sobre mi hombro con la mano con la que me rodeaba la espalda. —¿Por qué quieres saber eso? —respondió, fingiéndose importunado. —Porque aún sé poquísimo de ti. Y da la impresión de que eres perfecto en todo. Resulta agradable comprobar que no es así.
Él se apoyó en un codo y se quedó mirándome. —Tú sabes que no lo soy.
—Te acercas bastante —repliqué. Sentía los pequeños puntos de contacto entre nosotros. Rodillas, brazos, dedos. Él sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
—De acuerdo. No sé planear guerras. Se me da fatal. Y supongo que sería un cocinero terrible. Nunca he intentado cocinar, así que… —¿Nunca?
—Quizás hayas observado el montón de gente que te atiborra de pastelillos a diario, ¿no? Pues resulta que a mí también me dan de comer.
Se me escapó una risita tonta. En mi casa yo ayudaba a preparar casi todas las comidas. —Más —exigí—. ¿Qué más se te da mal?
Él me agarró y se colocó muy cerca, con un brillo en sus ojos marrones que indicaba que escondían un secreto.
—Hace poco he descubierto otra cosa… —Cuéntame.
—Resulta que se me da terriblemente mal estar lejos de ti. Es un problema muy grave. Sonreí.
—¿Lo has intentado? Él fingió que se lo pensaba. —Bueno…, no. Y no esperes que empiece a hacerlo ahora.
Nos reímos sin levantar la voz, agarrados el uno al otro. En aquellos momentos, me resultaba facilísimo imaginarme que el resto de mi vida podía ser así.
El ruido de pisadas sobre la hierba y las hojas secas anunciaba que alguien se acercaba. Aunque nuestra cita era algo completamente aceptable, me sentí algo violenta, y erguí la espalda de inmediato, para quedarme sentada sobre la manta. Maxon también lo hizo. Un guardia se acercaba a nosotros
rodeando el seto.
—Alteza —dijo, con una reverencia—. Siento importunarle, señor, pero no es conveniente permanecer aquí fuera tanto tiempo. Los rebeldes podrían…
—Comprendido —replicó Maxon, con un suspiro—. Entraremos ahora mismo. El guardia nos dejó solos.
Maxon se volvió hacia mí: —Otra cosa que se me da mal: estoy perdiendo la paciencia con los rebeldes. Estoy cansado de enfrentarme a ellos.
Se puso en pie y me tendió la mano. Se la cogí y observé la frustración en sus ojos. Los rebeldes nos habían atacado dos veces desde el inicio de la Selección: una vez los norteños (simples perturbadores), y otra vez los sureños (cuyos ataques eran más letales). Y no tenía mucha experiencia al respecto, pero entendía muy bien que estuviera agotado.
Maxon estaba recogiendo la manta y sacudiéndola, descontento por que nos hubieran interrumpido de aquel modo.
—Eh —dije, llamando su atención—. Ha sido divertido. Él asintió.
—No, de verdad —insistí, dando un paso adelante. Él cogió la manta con una mano para tener el otro brazo libre y rodearme con él—. Deberíamos repetirlo algún otro día. Puedes contarme de qué color es cada estrella, porque la verdad es que yo no lo veo.
—Ojalá las cosas fueran más fáciles, más normales —repuso él, con una sonrisa triste. Me acerqué para poder rodearlo con los brazos. Maxon dejó caer la manta para abrazarme. —Siento ser yo quien desvele el secreto, alteza, pero, incluso sin guardias, no tiene usted nada de
normal.
Relajó algo el gesto, pero seguía serio. —Te gustaría más si lo fuera.
—Sé que te resultará difícil de creer, pero a mí me gustas tal como eres. Lo único que necesito es más…
—Tiempo. Ya sé. Y estoy dispuesto a dártelo. Lo que me gustaría saber es si al final querrás quedarte conmigo, cuando pase ese tiempo.
Aparté la mirada. Eso no podía prometérselo. Había sopesado lo que significaban Maxon y Aspen para mí, de corazón, una y otra vez, pero no estaba segura… Salvo, quizá, cuando estaba a solas con uno de los dos. En ese momento, estaba tentada de prometerle a Maxon que seguiría a su lado para siempre. Pero no podía.
—Maxon —susurré, viendo lo desanimado que parecía al no obtener una respuesta—. Aún no te puedo decir eso. Pero lo que sí puedo decirte es que quiero estar aquí. Quiero saber si tenemos… —dije, y me quedé cortada, sin saber cómo plantearlo. —¿Posibilidades?
Sonreí, contenta al ver lo bien que me entendía.
—Sí. Quiero saber si tenemos posibilidades de que lo nuestro funcione. Él me apartó un mechón de pelo y me lo puso detrás del hombro.
—Creo que sí, que hay muchas posibilidades —contestó, con toda naturalidad. —Estoy de acuerdo, pero, solo… dame tiempo, ¿vale?
Asintió. Parecía más contento. Así era como yo quería que acabara nuestra noche juntos, con cierta esperanza. Bueno, y quizás algo más. Me mordí el labio y me acerqué a Maxon, diciéndolo todo con la
mirada.
Sin dudarlo un segundo, se inclinó y me besó. Fue un beso cálido y suave. Hizo que me sintiera deseada. De hecho, quise más. Podría haberme quedado allí horas, pidiendo más. Sin embargo, Maxon enseguida se echó atrás.
—Vámonos —dijo, sonriente, tirando de mí en dirección al palacio—. Más vale que entremos antes de que lleguen los guardias a caballo, con las lanzas en ristre.
Cuando me dejó en las escaleras, sentí el cansancio de golpe, como si me cayera un muro encima. Prácticamente me arrastré hasta la segunda planta, pero, al rodear la esquina para llegar a mi habitación, de pronto me desperté de nuevo.
—¡Oh! —exclamó Aspen, sorprendido él también al verme—. Debo de ser el peor guardia del mundo; todo este rato he supuesto que estarías dentro de tu habitación.
Solté una risita. Se suponía que las chicas de la Élite teníamos que dormir al menos con una doncella en la habitación, para que velara nuestro sueño. Pero a mí eso no me gustaba nada, de modo que Maxon había insistido en ponerme un soldado de guardia en la puerta, por si surgía una emergencia. El caso es que, la mayoría de las veces, el soldado de guardia era Aspen. Saber que se pasaba las noches al otro lado de mi puerta me producía una extraña mezcla de alegría y horror.
El aire desenfadado de nuestra charla cambió de pronto cuando él cayó en la cuenta de lo que significaba que no estuviera acostada en mi cama. Se aclaró la garganta, incómodo. —¿Te lo has pasado bien?
—Aspen —susurré, mirando para asegurarme de que no hubiera nadie por allí—. No te enfades. Formo parte de la Selección. Así son las cosas.
—¿Cómo voy a tener alguna posibilidad, Mer? ¿Cómo voy a competir cuando tú solo hablas con uno de los dos? Tenía razón, pero ¿qué podía hacerle? —Por favor, no te enfades conmigo, Aspen. Estoy intentando aclararme.
—No, Mer —dijo, de nuevo con un tono amable en la voz—. No estoy enfadado contigo. Te echo de menos —añadió. Y no se atrevió a decirlo en voz alta, pero articuló las palabras «Te quiero». Sentí que me iba a fundir allí mismo.
—Lo sé —respondí, poniéndole una mano en el pecho, olvidando por un momento todo lo que arriesgábamos—. Pero eso no cambia la situación en la que estamos, ni el hecho de que ahora sea de la Élite. Necesito tiempo, Aspen.
Levantó la mano para coger la mía y asintió. —Eso te lo puedo dar. Pero… intenta encontrar tiempo para mí también. No quería ni pensar en lo complicado que sería eso, así que esbocé una mínima sonrisa y aparté la mano. —Tengo que irme.
Él se me quedó mirando mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta tras de mí. Tiempo. Últimamente no hacía más que pedirlo. Y, precisamente, esperaba que, con el tiempo suficiente, todo acabaría encajando.
La élite Kiera Cass Capítulo 2
—No, no —respondió la reina Amberly, entre risas—. Solo tuve tres damas de honor, aunque la madre de Clarkson sugirió que debería tener más. Yo solo quería a mis dos hermanas y a mi mejor amiga, que, casualmente, había conocido durante la Selección.
Eché un vistazo a Marlee, y me alegré al ver que ella también me estaba mirando. Antes de llegar al palacio, suponía que aquello sería una competición tan dura que no habría ocasión para trabar amistades. Sin embargo, ella se me abrió desde el primer momento, y desde entonces nos habíamos apoyado mutuamente en todo. Salvo en una única ocasión, no habíamos discutido por nada.
Unas semanas atrás, Marlee había mencionado que le parecía que en el fondo no deseaba quedarse con Maxon. Y al presionarla para que me lo explicara, se había cerrado en banda. No estaba enfadada conmigo, yo lo sabía, pero aquellos días de silencio, hasta que dejamos el asunto, me había sentido muy
sola. —Yo quiero siete damas de honor —dijo Kriss—. O sea, en el caso de que Maxon me escoja y pueda celebrar una gran boda.
—Pues yo no. No quiero damas de honor —apuntó Celeste, por su parte—. No hacen más que distraer la atención. Y como la ceremonia va a ser televisada, quiero que todas las miradas se centren en
mí.
Yo estaba que echaba humo. No teníamos muchas ocasiones de sentarnos a hablar con la reina Amberly, y ahí estaba Celeste, comportándose como una niña malcriada y arruinando el momento. —A mí me gustaría incorporar alguna de las tradiciones de mi cultura en mi boda —añadió Elise, en voz baja—. Las chicas de Nueva Asia usan mucho el rojo en sus ceremonias, y el novio tiene que hacer regalos a las amigas de la novia para darles las gracias por permitir que se case con él.
Kriss reaccionó al momento:
—Cuenta conmigo para tu boda. ¡Me encantan los regalos! —¡Y a mí también! —exclamó Marlee.
—Lady America, has estado muy callada todo el rato —intervino la reina Amberly—. ¿Cómo te gustaría que fuera tu boda?
Me ruboricé, porque aquello me pilló completamente a contrapié.
Solo me había imaginado un tipo de boda, e iba a tener lugar en la Oficina Provincial de Servicios de Carolina, tras rellenar una ingente cantidad de agotador papeleo.
—Bueno, una de las cosas que he pensado es que sea mi padre quien me entregue al novio. Ya sabéis, cuando te lleva del brazo y te pone la mano en la de tu futuro marido. Eso es lo único que he deseado siempre —confesé. Y por incómodo que resultara decirlo, era cierto.
—Pero eso lo hace todo el mundo —protestó Celeste—. No es ni siquiera original. Aquel comentario debería haberme molestado, pero me limité a encogerme de hombros. —Quiero estar segura de que mi padre está de acuerdo con mi decisión el día más importante de
todos.
—Eso es muy bonito —observó Natalie, dando un sorbo al té y mirando por la ventana. La reina Amberly soltó una risa desenfadada.
—Desde luego, yo también espero que esté de acuerdo. Él o quienquiera que sea el padre de la novia elegida —rectificó, al darse cuenta de que podía parecer que era yo quien estaba eligiendo a Maxon, y no al revés.
Me pregunté si lo pensaba de verdad, si su hijo le había hablado de lo nuestro.
Poco después pusimos fin a la charla sobre la boda y la reina se fue a trabajar a su despacho. Celeste se situó frente al gran televisor empotrado en la pared, y las otras comenzaron a jugar a las cartas. —Ha sido divertido —apuntó Marlee cuando nos sentamos juntas en una de las mesas—. Diría que
nunca había oído hablar tanto a la reina.
—Supongo que estará cada vez más ilusionada con la idea —repliqué aparte. No le había mencionado a nadie lo que me había dicho la hermana de la reina Amberly sobre las veces que había intentado tener otro hijo, sin conseguirlo. Adele había predicho que su hermana se abriría más a nosotras cuando el grupo se redujera, y tenía razón.
—Bueno, tienes que contármelo: ¿de verdad no tienes otros planes para tu boda, o es que no has querido contárselo a las demás?
—La verdad es que no. Me cuesta mucho imaginarme una gran boda, ¿sabes? Soy una Cinco. Marlee meneó la cabeza.
—Eras una Cinco. Ahora eres una Tres. —Es verdad —dije, recordando mi nueva categoría.
Yo había nacido en una familia de Cincos —artistas y músicos, generalmente mal pagados— y, aunque odiaba el sistema de castas, me gustaba cómo me ganaba la vida. Me resultaba extraño pensar en mí misma como una Tres, plantearme dar clases o escribir.
—Tampoco le des muchas vueltas —repuso Marlee, leyendo la expresión de mi rostro—. Aún es pronto para preocuparse por nada de eso.
Estaba a punto de protestar, pero nos interrumpió un grito de Celeste. —¡Venga ya! —gritó, golpeando el mando a distancia contra el sofá y volviendo a enfocarlo hacia el televisor—. ¡Agh!
—¿Es una impresión mía o está cada vez peor? —le susurré a Marlee, viendo como Celeste golpeaba el mando a distancia una y otra vez hasta que se rindió y se decidió a cambiar el canal manualmente. Me pregunté si eso sería algo innato en una Dos, algo que corregir.
—Es la tensión, supongo —dijo Marlee—. ¿Has observado que Natalie está como, no sé…, más distante?
Asentí, y nos quedamos mirando al trío de chicas que jugaban a las cartas. Kriss sonreía mientras barajaba, pero Natalie estaba examinándose las puntas del cabello; de vez en cuando, se arrancaba alguno que no le gustaba.
Parecía distraída.
—Creo que todas empezamos a notarlo —confesé—. Cuesta más relajarse y disfrutar del palacio ahora que el grupo es tan pequeño.
Celeste soltó un gruñido; nosotras la miramos un momento, pero enseguida apartamos la mirada cuando se dio cuenta.
—Perdona un momento —dijo Marlee, levantándose—. Creo que tengo que ir al baño. —Yo estaba pensando exactamente lo mismo. ¿Quieres que vayamos juntas? Ella sonrió y meneó la cabeza.
—Ve tú primero. Yo me acabaré el té antes.
—Vale. Vuelvo enseguida.
Salí de la Sala de las Mujeres y recorrí el espléndido pasillo tomándome mi tiempo. Aún no me hacía a la idea de lo espectacular que era todo aquello. Estaba tan distraída que fui a darme de bruces contra un guardia al girar la esquina. —¡Oh! —exclamé.
—Perdóneme, señorita. Espero no haberla asustado —se disculpó. Me cogió de los codos y me ayudó a recuperar el equilibrio.
—No —dije yo, soltando una risita—. No pasa nada. Debería haber mirado por dónde iba. Gracias por sujetarme, soldado…
—Woodwork —respondió, con una rápida reverencia. —Yo soy America.
—Lo sé. Él sonrió. Levanté la mirada al techo; claro que lo sabía.
—Bueno, espero no atropellarle la próxima vez que nos encontremos —bromeé. Volvió a sonreír.
—De acuerdo. Que tenga un buen día, señorita. —Usted también.
Cuando volví le conté a Marlee mi incómodo topetazo contra el soldado Woodwork y le advertí de que mirara por dónde iba. Ella se rió de mí y meneó la cabeza.
Pasamos el resto de la tarde sentadas junto a las ventanas, charlando sobre nuestros lugares de origen y acerca de las otras chicas mientras disfrutábamos del sol.
Se me hacía triste pensar en el futuro. Un día u otro la Selección acabaría, y aunque sabía que Marlee y yo seguiríamos siendo amigas, echaría de menos hablar con ella a diario. Era mi primera amiga de verdad y me habría gustado tenerla a mi lado para siempre.
Intenté disfrutar del momento, mientras ella miraba por la ventana con la mente en otra parte. Me pregunté qué estaría pensando, pero el momento era tan plácido que preferí no romper el silencio.
La élite Kiera Cass Capítulo 5
Aparentemente no era ninguna tontería.
—Eso es buena idea —intervino Elise—. Y podríamos ir enviando nuevos soldados cada mes o cada dos meses, según se fueran alistando. Eso animaría a los hombres que llevan sirviendo un tiempo. —Estoy de acuerdo —añadió Marlee, que no solía extenderse mucho más en sus comentarios. Estaba claro que el debate no le resultaba cómodo.
—Bueno, ya sé que quizás esto suene un poco moderno, pero ¿y si el reclutamiento también estuviera abierto a las mujeres? —comentó Kriss.
Celeste se rió en voz alta.
—¿Quién crees que se apuntaría? ¿Querrías ir tú al campo de batalla? —replicó, con un tono que dejaba patente su incredulidad. Pero Kriss no se vino abajo:
—No, yo no tengo madera de militar. Pero si he aprendido algo en la Selección —prosiguió, dirigiéndose a Gavril—, es que algunas chicas tienen un tremendo instinto asesino. Que los vestidos de gala no engañen a nadie —apostilló, con una sonrisa.
Ya en mi habitación, dejé que mis doncellas se quedaran conmigo un poco más de lo habitual para que me ayudaran a quitarme aquel montón de horquillas del pelo.
—Me gustó su idea de que el reclutamiento fuera voluntario —dijo Mary, mientras sus hábiles dedos trabajaban sin parar.
—A mí también —añadió Lucy—. Recuerdo lo mal que lo pasaban mis vecinos cuando se llevaban a sus hijos mayores. Y ver que había tantos que no volvían era una pesadilla —dijo, y estaba claro que los recuerdos volvían a hacérsele presentes.
Yo también tenía los míos.
Miriam Carrier era una joven viuda; pero ella y su hijo, Aiden, se defendían, los dos juntos. Cuando los soldados se presentaron a su puerta con una carta y una bandera para darle un pésame que no significaba nada para ellos, la mujer se hundió. No podía seguir adelante. Y aunque hubiera podido, no tenía fuerzas para intentarlo siquiera.
Era una Ocho, y a veces la vi pidiendo limosna en la misma plaza donde yo me despedí de Carolina. Pero yo no tenía nada para darle.
—Lo sé —dije, para consolar a Lucy. —Creo que Kriss se ha pasado un poco —comentó Anne—. A mí eso de enviar mujeres al frente me parece una idea terrible.
Sonreí al ver su gesto remilgado mientras ella se concentraba en mi cabello. —Según mi padre, antes las mujeres…
Un repiqueteo en la puerta nos hizo dar un respingo a las cuatro.
—Se me ha ocurrido una cosa —anunció Maxon, entrando sin esperar respuesta. Daba la impresión de que los viernes por la noche tuviéramos una cita fija, tras el Report.
—Alteza —saludaron las doncellas, todas a la vez. A Mary se le cayeron las horquillas, al inclinarse para hacer una reverencia.
—Déjame que te ayude —se ofreció Maxon, acudiendo en ayuda de Mary.
—No hace falta —insistió ella, que se sonrojó y se retiró enseguida. Con menos discreción de la que deseaba, seguramente, miró a Lucy y a Anne con los ojos bien abiertos, indicándoles que salieran de la
habitación con ella.
—Ah, eh, buenas noches, señorita —dijo Lucy, tirando del borde del uniforme de Anne para que esta la siguiera. Una vez solos, Maxon y yo nos echamos a reír. Me giré hacia el espejo y seguí quitándome horquillas del pelo.
—Son muy graciosas —comentó Maxon. —Es que te admiran mucho.
Él quitó importancia al comentario con un gesto de modestia. —Siento haberos interrumpido —dijo, dirigiéndose a mi reflejo en el espejo.
—No pasa nada —respondí, tirando de la última horquilla. Me pasé los dedos por la melena y me la coloqué sobre los hombros—. ¿Estoy bien?
Maxon asintió, haciendo una pausa algo más larga de lo necesario. Luego recuperó la concentración y prosiguió:
—Lo que te decía de esa idea… —Dime.
—¿Te acuerdas de eso del Halloween? —Sí. Oh, aún no he leído el diario. Pero está bien escondido —prometí. —Está bien. Nadie lo echa de menos. Lo que estaba pensando es que… Todos esos libros decían que caía en octubre, ¿no? —Sí —respondí, sin pensar.
—Pues estamos en octubre. ¿Por qué no celebramos una fiesta de Halloween? Yo me di media vuelta.
—¿De verdad? Oh, Maxon… ¿Podríamos? —¿Te gustaría? —¡Me encantaría!
—He pensado que podríamos encargar que os confeccionaran disfraces a todas las chicas de la Selección. Los guardias que no estén de servicio podrían hacer de bailarines, ya que yo soy uno solo, y no sería justo teneros a todas esperando vuestro turno para bailar. Y podríamos organizar clases de baile la próxima semana, o durante un par de semanas. Tú misma has dicho que a veces no tenéis mucho que hacer durante el día. ¡Y golosinas! Tendremos las mejores golosinas, hechas para la ocasión e importadas. Cuando acabe la noche, querida mía, estarás hinchada como un pavo. Tendremos que sacarte de la pista rodando.
Estaba fascinada.
—Y lo anunciaremos, le diremos a todo el país que lo celebre. Que los niños se disfracen y vayan de puerta en puerta pidiendo golosinas, como antes. A tu hermana eso le encantará, ¿no? —¡Claro que sí! ¡A todo el mundo!
Él se quedó pensando un momento, frunciendo los labios. —¿Tú crees que le gustaría venir a celebrarlo aquí, al palacio? No me lo podía creer. —¿Qué?
—En algún momento del concurso se supone que tengo que conocer a los padres de las chicas de la Élite. También podría hacer que vinieran los hermanos y hermanas, coincidiendo con una fiesta como esta, en lugar de esperar…
Aquellas palabras hicieron que me lanzara a sus brazos. Estaba tan contenta con la posibilidad de ver a May y a mis padres que no podía contener mi entusiasmo. Él me rodeó la cintura con los brazos y se me quedó mirando fijamente a los ojos, entusiasmado. ¿Cómo podía ser que esa persona, alguien que siempre había considerado absolutamente opuesto a mí, diera siempre con todo lo que más ilusión me podía hacer?
—¿Lo dices de verdad? ¿Pueden venir?
—Claro —respondió—. Hace tiempo que tengo ganas de conocerlos, y forma parte del concurso. En cualquier caso, creo que a todas os irá bien ver a vuestras familias. Cuando estuve segura de que no iba a echarme a llorar, respondí:
—Gracias.
—No hay de qué… Sé que los quieres mucho. —Es verdad.
Maxon chasqueó la lengua. —Y está claro que harías prácticamente cualquier cosa por ellos. Al fin y al cabo, participaste en la Selección por ellos.
Di un paso atrás, para dejar un espacio entre nosotros, para verle bien los ojos. No analizó mi reacción; parecía confundido por aquel gesto inconsciente. Yo no podía dejarlo así. Tenía que ser
absolutamente clara.
—Maxon, ellos son uno de los motivos por los que me quedé al principio, pero no son la razón por la que sigo aquí ahora. Eso lo sabes, ¿verdad? Estoy aquí porque… —Porque…
Me lo quedé mirando, con su expresión esperanzada. «Díselo, America. Díselo ya». —Porque… —insistió, esta vez con una sonrisa traviesa en los labios, que me hizo ablandarme aún más.
Pensé en la conversación que había tenido con Marlee y en cómo me había sentido el otro día, cuando hablamos de la Selección. Me costaba imaginarme a Maxon como mi novio cuando estaba saliendo con otras chicas, pero era algo más que un amigo. Volvió a invadirme aquella sensación ilusionada, aquella esperanza ante la posibilidad de que pudiéramos ser algo especial. Maxon para mí era más de lo que yo me permitía creer. Esbocé una sonrisa pícara y me dirigí hacia la puerta.
—America Singer, vuelve aquí —dijo, y echó a correr hasta ponerse delante de mí, rodeándome la cintura con el brazo, de pie, uno frente al otro—. Dímelo —susurró. Apreté los labios en un mohín.
—Bueno, pues tendré que recurrir a otro medio de comunicación.
Sin previo aviso, me besó. Me dejé caer un poco hacia atrás sin darme cuenta, apoyando todo el peso en sus brazos. Coloqué las manos sobre su cuello, deseando abrazarlo… y de pronto algo cambió en mi
mente.
En general, cuando estábamos juntos, todo lo demás desaparecía de mi mente. Pero aquella noche pensé en la posibilidad de que pudiera haber otra persona en mi lugar. Solo de imaginarlo, otra chica en los brazos de Maxon, haciéndole reír, casándose con él… se me rompía el corazón. No pude evitarlo: me
eché a llorar. —Cariño, ¿qué pasa?
—Ah, eh, buenas noches, señorita —dijo Lucy, tirando del borde del uniforme de Anne para que esta la siguiera. Una vez solos, Maxon y yo nos echamos a reír. Me giré hacia el espejo y seguí quitándome horquillas del pelo.
—Son muy graciosas —comentó Maxon. —Es que te admiran mucho.
Él quitó importancia al comentario con un gesto de modestia. —Siento haberos interrumpido —dijo, dirigiéndose a mi reflejo en el espejo.
—No pasa nada —respondí, tirando de la última horquilla. Me pasé los dedos por la melena y me la coloqué sobre los hombros—. ¿Estoy bien?
Maxon asintió, haciendo una pausa algo más larga de lo necesario. Luego recuperó la concentración y prosiguió:
—Lo que te decía de esa idea… —Dime.
—¿Te acuerdas de eso del Halloween? —Sí. Oh, aún no he leído el diario. Pero está bien escondido —prometí. —Está bien. Nadie lo echa de menos. Lo que estaba pensando es que… Todos esos libros decían que caía en octubre, ¿no? —Sí —respondí, sin pensar.
—Pues estamos en octubre. ¿Por qué no celebramos una fiesta de Halloween? Yo me di media vuelta.
—¿De verdad? Oh, Maxon… ¿Podríamos? —¿Te gustaría? —¡Me encantaría!
—He pensado que podríamos encargar que os confeccionaran disfraces a todas las chicas de la Selección. Los guardias que no estén de servicio podrían hacer de bailarines, ya que yo soy uno solo, y no sería justo teneros a todas esperando vuestro turno para bailar. Y podríamos organizar clases de baile la próxima semana, o durante un par de semanas. Tú misma has dicho que a veces no tenéis mucho que hacer durante el día. ¡Y golosinas! Tendremos las mejores golosinas, hechas para la ocasión e importadas. Cuando acabe la noche, querida mía, estarás hinchada como un pavo. Tendremos que sacarte de la pista rodando.
Estaba fascinada.
—Y lo anunciaremos, le diremos a todo el país que lo celebre. Que los niños se disfracen y vayan de puerta en puerta pidiendo golosinas, como antes. A tu hermana eso le encantará, ¿no? —¡Claro que sí! ¡A todo el mundo!
Él se quedó pensando un momento, frunciendo los labios. —¿Tú crees que le gustaría venir a celebrarlo aquí, al palacio? No me lo podía creer. —¿Qué?
—En algún momento del concurso se supone que tengo que conocer a los padres de las chicas de la Élite. También podría hacer que vinieran los hermanos y hermanas, coincidiendo con una fiesta como «¿Cariño?» Aquella palabra, tan dulce y personal, me llegó al alma. En aquel momento, todas mis resistencias cedieron. Quería ser su novia, su «cariño». Deseaba ser solo de Maxon.
Aquello podía significar abrir las puertas a un futuro que nunca me había planteado y decir adiós a cosas que nunca había pensado dejar, pero en aquel momento la idea de separarme de él me parecía insufrible. También era cierto que yo no era la mejor candidata a la corona, pero tampoco sería merecedora de estar en el concurso si no era ni capaz de confesar mis sentimientos. Suspiré, intentando mantener la compostura. —No quiero dejar todo esto.
—Si mal no recuerdo, la primera vez que nos vimos dijiste que era como una jaula —sonrió—. Uno se va acostumbrando, ¿eh?
Meneé la cabeza.
—A veces te pones de lo más tonto —dije, y solté una risita ahogada. Maxon dejó que me echara atrás, lo mínimo para que pudiera mirarle a los ojos.
—No es el palacio, Maxon. No me importan lo más mínimo los vestidos, la cama ni, aunque no te lo creas, la comida. Maxon se rió. No era ningún secreto que los elaborados manjares que preparaban en el palacio me volvían loca.
—Eres tú —dije—. No quiero dejarte a ti. —¿A mí?
Asentí. —¿Me quieres a mí?
Solté una risita nerviosa al ver su expresión de asombro. —Eso es lo que estoy diciendo.
Por un momento no reaccionó. —¿Cómo…? Pero… ¿Qué es lo que he hecho?
—No lo sé —repuse, encogiéndome de hombros—. Solo creo que podría funcionar. Él sonrió gradualmente.
—Funcionaría de maravilla. Maxon tiró de mí, más bruscamente de lo que era habitual en él, y volvió a besarme. —¿Estás segura? —me preguntó, separándome de nuevo para verme mejor y mirándome con ganas—. ¿Estás segura? —Si tú estás seguro, yo estoy segura.
Por una fracción de segundo, algo cambió en su expresión. Pero pasó tan rápido que incluso me pregunté si, fuera lo que fuera, había sido real o no.
Un instante después me llevó hasta la cama y los dos nos sentamos en el borde, cogiéndonos de las manos mientras yo apoyaba la cabeza en su hombro. Esperaba que dijera algo. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que él esperaba? Pero no hubo palabras. De vez en cuando soltaba un largo suspiro, y solo con ese suspiro yo ya notaba lo feliz que era. Aquello me ayudó a relajarme un poco.
Al cabo de un rato —quizá porque ninguno de los dos sabía qué decir— levantó la cabeza y se decidió: —Quizá debería irme. Si vamos a incluir a todas las familias en la fiesta, tendré que hacer planes.
Me separé y sonreí, aún aturdida ante la idea de poder abrazar a mi madre, a mi padre y a May. —Gracias otra vez.
Nos pusimos en pie y nos dirigimos a la puerta. Yo no le soltaba la mano. Por algún motivo, me asustaba dejarle marchar. Tenía la sensación de que toda aquella situación era muy frágil, de que si me movía demasiado bruscamente podía romperse.
—Te veré mañana —prometió, en un susurro, con la nariz solo a unos milímetros de la mía. Me miró con tal entrega que me sentí tonta por preocuparme—. Eres increíble.
Cuando se fue, cerré los ojos y me puse a recordar cada momento de nuestro breve encuentro: el modo en que me miraba, las sonrisas traviesas, los dulces besos. Pensé en todo ello una y otra vez mientras me preparaba para meterme en la cama, preguntándome si Maxon estaría haciendo lo mismo.
La élite Kiera Cass Capítulo 4
—¡Soy un caso perdido! —se lamentó Marlee. —No, no, lo estás haciendo muy bien —mentí.
Llevaba más de una semana dándole clases de piano a diario, y lo cierto es que daba la impresión de que lo hacía cada vez peor. ¡Por Dios, si aún estábamos practicando escalas! Falló una nota más, y yo no pude evitar hacer una mueca.
—¡Pero si no hay más que verme! —exclamó—. Lo hago fatal. Lo mismo daría que tocara con los codos. —Deberíamos probarlo. A lo mejor con los codos funciona mejor.
—Me rindo —dijo con un suspiro—. Lo siento, America, has tenido mucha paciencia conmigo, pero odio oírme tocar así. Suena como si el piano estuviera enfermo. —De hecho, suena más bien como si estuviera agonizando.
Marlee se echó a reír, y yo con ella. Cuando me había pedido que le diera clases, poco podía imaginarme que supondría aquella tortura para los oídos. Dolorosa, pero, eso sí, divertida. —¿No se te dará mejor el violín? El violín tiene un sonido precioso —sugerí.
—No lo creo. Con la suerte que tengo, lo destrozaría —dijo. Se puso en pie y se dirigió hacia mi escritorio, donde estaban los papeles que se suponía que teníamos que leer, apartados en un extremo. Mis doncellas, siempre tan detallistas, nos habían traído té y galletitas.
—Bueno, tampoco pasaría nada. Ese violín es de palacio. Podrías tirárselo a Celeste a la cabeza, si quisieras.
—No me tientes —repuso ella, sirviendo el té—. Voy a echarte de menos, America; no sé lo que haré cuando no podamos vernos cada día.
—Bueno, Maxon está muy indeciso, así que de momento no tienes que preocuparte por eso. —No lo sé —contestó, poniéndose seria de pronto—. No es que lo haya dicho directamente, pero yo sé que estoy aquí porque le gusto al público. Ahora que la mayoría de las chicas se han ido, la opinión pública no tardará mucho en cambiar, y cuando tengan otra favorita, me mandará a casa.
Tenía que medir mis palabras, aunque esperaba que me explicara el motivo de la distancia que había puesto entre ellos dos, pero no quería que se cerrara de nuevo en banda. —¿Y tú lo llevas bien? Lo de renunciar a Maxon, quiero decir. Ella se encogió de hombros.
—No estamos hechos el uno para el otro. No me importa quedarme fuera del concurso, pero la verdad es que no quiero marcharme. Además, no querría acabar con un hombre que está enamorado de otra persona.
Me puse tensa de pronto. —¿Y de quién…?
La mirada que tenía Marlee en los ojos era de triunfo, y la sonrisa que ocultaba tras su taza de té decía: «¡Te pillé!». Y me había pillado.
De pronto me di cuenta de que la idea de que Maxon pudiera estar enamorado de otra me ponía tan celosa que no podía soportarlo. Y al momento, al comprender que Marlee estaba hablando de mí, me sentí infinitamente más tranquila.
Había levantado un muro tras otro, burlándome de Maxon y alabando los méritos de las otras chicas, pero era evidente que Marlee había sabido leer entre líneas.
—¿Por qué no has acabado ya con esto, America? —me preguntó, con dulzura—. Sabes que te quiere. —Eso nunca lo ha dicho —le aseguré, y era cierto.
—Claro que no —constató, como si fuera tan obvio—. Está intentando conquistarte con todas sus fuerzas, y cada vez que se te acerca tú te lo quitas de encima. ¿Por qué?
¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba a confesarle que, aunque mis sentimientos por Maxon iban volviéndose cada vez más profundos (más de lo que yo pensaba, parecía), había alguien más a quien no podía quitarme de la cabeza?
—Supongo… que no estoy segura —dije. Confiaba en Marlee; de verdad. Pero era más seguro para las dos que no lo supiera.
Ella asintió. Daba la impresión de que se daba cuenta de que había algo más, pero no me presionó. Fue casi reconfortante, esa aceptación mutua de nuestros secretos.
—Encuentra el modo de decidirte. El hecho de que no esté hecho para mí no quiere decir que Maxon no sea un tipo estupendo. Odiaría que lo perdieras por puro miedo.
Una vez más tenía razón. Tenía miedo. Miedo de que los sentimientos de Maxon no fueran todo lo genuinos que parecían, miedo de lo que significaría para mí ser princesa, miedo de perder a Aspen. —Hablando de algo más banal —dijo Marlee por fin, dejando la taza de té en el plato—, toda esa charla de ayer sobre bodas me hizo pensar en algo. —¿Sí?
—¿Querrías ser…, bueno, ya sabes…, mi dama de honor? Quiero decir, si me caso algún día. —Oh, Marlee, claro, me encantaría. ¿Y tú serías la mía? —le pregunté, tendiéndole las manos, que
ella me cogió, feliz.
—Pero tú tienes hermanas. ¿No les sentaría mal? —Lo entenderán. ¿Lo harás? ¡Por favor!
—¡Claro que sí! No me perdería tu boda por nada del mundo —dijo, dando por sentado que mi boda sería el acontecimiento del siglo.
—Prométeme que, aunque me case con un Ocho miserable en un callejón perdido, estarás ahí. Ella me miró con incredulidad, como si estuviera segura de que eso no pasaría nunca. —Aunque sea así. Lo prometo.
No me pidió que le hiciera una promesa del mismo estilo, por lo que, una vez más, me pregunté si no habría otro Cuatro esperándola en su casa. Pero no quería presionarla. Estaba claro que las dos guardábamos secretos; pero Marlee era mi mejor amiga, y habría hecho cualquier cosa por ella. Aquella noche esperaba pasar un rato con Maxon. Marlee había hecho que me cuestionara muchas de mis acciones. Y de mis pensamientos. Y de mis sentimientos.
Tras la cena, cuando nos pusimos en pie para salir del comedor, crucé una mirada con Maxon y me tiré de la oreja. Era nuestra señal secreta para indicar que queríamos vernos, y raramente nos negábamos. Pero esa noche él respondió con un gesto de disculpa y articuló la palabra «trabajo». Puse mi cara de decepción y me despedí con un mínimo movimiento de la mano.
Quizá fuera lo mejor. La verdad era que necesitaba pensar unas cuantas cosas con respecto a él. Cuando giré la esquina y llegué a mi habitación, Aspen estaba allí de nuevo, de guardia. Me miró de arriba abajo, admirando el ceñido vestido verde que resaltaba de un modo asombroso mis pocas curvas. Sin decir palabra, pasé por delante de él. Antes de que pudiera poner la mano en el pomo de la puerta, me rozó suavemente la piel del brazo.
Fue un contacto breve, y sentí aquella necesidad, el anhelo que Aspen solía despertar en mí. Solo con mirar sus ojos, color esmeralda, ansiosos y profundos, las rodillas empezaron a temblarme. Entré en mi habitación lo más rápido que pude, torturada por aquella sensación. Afortunadamente, apenas tuve tiempo de pensar en los sentimientos que me despertaba, porque en el momento en que se cerró la puerta aparecieron mis doncellas, dispuestas a prepararme para ir a dormir. Mientras parloteaban y me cepillaban el pelo, intenté vaciar la mente de cualquier pensamiento. Era imposible. Tenía que escoger. Aspen o Maxon.
Pero ¡¿cómo iba a decidirme entre las dos posibilidades?! ¿Cómo iba a tomar una decisión que, en cualquier caso, en parte me destrozaría? Me consolé pensando que aún tenía tiempo. Aún tenía tiempo.
La élite Kiera Cass Capítulo 3
Las anchas puertas de mi balcón estaban abiertas, al igual que las que daban al pasillo, y la habitación se llenó del cálido y dulce aire procedente de los jardines. Esperaba que la suave brisa me animara, ante la gran cantidad de trabajo que tenía por delante. Pero solo me sirvió para distraerme y hacerme desear estar en cualquier otro sitio que no fuera allí, anclada a mi escritorio. Suspiré y me apoyé en el respaldo de la silla, dejando caer la cabeza hacia atrás.
—Anne.
—¿Sí, señorita? —respondió mi primera doncella, desde el rincón donde estaba cosiendo. Sin mirar, supe que Mary y Lucy, mis otras dos doncellas, habían levantado la vista, esperando la ocasión de poder
atenderme.
—Te ordeno que me digas qué te parece que puede significar este informe —dije, señalando con desgana un listado detallado de datos estadísticos militares que tenía delante. Era una tarea pensada como prueba para todas las chicas de la Élite, pero yo no podía concentrarme.
Mis tres sirvientas se rieron, probablemente por lo ridículo de mi orden, y por el simple hecho de que accediera a darles órdenes por fin. Desde luego, las dotes de mando no eran uno de mis puntos fuertes. —Lo siento, señorita, pero creo que eso se escapa a mis competencias —respondió Anne. Aunque yo lo había dicho a modo de broma y su respuesta tenía el mismo tono jocoso, pude detectar un matiz de disculpa en su voz por no poder ayudarme.
—Está bien —dije, resignada, irguiendo la espalda—. Tendré que hacerlo yo sola. Sois un puñado de inútiles —bromeé—. Mañana pediré nuevas sirvientas. Y esta vez va en serio.
Todas soltaron unas risitas de nuevo, y me concentré de nuevo en los números. Tenía la impresión de que era un mal informe, pero no podía estar segura. Releí párrafos y gráficas, frunciendo el ceño y mordiendo el lápiz mientras intentaba concentrarme.
Oí que Lucy se reía disimuladamente, y levanté la cabeza para ver qué era lo que tanto le divertía. Seguí sus ojos hasta la puerta y, allí, apoyado contra el marco, estaba Maxon.
—¡Me has delatado! —se quejó, dirigiéndose a Lucy, que seguía con su risita traviesa. Eché la silla atrás y me lancé a sus brazos. —¡Me has leído la mente! —¿Ah, sí?
—Por favor, dime que podemos salir. Aunque solo sea un ratito. Él sonrió.
—Tengo veinte minutos. Luego debo volver.
Tiré de él hacia el pasillo, entre el parloteo excitado de mis doncellas. Estaba claro que los jardines se habían convertido en nuestro lugar de encuentro preferido. Prácticamente cada vez que teníamos ocasión de estar solos, íbamos allí. Era todo lo contrario a mis encuentros con Aspen, escondidos en la minúscula casita del árbol de mi patio trasero, el único lugar donde podíamos estar juntos sin que nos vieran. De pronto me pregunté si estaría por ahí, oculto entre los numerosos guardias del palacio, observando mientras Maxon me cogía de la mano.
—¿Qué es esto? —preguntó él, acariciándome la punta de los dedos al caminar. —Callos. Son de presionar las cuerdas del violín durante cuatro horas al día.
—No me había dado cuenta hasta ahora.
—¿Te molestan? —de las seis chicas que quedaban yo era la de la casta más baja, y dudaba que ninguna de ellas tuviera unas manos como las mías.
Maxon se detuvo y se llevó mi mano a la boca, besándome las puntas de los dedos.
—Al contrario. Me parecen hasta bonitos —dijo. Sentí que me ruborizaba—. He visto el mundo (es cierto, en su mayor parte a través de un cristal antibalas, o desde la torre de algún castillo antiguo), pero lo he visto. Y tengo acceso a las respuestas de mil preguntas. Pero esta manita… —me miró a los ojos—. Esta manita crea sonidos que no se pueden comparar con nada de lo que haya oído antes. A veces creo que el día que tocaste el violín no fue más que un sueño; fue precioso. Estos callos son la prueba de que
fue de verdad.
En ocasiones me hablaba de un modo tan romántico, tan conmovedor, que resultaba difícil de creer. Pero aunque aquellas palabras me llegaban al corazón, nunca estaba completamente segura de poder confiar en ellas. ¿Cómo podía saber que no les decía esas cosas tan dulces también a las otras chicas? Tuve que cambiar de tema.
—¿De verdad tienes la respuesta a mil preguntas?
—Por supuesto. Pregúntame lo que quieras. Si no sé la respuesta, sabré dónde encontrarla. —¿Cualquier cosa? —Cualquier cosa.
Era difícil pensar en alguna pregunta allí mismo, y mucho más en algo que le pillara desprevenido, que era lo que yo pretendía. Tardé un momento en pensar en las cosas que más curiosidad me suscitaban
cuando era niña. En cómo volaban los aviones. En cómo era Estados Unidos. En cómo funcionaban los pequeños reproductores de música que usaban las castas más altas.
Y entonces se me ocurrió. —¿Qué es Halloween?
—¿Halloween?
Era evidente que nunca había oído hablar de ello. No me sorprendía. Yo solo había visto aquella palabra en un viejo libro de historia de mis padres. El libro estaba desgastado hasta el punto de que tenía partes ilegibles, páginas arrancadas o destruidas. Aun así, siempre me había fascinado que mencionara una fiesta de la que no sabíamos nada.
—Ya no estás tan seguro, ¿eh, su «listeza real»? —le pinché.
Puso una cara que dejaba claro que su malhumor era fingido. Miró el reloj y tomó aliento. —Ven conmigo. Tenemos que darnos prisa —dijo, agarrándome de la mano y echando a correr. Trastabillé un poco con mis zapatos, que eran de tacón bajo, pero conseguí seguirle. Me llevaba a la parte trasera del palacio. Sonreía con ganas. Me encantaba ver aquella versión despreocupada de Maxon; con demasiada frecuencia se ponía muy serio.
—Caballeros —saludó, cuando pasamos corriendo junto a los guardias de la puerta. Conseguí llegar a mitad del pasillo, pero ya no podía más con aquellos zapatos. —¡Maxon, para! —dije, jadeando—. ¡No puedo seguirte!
—Venga, venga, esto te va a encantar —insistió, tirándome del brazo mientras yo bajaba el ritmo. Por fin paró él también, pero estaba claro que deseaba ir más rápido.
Nos dirigimos hacia el pasillo norte, cerca de la zona donde se grababa el Report de cada semana, pero antes de llegar allí nos metimos en una escalera. Subimos y subimos. No podía contener más mi curiosidad.
—¿Dónde vamos? Se giró y me miró, poniéndose serio de pronto.
—Tienes que jurarme que nunca revelarás la existencia de esta salita. Solo unos cuantos miembros de la familia y un puñado de guardias saben que existe. —Por supuesto —prometí, más que intrigada.
Llegamos al final de las escaleras. Maxon me abrió la puerta. Volvió a cogerme de la mano y me llevó por el pasillo. Se detuvo frente a una pared que estaba cubierta en su mayor parte por un cuadro imponente. Miró hacia atrás para asegurarse de que no había nadie y luego metió la mano tras el marco, por el extremo más alejado. Oí un ruidito y la pintura giró hacia nosotros. Me quedé sin aliento. Maxon sonrió.
Tras la pintura había una puerta que no llegaba al suelo y que tenía un pequeño teclado, como el de un teléfono. Maxon marcó unos números y se oyó un leve pitido. Giró la manilla y se volvió hacia mí. —Déjame que te ayude. El escalón es bastante alto —dijo. Me dio la mano y me hizo pasar delante. Me quedé de piedra.
La sala, sin ventanas, estaba cubierta de estanterías llenas de lo que parecían ser libros antiguos. Dos de los estantes contenían libros con curiosas líneas diagonales rojas en los lomos, y vi un enorme atlas apoyado en una pared, abierto por una página que mostraba el contorno de un país desconocido para mí. En el centro había una mesa con unos cuantos libros que parecían haberse usado recientemente, y que habían dejado allí para tenerlos más a mano. Y por fin, empotrada en una de las paredes, había una gran pantalla que parecía un televisor.
—¿Qué significan las bandas diagonales? —pregunté, intrigada.
—Son libros prohibidos. Por lo que yo sé, deben de ser los únicos ejemplares que quedan en Illéa. Me giré hacia él, preguntando con la mirada lo que no me atrevía a decir en voz alta.
—Sí, puedes mirarlos —dijo, con un tono que dejaba claro que no le gustaba la idea, pero que tenía claro que se lo iba a pedir.
Cogí uno de los libros con cuidado, aterrada ante la posibilidad de que pudiera destruir sin querer un tesoro único. Hojeé las páginas, pero acabé dejándolo en su sitio inmediatamente. Estaba demasiado impresionada.
Me giré y me encontré a Maxon tecleando en algo que parecía una máquina de escribir plana unida a una pantalla. —¿Qué es eso? —pregunté —Un ordenador. ¿Nunca has visto uno? Sacudí al cabeza. Maxon no se mostró demasiado sorprendido.
—Ya no queda mucha gente que los tenga. Este está programado específicamente para la información contenida en esta sala. Si hay algo sobre Halloween, nos dirá dónde está.
No estaba muy segura de entender lo que me decía, pero no le pedí explicaciones. Al cabo de unos segundos, su búsqueda produjo una lista de tres puntos en la pantalla. —Oh, excelente —exclamó—. Espera aquí.
Me quedé junto a la mesa, mientras Maxon buscaba los tres libros que nos revelarían lo que era Halloween. Esperaba que no fuera alguna estupidez y que el esfuerzo no fuera en balde.
El primer libro definía Halloween como una fiesta celta que marcaba el final del verano. Para no demorar más la búsqueda, no quise mencionar que no tenía ni idea de lo que significaba «celta». Decía que creían que en Halloween los espíritus entraban y salían de este mundo, y que la gente se disfrazaba para ahuyentar a los malos. Más tarde se convirtió en una fiesta secular, sobre todo para niños, que se disfrazaban e iban por sus pueblos cantando canciones y recibiendo dulces como recompensa, lo que dio pie a la frase «truco o trato», ya que hacían un truco para conseguir el trato y llevarse los dulces. El segundo libro lo definía como algo similar, solo que mencionaba las calabazas y el cristianismo. —Este será el más interesante —afirmó Maxon, hojeando un libro mucho más fino que los otros y
escrito a mano. —¿Y eso? —pregunté, acercándome para ver mejor.
—Este, Lady America, es uno de los volúmenes de los diarios personales de Gregory Illéa. —¿Qué? —exclamé—. ¿Puedo tocarlo?
—Primero déjame que encuentre la página que estamos buscando. ¡Mira, incluso hay una foto! Y allí, como un espejismo, vi una imagen de un pasado desconocido que mostraba a Gregory Illéa con expresión seria, un traje impecable y una postura rígida. Era curioso, pero su pose me recordaba mucho al rey y a Maxon. A su lado, una mujer esbozaba una sonrisa a la cámara. Había algo en su rostro que daba a entender que en otro tiempo debía de haber sido preciosa, pero sus ojos habían perdido el brillo. Parecía cansada. A los lados de la pareja había tres personas más. La primera era una chica adolescente, guapa y llena de vida, que sonreía con ganas, con un vestido ampuloso y una corona. ¡Qué gracia! Iba disfrazada de princesa. Y luego había dos chicos, uno algo más alto que el otro, y ambos vestidos de personajes que no reconocí. Parecían estar a punto de hacer alguna travesura. Bajo la imagen había un comentario sorprendente, escrito de puño y letra del propio Gregory Illéa:
Este año los niños han celebrado Halloween con una fiesta. Supongo que es una forma de olvidar lo que pasa a su alrededor, pero a mí me parece frívolo. Somos una de las pocas familias que quedan que tienen dinero para hacer algo festivo, pero este juego de niños me parece tirar el dinero.
—¿Crees que ese es el motivo de que ya no lo celebremos? ¿Porque es tirar el dinero? —le pregunté. —Podría ser. Por la fecha, esto fue justo después de que los Estados Americanos de China empezaran a contraatacar, justo antes de la Cuarta Guerra Mundial. En aquella época, la mayoría de la gente no tenía nada. Imagínate todo un país de Sietes y un puñado de Doses.
—Vaya —dije, intentando imaginar cómo sería un país así, destrozado por la guerra, intentando recomponerse. Era increíble.
—¿Cuántos diarios como ese hay? Maxon señaló en dirección a un estante con una serie de volúmenes similares al que teníamos en las manos. —Una docena, más o menos. No podía creérmelo. ¡Toda esa historia en una sola sala!
—Gracias —dije—. Es algo que nunca habría soñado ver. No me puedo creer que exista todo esto. Él estaba pletórico.
—¿Te gustaría leer el resto? —ofreció, indicando el diario.
—¡Sí, claro! —exclamé, casi gritando de la emoción—. Pero no me puedo quedar; tengo que acabar de repasar ese rollo de informe. Y tú tienes que volver al trabajo.
—Es verdad. Bueno, a ver qué te parece esto: te llevas el libro y me lo devuelves dentro de unos días.
—¿Eso se puede hacer? —pregunté, anonadada. —No —respondió él, sonriendo.
Vacilé, asustada al pensar en el valor de lo que tenía en las manos. ¿Y si lo perdía? ¿Y si lo estropeaba? Seguro que él estaba pensando lo mismo. Pero nunca más tendría una oportunidad como aquella. Podía hacer un esfuerzo especial por ser cuidadosa. Aquello lo merecía. —Vale. Solo un día o dos, y luego te lo devuelvo.
—Escóndelo bien.
Y eso hice. Era más que un libro lo que me jugaba; era la confianza de Maxon. Lo metí en el hueco del taburete de mi piano, bajo un montón de partituras. Era un sitio donde mis doncellas no limpiaban nunca. Las únicas manos que lo tocarían serían las mías.
domingo, 21 de junio de 2015
La elite
Empezare a subir el siguiente libro, posiblemente el siguiente sabado, usando la denamica que planee desde el principio, pero publicare como 5 capitulos, para que tengan para todo la semana.
Con amor: kaai18
PD: ese es mi apodo en la mayoria de las cuentas que tengo
La seleccion Kiera Cass Capitulo 24 (final)
El lunes después de los ataques volvimos a nuestras rutinas. El desayuno fue delicioso, y me preguntaba si llegaría un día en que aquellas comidas tan espectaculares ya no me dijeran nada.
—Kriss, ¿no es divino todo esto? —pregunté, mientras mordía un trozo de una fruta en forma de estrella.
Antes de mi llegada a palacio no la había visto nunca. Kriss tenía la boca llena, pero asintió. Aquella mañana sentía una cálida sensación de fraternidad. Ahora que habíamos sobrevivido a un intenso ataque rebelde, era como si aquellos frágiles vínculos se hubieran consolidado y convertido en algo inquebrantable. Emily, al otro lado de Kriss, me estaba pasando la miel. A mi otro lado, Tiny me preguntaba con ojos de admiración dónde había conseguido mi collar del ruiseñor. El ambiente era el de las cenas de mi familia unos años atrás, antes de que Kota se convirtiera en un idiota y de que Kenna nos dejara para casarse. Todo era animado, informal y distendido.
De pronto supe, tal como había dicho Maxon que le había ocurrido a su madre, que mantendría el contacto con aquellas chicas. Querría saber con quién se casaba cada una y les enviaría felicitaciones de Navidad. Y dentro de veinte años o más, si Maxon tenía un hijo, las llamaría para preguntarles por sus candidatas preferidas de la nueva Selección. Y recordaríamos todo lo que habíamos pasado juntas y sonreiríamos al pensar en ello como una aventura, no como una competición.
Curiosamente, el único que parecía preocupado en toda la sala era Maxon. No tocó la comida; paseaba la vista por las filas de chicas, concentrado en algo. De vez en cuando, hacía una pausa y se debatía, pensativo. Luego seguía.
Cuando llegó a mi fila, me pilló mirándolo y esbozó una tímida sonrisa. Salvo por el rápido intercambio de palabras de la noche anterior, no habíamos hablado desde nuestra discusión, y había cosas que aclarar. Esta vez tenía que ser yo quien iniciara la conversación. Con una expresión que dejaba claro que era una petición, no una exigencia, me tiré de la oreja. Él mantuvo la expresión tensa en la
cara, pero también se tiró de la oreja.
Suspiré aliviada y la vista se me fue a las puertas del enorme comedor. Tal como sospechaba, había otro par de ojos mirándome. Había visto a Aspen al entrar, pero no había querido hacerle caso. Aunque supongo que es imposible no prestar atención a alguien a quien quieres tanto.
Maxon se puso en pie. Aquel movimiento repentino hizo que su silla chirriara de un modo que llamó la atención de todas, y nos giramos en su dirección. Daba la impresión de que habría deseado pasar desapercibido, pero, consciente de que aquello era imposible, decidió hablar.
—Señoritas —dijo, con una leve reverencia. Tenía aspecto de estar pasándolo muy mal—. Me temo que, desde el ataque de ayer, me he visto obligado a reconsiderar seriamente la operación de la Selección. Tal como saben, tres de ustedes solicitaron permiso para marcharse ayer, y se lo concedí. No querría que nadie estuviera aquí contra su voluntad. Es más, no me siento cómodo obligando a nadie a quedarse en palacio, enfrentándose a esta amenaza constante, si estoy convencido de que no tenemos ningún futuro juntos.
La confusión reinante en la sala dio paso a la comprensión. Aunque no nos gustara, era evidente.
—No estar{< —murmuró Tiny.
—Sí, eso es lo que está haciendo —respondí.
—Aunque me duele hacer esto, he discutido el asunto con mi familia y con unos cuantos consejeros próximos, y he decidido acelerar el proceso y reducir el número de participantes a la élite de finalistas. No obstante, en lugar de diez, solo quedarán seis de ustedes —anunció Maxon, con un tono absolutamente formal.
—¿Seis? —exclamó Kriss.
—Eso no es justo —dijo Tiny casi sin voz, echándose a llorar.
Paseé la mirada por la sala mientras los murmullos de protesta iban extendiéndose. Celeste cogió aire, como si pudiera luchar por una plaza. Bariel había cerrado los ojos y cruzado los dedos, esperando quizá que esa imagen le hiciera ganar simpatías. Marlee, que había admitido que no estaba interesada en Maxon, estaba increíblemente tensa. ¿Por qué le importaba tanto quedarse?
—No quiero alargar esto de un modo innecesario, así que solo las siguientes señoritas se quedarán: Lady Marlee y Lady Kriss.
Marlee emitió un suspiro de alivio y se llevó una mano al pecho. Kriss se agitó de alegría en su silla y miró a las chicas a su alrededor, esperando que las
demás se alegraran por ella. Y me alegré, hasta que me di cuenta de que dos de las seis plazas ya habían sido ocupadas. Con aquella discusión pendiente entre Maxon y yo, ¿me enviaría a casa? ¿No veía ningún futuro en mí? ¿Deseaba que lo viera? ¿Qué haría si tenía que volver a casa?
Hasta aquel momento, había tenido en mis manos el poder de decidir cuándo me iría. Ahora me daba cuenta, de pronto, de lo importante que era para mí quedarme.
—Lady Natalie y Lady Celeste —prosiguió, mirando a una y luego a la otra.
Apreté los dientes al oír el nombre de Celeste. No podía creer que la prefiriese a ella antes que a mí. ¿Cómo podía escogerla para ser una de las seis finalistas? ¿Significaba eso que yo me iba? Habíamos discutido por ella, precisamente.
—Lady Elise —dijo, y todas las demás cogimos aire, esperando el último nombre. Sin darnos cuenta, Tiny y yo estábamos apretándonos la mano—. Y Lady America —Maxon me miró, y sentí que cada uno de los músculos de mi cuerpo se relajaba.
Tiny empezó a lloriquear inmediatamente, y no era la única. Maxon soltó un suspiro.
—A todas las demás, lo siento muchísimo, pero confío en que me crean cuando les digo que espero que sea por su bien. No quiero alimentar las esperanzas de nadie sin motivo y arriesgar su vida al mismo tiempo. Si alguna de las que se va a marchar desea hablar conmigo, estaré en la biblioteca al final del pasillo, y pueden venir a visitarme en cuanto hayan acabado de desayunar.
Maxon salió del salón lo más rápido que pudo. Le observé hasta que pasó por delante de Aspen, pero entonces fue él quien llamó mi atención. Parecía confuso, y yo sabía por qué. Le había dicho que no quería a Maxon, por lo que debía de suponer que yo tampoco significaba nada para el príncipe. Entonces, ¿por qué iba a estar tan tensa ante la perspectiva de quedarme o marcharme? ¿Y por qué iba a querer Maxon que yo permaneciese en palacio?
Apenas un segundo después, Emmica y Tuesday ya habían salido corriendo tras Maxon, sin duda en busca de una explicación. Algunas de las chicas estaban llorando, evidentemente desilusionadas, y a las que nos quedábamos nos tocó intentar animarlas.
Era una situación incomodísima. Tiny acabó por quitárseme de encima y salió corriendo. Yo no quería que me guardara rencor.
Al cabo de unos minutos, todo el mundo se había ido; ya no teníamos
hambre. No me entretuve mucho, ya que tampoco podía contener las emociones. Cuando pasé junto a Aspen, me susurró:
—Esta noche.
Asentí levemente y seguí adelante.
El resto de la mañana fue raro. Nunca había tenido amigas a las que pudiera echar de menos. Todas las habitaciones ocupadas de la segunda planta estaban abiertas, y las chicas entraban y salían, pasándose notas y recogiendo direcciones. Lloramos y nos reímos juntas y, por la tarde, el palacio se había convertido en un lugar mucho más serio que en el momento de nuestra llegada.
En mi extremo del pasillo no quedaba nadie, así que no hubo más ruidos de doncellas yendo arriba y abajo, ni de puertas cerrándose. Me senté a mi mesa, leyendo un libro mientras mis doncellas limpiaban el polvo. Me pregunté si el palacio siempre estaba así de solitario. Aquel vacío hizo que echara de menos a mi familia.
De pronto alguien llamó a la puerta. Anne se apresuró a abrir, mirándome para asegurarse de que estaba preparada para las visitas. Asentí.
Cuando Maxon entró en la habitación, me puse en pie de un salto.
—Señoritas —dijo, mirando a mis doncellas—. Nos volvemos a encontrar.
Ellas hicieron una reverencia y soltaron unas risitas nerviosas. Él les respondió con un gesto y se giró hacia mí. Hasta aquel momento no fui consciente de las ganas que tenía de verle. En un momento me puse en pie junto a la mesa.
—Perdónenme, pero necesito hablar con Lady America. ¿Nos permiten un momento?
Las chicas se deshicieron en nuevas reverencias y risitas, y Anne, con un tono casi reverencial, le preguntó si podía traerle algo. Maxon dijo que no, y nos dejaron solos. Él llevaba las manos en los bolsillos. Nos quedamos en silencio un momento.
—Me temía que me pudieras echar —admití, por fin.
—¿Por qué? —preguntó él, extrañado.
—Porque discutimos. Porque todo lo que pasa entre nosotros es raro. Porque<
«Porque, aunque tú sales con otras cinco mujeres, creo que te estoy engañando», pensé.
Maxon fue acercándose lentamente, como si estuviera eligiendo las palabras
a medida que se aproximaba. Cuando por fin llegó a mi altura, me cogió las manos en las suyas y me lo explicó todo.
—En primer lugar, deja que me disculpe. No debía haberte gritado —parecía sincero—. Es que algunos de los comités, y mi padre, me están presionando con esto, y quiero ser yo el que tome la decisión. Me molestaba que de nuevo no se tomara en serio mi opinión.
—¿Cómo?
—Bueno, ya has visto cuáles son mis opciones. Marlee es la favorita de la opinión pública, y eso no puedo pasarlo por alto. Celeste es una joven muy poderosa, y procede de una excelente familia con la que conviene estar a buenas. Natalie y Kriss son encantadoras, ambas muy agradables, y cuentan con el favor de algunos de mis familiares. La familia de Elise resulta que tiene buenas relaciones en Nueva Asia. Y dado que estamos intentando poner fin a esta maldita guerra, es algo que vale la pena tener en cuenta. No he parado de dar vueltas a todos los aspectos de esta decisión.
No había ninguna explicación que justificara mi elección, y casi no me atrevía a pedirla. Sabía que éramos amigos, y que yo no tenía ninguna influencia política. Pero necesitaba oír aquellas palabras para poder decidir por mí misma. No podía mirarle a los ojos.
—¿Y yo? ¿Por qué sigo aquí? —pregunté, con la voz apenas convertida en un murmullo.
Estaba segura de que me dolería. En el fondo de mi corazón estaba convencida de que solo seguía aquí porque era tan bueno que se veía incapaz de romper su promesa.
—America, creo que lo he dejado claro —dijo Maxon con calma. Suspiró y me levantó la barbilla con la mano. Cuando por fin tuve sus ojos delante, confesó—. Si esto fuera más sencillo, ya habría eliminado a todas las demás. Sé lo que siento por ti. A lo mejor soy demasiado impulsivo al pensar que pueda estar tan seguro, pero tengo la convicción de que contigo sería feliz.
Me ruboricé. Sentía que las lágrimas acudían a mis ojos, pero parpadeé para combatirlas. La expresión de su rostro era tan adorable que no quería perdérmela.
—Hay momentos en que siento que hemos derribado el último muro que se había erigido entre tú y yo, y otros en los que pienso que solo quieres quedarte por conveniencia. Si pudiera estar seguro de que tu única motivación es estar conmigo<
Hizo una pausa y sacudió la cabeza, como si el final de la frase fuera algo
que no podía permitirse siquiera desear.
—¿Me equivoco al pensar que sigues sin tenerlo claro?
No quería hacerle daño, pero tenía que ser honesta.
—No.
—Entonces tengo que asegurar la apuesta. Puede que un día decidas marcharte, y yo te lo permitiré. Pero tengo que encontrar esposa. Estoy intentando tomar la mejor decisión posible dentro de las limitaciones que se me han impuesto, pero, por favor, no dudes ni por un momento de que me importas. Mucho.
No pude contener más las lágrimas. Pensé en Aspen y en lo que había hecho, y me sentí avergonzada.
—¿Maxon? —dije, entre sollozos—. ¿Podr{s<, podr{s perdonarme<? —no conseguí terminar mi confesión. Se acercó aún más y se puso a limpiarme las lágrimas del rostro con sus fuertes dedos.
—¿Perdonarte el qué? ¿Nuestra estúpida discusión? Ya está olvidada. ¿Que tus sentimientos no afloren al ritmo de los míos? Estoy dispuesto a esperar —aseguró, encogiéndose de hombros—. No creo que haya nada que puedas hacerme que no pueda perdonarte. ¿Tengo que recordarte el rodillazo que me diste en la entrepierna?
No pude evitar reírme. Maxon soltó una risa breve y luego se puso serio de pronto.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Esta vez han ido muy rápido —dijo, con un tono casi de admiración ante el talento de los rebeldes.
De pronto me planteé lo cerca que había estado del desastre al intentar salvar a mis doncellas.
—La situación me preocupa cada vez más, America. Sean del norte o del sur, parecen tremendamente decididos. Da la impresión de que no pararán hasta que consigan lo que quieren, y no tenemos la más mínima idea de lo que es —Maxon parecía confuso y triste—. Me temo que sea solo cuestión de tiempo hasta que destruyan algo importante para mí.
Me miró a los ojos.
—Aún puedes decidir, ¿sabes? Si te da miedo quedarte, deberías decírmelo —hizo una pausa—. Y si crees que no podrás quererme nunca, me haría bien que me lo dijeras ahora. Te dejaré marchar, y podemos separarnos como amigos.
Lo rodeé con mis brazos y apoyé la cabeza contra su pecho. Maxon parecía reconfortado y sorprendido por el gesto. Solo tardó un segundo en abrazarme.
—Maxon, no estoy completamente segura de lo que somos, pero desde luego somos más que amigos.
Suspiró. Con la cabeza apretada contra su pecho, oía amortiguado el latido de su corazón. Parecía que se le aceleraba. Su mano, con un movimiento suave, como siempre, me envolvió la mejilla. Cuando le miré a los ojos, noté aquel sentimiento innombrable que crecía entre nosotros.
Con los ojos, Maxon me pedía algo que ambos habíamos acordado posponer. En mi interior agradecí que no quisiera esperar más. Asentí levemente, y él cubrió la pequeña distancia que nos separaba y me besó con una ternura inimaginable.
Sentí una sonrisa bajo sus labios, una sonrisa que se prolongó un buen rato.
Capítulo 25
Noté que alguien me tiraba del brazo. Estaba oscuro: o era muy tarde, o muy temprano. Por un instante pensé que habríamos sufrido otro ataque. Entonces supe que no era así: lo dejaba claro la palabra usada para despertarme.
—¿Mer?
Tenía a Aspen a mis espaldas, y me llevó un momento recomponerme antes de darme la vuelta. Sabía que tenía que hablar con él y aclarar ciertas cosas. Esperaba que el corazón me permitiera decirlas.
Me giré y, al ver sus brillantes ojos verdes, supe que no sería fácil. Entonces observé que había dejado la puerta de la habitación abierta.
—Aspen, ¿estás loco? —susurré—. ¡Cierra la puerta!
—No, ya lo he pensado. Con la puerta abierta, puedo decirle a cualquiera que venga que he oído un ruido y que he entrado a comprobar que estés bien, que es mi trabajo. Nadie sospecharía nada.
Era sencillo pero brillante. Supongo que a veces el mejor modo de guardar un secreto es dejarlo a la vista.
Asentí.
—De acuerdo.
Encendí la lámpara de mi mesita de noche para dejar claro a los ojos de cualquiera que pasara que no estábamos escondiendo nada. En el reloj vi que eran más de las tres de la mañana.
Evidentemente Aspen estaba satisfecho de sí mismo. Lucía una gran sonrisa, la misma con la que solía recibirme en la casa del árbol.
—Lo has guardado —dijo.
—¿Eh?
Señaló hacia la mesita de noche, donde seguía el frasco con el céntimo dentro.
—Sí —admití—. No podía deshacerme de él.
Se le veía cada vez más esperanzado. Se giró para mirar hacia la puerta, como para comprobar que no hubiera nadie. Entonces se agachó para besarme.
—No —dije, en voz baja, apartándome—. No puedes hacer eso.
La expresión de sus ojos estaba perdida entre la confusión y la tristeza, y me temí que todo lo que estaba a punto de decir no hiciera más que empeorar las cosas.
—¿He hecho algo mal?
—No —repuse, con firmeza—. Has sido maravilloso. Me ha hecho muy feliz verte otra vez y saber que aún me quieres. Lo ha cambiado todo.
—Bien —respondió, sonriendo—. Porque es cierto que te quiero, y pretendo asegurarme de que nunca más tengas motivos para dudarlo.
Me encogí, como avergonzada.
—Aspen, sea lo que sea lo que éramos, o lo que seamos ahora, aquí no podemos serlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, cambiando de posición.
—Ahora formo parte de la Selección. Tengo que estar pendiente de Maxon, y no puedo salir contigo, o lo que sea que estemos haciendo —dije, mientras retorcía con los dedos un extremo del edredón.
Se quedó pensando un momento.
—Así pues, ¿me estabas mintiendo< cuando decías que no habías dejado de quererme en ningún momento?
—No —le aseguré—. Te he llevado en el corazón todo este tiempo. Tú eres el motivo por el que las cosas han ido tan lentas. A Maxon le gusto, pero no puedo permitirme sentir nada por él mientras existas tú.
—Bueno, estupendo —repuso, sarcástico—. Me encanta saber que no te importaría salir con él si yo no estuviera aquí.
Bajo aquella muestra de rabia, veía claramente que aquello suponía un duro golpe para él, pero no era culpa mía que las cosas hubieran ido así.
—¿Aspen? —dije, en voz baja, para que me mirara—. Cuando te fuiste de la casa del árbol, me dejaste destrozada.
—Mer, ya te he dicho que yo<
—Déjame acabar —resopló, pero se calló—. Te llevaste mis sueños, y el único motivo por el que estoy aquí es porque tú insististe en que me apuntara.
Él sacudió la cabeza, con la rabia de saber que era cierto.
—He intentado recuperar el ánimo, y Maxon se preocupa de verdad por mí.
Tú significas mucho para mí, lo sabes. Pero ahora formo parte de esto, y sería tonto por mi parte negarme a ver adónde me lleva.
—Así pues, ¿le estás escogiendo a él en lugar de a mí? —preguntó, en un tono lastimoso.
—No, no se trata de escoger a ninguno de los dos, ni a él ni a ti. Estoy escogiéndome a mí.
Aquella era la única verdad. Aún no sabía lo que quería, y no podía dejarme llevar por lo que fuera más fácil o por lo que otros pensaran que era más conveniente. Tenía que darme tiempo para decidir lo que era mejor para mí.
Aspen reflexionó un momento, aunque desde luego no estaba contento con lo que había oído.
Por fin sonrió.
—Sabes que no me rendiré, ¿verdad? —su tono era de desafío, y no pude evitar sonreír. Lo cierto es que Aspen no era de los que admitían fácilmente la derrota.
—La verdad es que este no es un buen lugar para intentar luchar por mí. Tu determinación aquí puede resultar peligrosa.
—No le tengo miedo a ese «traje» —dijo, en tono de mofa.
Alcé la mirada, casi divertida ante el rumbo que tomaba aquello. Siempre me había preocupado que alguien me quitara a Aspen. Me sentía culpable por que me gustara verle preocupado en relación con que alguien pudiera quitarle a su chica, a mí, para variar.
—Muy bien. Dijiste que no le querías<, pero debe de gustarte un poco para que estés dispuesta a quedarte, ¿no?
Bajé la cabeza.
—La verdad es que sí —asentí—. Es mejor de lo que me esperaba.
Él se quedó pensando un momento, asimilando la noticia.
—Supongo que eso significa que tendré que luchar más duro de lo que pensaba —dijo, dirigiéndose a la puerta.
Antes de cerrar la puerta, me guiñó un ojo.
—Buenas noches, Lady America.
—Buenas noches, soldado Leger.
La puerta se cerró, y la sensación de paz fue sobrecogedora. Desde el inicio
de la Selección, me había preocupado que todo aquello se convirtiera en algo que me arruinara la vida. Sin embargo, en aquel momento no creí que pudiera haber nada mejor.
Por la mañana, mis doncellas entraron en la habitación, demasiado temprano para mi gusto, y me despertaron. Anne corrió las cortinas y, en el momento en que la luz cayó sobre mí, tuve la sensación de que aquel era realmente mi primer día en palacio.
La Selección ya no era algo que me estuviera ocurriendo sin más, sino que era algo de lo que yo participaba activamente. Era parte de la élite. Aparté las sábanas y me incorporé de un salto al nuevo día.
La seleccion Kiera Cass Cpitulo 23
Aquello era traición, y en palacio solo tenían una respuesta para la traición. Pero había una parte de mí a la que no le importaba. En los confusos momentos del despertar reviví cada mirada en los ojos de Aspen, cada caricia, cada beso. ¡Lo echaba tanto de menos! Ojalá hubiéramos tenido más tiempo para hablar. Necesitaba saber qué pensaba Aspen, aunque la noche anterior me había dado algunas pistas. ¡Era tan increíble —después de intentar con tanto ahínco dejar de desearlo— que aún me quisiera!
Era sábado, y se suponía que debía ir a la Sala de las Mujeres, pero no podía soportar la idea. Necesitaba pensar, y sabía que con el incesante parloteo de allí abajo aquello sería imposible. Cuando llegaron mis doncellas, les dije que me dolía la cabeza y que me quedaría en la cama.
Fueron de lo más solícitas, me trajeron comida y me limpiaron la habitación haciendo el mínimo ruido posible. Casi me sentí mal por mentirles. Pero tenía que hacerlo; no podía enfrentarme a la reina y a las chicas, y tal vez a Maxon, mientras tuviera la mente tan bloqueada con la imagen de Aspen.
Cerré los ojos pero no dormí. Intenté averiguar cómo me sentía. Entonces alguien llamó a la puerta. Me giré en la cama y me encontré con la cara de Anne, que me preguntaba en silencio si debía responder. Me senté en la cama, me alisé el pelo y asentí.
Recé por que no fuera Maxon —temía que pudiera verme la expresión de culpabilidad en el rostro—, pero lo que no me esperaba era ver la cara de Aspen asomando por mi puerta. Noté que inconscientemente erguía más el cuerpo, y esperé que mis doncellas no se hubieran dado cuenta.
—Disculpe, señorita —le dijo a Anne—. Soy el soldado Leger. He venido a hablarle a Lady America sobre algunas medidas de seguridad.
—Sí, claro —repuso ella, sonriendo más de lo habitual e indicándole a Aspen que pasara. Por la esquina vi que Mary le hacía una mueca a Lucy, a quien se le escapó una risita mal disimulada.
Al oírlas, Aspen se giró hacia ellas y se tocó el sombrero.
—Señoritas.
Lucy bajó la cabeza y Mary se ruborizó tanto que sus mejillas se pusieron más rojas que mi pelo, pero no respondieron. Pese a que el aspecto de Aspen también parecía haber impresionado a Anne, esta al menos consiguió sobreponerse y hablar.
—¿Quiere que nos vayamos, señorita?
Me lo planteé. No quería que fuera demasiado evidente, pero estaba deseando disfrutar de cierta intimidad.
—Solo un momento. Estoy segura de que el soldado Leger no me necesitará mucho tiempo —decidí, y ellas salieron de la habitación rápidamente.
En cuanto desaparecieron por la puerta, Aspen habló:
—Me temo que te equivocas. Voy a necesitarte mucho tiempo —dijo, y me guiñó el ojo.
Meneé la cabeza.
—Aún no puedo creerme que estés aquí.
Aspen no perdió un momento: se quitó el sombrero y se sentó al borde de mi cama, acercando las manos, de modo que nuestros dedos se tocaran apenas.
—Nunca pensé que tuviera que dar gracias al Ejército, pero, si al menos me da la oportunidad de pedirte disculpas, le estaré agradecido para siempre.
Guardé silencio. No podía decir nada. Aspen me miró a los ojos.
—Por favor, perdóname, Mer. Fui un tonto, y he lamentado aquella noche en la casa del árbol desde el momento en que bajé por la escalera. Fui un cabezota al no querer decir nada, y luego salió tu nombre en la Selección< No sabía qué hacer —se paró un momento. Parecía que tenía lágrimas en los ojos. ¿Podía ser que Aspen hubiera llorado por mí como yo había llorado por él?—. Aún te quiero. Muchísimo.
Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas. Tenía que estar segura de una cosa antes de poder plantearme aquello siquiera.
—¿Qué hay de Brenna?
Su expresión cambió por completo de pronto.
—¿Qué?
Cogí aire, casi temblando.
—Os vi a los dos juntos en la plaza cuando me iba. ¿Has acabado con ella?
Aspen hizo una mueca, como intentando recordar, y luego se le escapó la risa. Se tapó la boca con las manos y se dejó caer atrás, sobre la cama, y se levantó al instante.
—¿Es eso lo que crees? Oh, Mer. Se cayó. Tropezó y yo la cogí.
—¿Tropezó?
—Sí, la plaza estaba atestada de gente apretujada. Ella se me cayó encima y bromeó con lo patosa que era, algo que, y tú la sabes, es cierto —pensé en la vez en que la había visto caerse de la acera sin motivo aparente—. En cuanto me la quité de encima, salí corriendo hacia el escenario.
Recordé aquellos momentos. El intento desesperado de Aspen por acercarse a mí. No estaba fingiendo. Sonreí.
—¿Y qué pensabas hacer exactamente cuando llegaras a mi altura?
Se encogió de hombros.
—En realidad no había pensado tanto. Estaba planteándome rogarte que te quedaras. Estaba dispuesto a ponerme en evidencia si con eso conseguía que no te subieras a aquel coche. Pero tú parecías tan enfadada<, y ahora entiendo por qué —suspiró—. No podía hacerlo. Además, quizás esto te hiciera feliz —miró alrededor, a la habitación, con todas esas cosas bonitas que, aunque fuera temporalmente, podía considerar mías, y entendí lo que quería decir—. Luego pensé que podría conquistarte cuando volvieras a casa —prosiguió, pero de pronto su voz se tiñó de preocupación—. Estaba seguro de que querrías salir de aquí y volver a casa lo antes posible. Pero< no lo hiciste.
Hizo una pausa para mirarme, pero afortunadamente no preguntó por la relación que había entre Maxon y yo. En parte ya lo había visto, pero no sabía que nos habíamos besado, ni que teníamos señales secretas, y yo no quería explicarle todo aquello.
—Luego llegó el sorteo de los reclutas, y pensé que sería injusto plantearse siquiera escribirte. Podía morir en el campo de batalla. No quería intentar que volvieras a quererme para luego<
—¿Volver a quererte? —pregunté, incrédula—. Aspen, nunca he dejado de quererte.
Con un movimiento decidido pero delicado, se echó adelante para besarme. Me puso la mano en la mejilla, acercándome a él, y volví a sentir lo mismo que en los dos últimos dos años. Daba gracias a Dios de que no se hubieran perdido en la
nada.
—Lo siento muchísimo —murmuró, entre besos—. Lo siento, Mer.
Se apartó para mirarme, insinuando una sonrisa en medio de aquel rostro perfecto, y con una mirada que parecía preguntarme exactamente lo mismo que me planteaba yo: ¿y ahora qué?
Justo en aquel momento se abrió la puerta y, horrorizada, vi la expresión de asombro de mis doncellas al ver a Aspen tan cerca de mí.
—¡Gracias a Dios que han vuelto! —les dijo él, mientras me apretaba la mano con más fuerza contra la mejilla, y luego me la ponía en la frente—. No creo que tenga fiebre, señorita.
—¿Qué pasa? —preguntó Anne, corriendo a mi lado con cara de preocupación.
Aspen se puso en pie.
—Decía que se encontraba mal, algo de la cabeza.
—¿Ha empeorado su dolor de cabeza, señorita? —preguntó Mary—. ¡Está palidísima!
Seguro que sí. No tenía duda de que cada gota de mi sangre había abandonado mi cara en el momento en que nos habían pillado juntos. Pero Aspen había sabido mantener la calma y lo había arreglado en una fracción de segundo.
—Traeré los medicamentos —se ofreció Lucy, corriendo al baño.
—Perdóneme, señorita —se disculpó Aspen, mientras mis doncellas se ponían manos a la obra—. No quiero molestarla más. Volveré cuando se encuentre mejor.
En sus ojos veía la misma cara que había besado mil veces en la casa del árbol. El mundo a nuestro alrededor era completamente nuevo, pero aquella conexión entre nosotros era la misma de siempre.
—Gracias, soldado —dije, sin fuerzas.
Él hizo una pequeña reverencia y se dirigió a la puerta.
Enseguida tuve a mis doncellas revoloteando alrededor, intentando curarme de una enfermedad inexistente.
La cabeza no me dolía; me dolía el corazón. El deseo que sentía de que Aspen me abrazara me era tan familiar que daba la impresión de no haber desaparecido nunca.
Me desperté zarandeada por los hombros y me encontré con que era Anne, y que aún era de noche.
—¿Qué<?
—¡Por favor, señorita, tiene que levantarse! —dijo, agitada, presa del terror.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
—No, no. Tenemos que llevarla al sótano; están atacándonos.
Aún estaba atontada; no tenía claro que lo que oía fuera cierto. Pero vi que Lucy, tras ella, ya estaba llorando.
—¿Han entrado? —pregunté, incrédula.
El llanto aterrado de Lucy me confirmó que así era.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
Una ráfaga de adrenalina me despertó de pronto, y salté de la cama. En cuanto estuve en pie, Mary me calzó unos zapatos y Anne me puso una bata. Lo único que me venía a la cabeza era: «¿Norte o sur? ¿Norte o sur?».
—Hay un pasadizo aquí, en la esquina. La llevará directamente al refugio del sótano. Los guardias están esperándolas. La familia real ya debería estar allí, y también la mayoría de las chicas. Dese prisa, señorita.
Anne me arrastró al pasillo y empujó un tabique. Se abrió un trozo, como un pasaje oculto de una novela de misterio. Efectivamente, tras la pared había una escalera. En aquel momento, Tiny salió como una flecha de su habitación y se escabulló por el pasadizo.
—Muy bien, vamos —dije. Anne y Mary se me quedaron mirando. Lucy estaba temblando hasta el punto de que apenas se mantenía en pie—. Vamos —repetí.
—No, señorita. Nosotras vamos a otro sitio. Tiene que darse prisa antes de que lleguen. ¡Por favor!
Sabía que si las encontraban podían resultar heridas, en el mejor de los casos; en el peor, podían morir. No podía soportar la idea de que les pasara algo. A lo mejor me estaba sobrevalorando, pero si Maxon se había apartado de lo estipulado para hacer todo lo que había hecho hasta ahora, quizá le preocuparan mis doncellas, teniendo en cuenta lo importantes que eran para mí. Aunque estuviéramos peleados. Quizás aquello era contar con demasiada generosidad por su parte, pero no iba a dejarlas allí. El miedo me hizo actuar más rápido. Agarré a Anne del brazo y la empujé. Ella avanzó trastabillando, y no pudo detenerme
mientras agarraba a Mary y Lucy.
—¡Moveos! —les ordené.
Echaron a caminar, pero Anne no dejaba de protestar.
—¡No nos dejar{n entrar, señorita! Ese lugar es solo para la familia< ¡Nos echarán en cuanto lleguemos!
Pero a mí no me importaba lo que dijera. Fuera como fuera el refugio, seguro que no había ningún lugar más seguro que el elegido para esconder a la familia real.
La escalera estaba iluminada cada pocos metros, pero, aun así, estuve a punto de caerme varias veces con las prisas. La preocupación no me dejaba pensar con claridad. ¿Hasta dónde habían conseguido penetrar los rebeldes anteriormente? ¿Sabían que existían esos pasadizos? Lucy estaba medio paralizada, y tuve que tirar de ella para que no se rezagara.
No sé cuánto tiempo tardamos en llegar abajo, pero por fin el estrecho pasaje se abrió, dando paso a una gruta artificial. Vi otras escaleras y otras chicas, todas ellas corriendo hacia lo que parecía una puerta de medio metro de grosor. Corrimos hacia el refugio.
—Gracias por traer a la joven. Ya pueden marcharse —les dijo un guardia a mis doncellas.
—¡No! Vienen conmigo. Se quedan —exclamé, con voz autoritaria.
—Señorita, tienen sus propios lugares donde resguardarse —respondió él.
—Muy bien. Si ellas no entran, yo tampoco. Estoy segura de que al príncipe Maxon le gustará saber que mi ausencia se debe a usted. Vámonos, señoritas —dije, tirando de las manos de Mary y Lucy.
Anne estaba paralizada de la sorpresa.
—¡Espere! ¡Espere! Está bien, entre. Pero si alguien tiene alguna objeción, será responsabilidad suya.
—No hay problema —repuse.
Di media vuelta con las chicas de la mano y entré en el refugio con la cabeza bien alta.
En el interior había un gran alboroto. Algunas chicas estaban reunidas en grupitos, llorando. Otras rezaban. Vi al rey y a la reina sentados, solos, rodeados de más guardias. A su lado, Maxon cogía a Elayna de la mano. Ella parecía algo agitada, pero evidentemente el contacto de Maxon la calmaba. Observé la posición
de la familia real< tan cerca de la puerta. Me pregunté si tenía que ver con la imagen del capitán que se hunde con su barco. Harían todo lo posible por mantener aquel lugar a flote, pero, si se iba a pique, ellos serían los primeros en ahogarse.
Todo el grupo me vio entrar con mis doncellas. Observé las caras de confusión en sus rostros, asentí una vez y seguí adelante con la cabeza bien alta. Pensé que, mientras yo pareciera segura de mí misma, nadie cuestionaría mi decisión.
Me equivoqué.
Di unos pasos más y Silvia salió a mi encuentro. Parecía increíblemente tranquila. Estaba claro que aquello no la pillaba por sorpresa.
—Estupendo, un poco de ayuda. Chicas, id inmediatamente a los depósitos de agua de atrás y empezad a servir refrescos a la familia real y a las señoritas. Venga, en marcha —ordenó.
—No —dije, girándome hacia Anne y dándole mi primera orden de verdad—. Anne, por favor, llevad refrescos al rey, a la reina y al príncipe, y luego venid conmigo —me encaré a Silvia—. El resto se las puede arreglar solas. Han escogido dejar a sus doncellas a su suerte, así que pueden ir a buscarse ellas solitas el agua. Mis doncellas se sentarán conmigo. Adelante, señoritas.
Sabía que estábamos muy cerca de la familia real y que me habrían oído. Con la intención de mostrar cierta autoridad, puede que hubiera levantado demasiado la voz. Pero no me importaba que pensaran que era una maleducada. Lucy estaba más asustada que la mayoría de los presentes. Estaba temblando de la cabeza a los pies y, en su estado, no iba a permitir que tuviera que ponerse a servir a gente que no valía la mitad que ella. A lo mejor era consecuencia de mis años de experiencia como hermana mayor, pero sentía que debía proteger a aquellas chicas.
Encontramos un rinconcito al fondo de la sala. Quienquiera que se ocupara de mantener a punto aquel lugar no debía de haber pensado en la superpoblación que provocaría la Selección, porque no había suficientes sillas. Pero vi las reservas de comida y de agua, y tuve claro que bastarían para pasar meses allí abajo, en caso necesario.
Éramos una curiosa colección de gente muy diversa. Varios soldados llevaban de guardia toda la noche, y aún iban de uniforme. Hasta Maxon iba completamente vestido. Pero casi todas las chicas portaban finos camisones, prendas pensadas para dormir en la calidez de sus habitaciones. Con las prisas, no todas habían podido coger una bata. Por mi parte, aun con la bata puesta, tenía
algo de frío.
Varias chicas se habían amontonado en la parte frontal de la sala. Evidentemente, serían las primeras en morir si alguien llegaba a entrar. ¡Pero si eso no ocurría, pasarían un montón de tiempo junto a Maxon! Unas cuantas estaban más cerca de nosotras, y la mayoría estaba en un estado similar al de Lucy: temblando, llorando y petrificadas de miedo.
Mientras Anne iba atendiendo a los demás, rodeé a Lucy con un brazo, y Mary se le acurrucó al otro lado. No había nada agradable que decir del refugio ni de la situación, así que nos quedamos en silencio un buen rato, escuchando el ruido de las voces. Aquel parloteo me recordó mi primer día en el palacio, cuando nos vistieron y nos maquillaron. Cerré los ojos y me imaginé aquel momento en un intento por tranquilizarme.
—¿Estás bien?
Levanté la vista y me encontré con Aspen, elegantísimo con su uniforme. Hablaba en tono formal, y no parecía afectado en absoluto por la situación. Suspiré.
—Sí, gracias.
Permanecimos un momento en silencio, observando cómo la gente se iba distribuyendo por la sala. Era obvio que Mary estaba exhausta: ya dormía, apoyada en el costado de Lucy. Ella estaba bastante tranquila, dentro de lo que cabía esperar. Ya había dejado de llorar y estaba ahí sentada, mirando a Aspen como encandilada.
—Ha sido un detalle que trajeras a tus doncellas. No todo el mundo es tan amable con gente que considera inferior —dijo.
—Las castas nunca me han importado demasiado —respondí, en voz baja.
Él esbozó una sonrisa.
Lucy cogió aire, como si fuera a hacerle una pregunta a Aspen, pero un sonoro grito atravesó la cámara. En el otro extremo de la sala, un guardia ordenó silencio.
Aspen se alejó, lo cual no me disgustó. Temía que alguien pudiera ver algo.
—Es el mismo guardia de antes, ¿no? —preguntó Lucy.
—Sí.
—Lo he visto de guardia en su puerta últimamente. Es encantador —señaló.
Estaba segura de que Aspen habría saludado a mis doncellas con la misma
amabilidad con que me saludaba a mí cuando nos cruzábamos por los pasillos. Al fin y al cabo, ellos eran todos Seises.
—Y es muy guapo —añadió Lucy.
Sonreí y me planteé decir algo, pero el mismo guardia nos dio instrucciones de que permaneciéramos calladas. Las voces se fueron apagando y un silencio sobrecogedor se extendió por la sala.
Entonces lo oímos. Por encima de nuestras cabezas había gente luchando. Intenté distinguir disparos, o cualquier cosa que nos dijera de dónde era ese grupo. Sin darme cuenta había ido acercando a las chicas hacia mí, como si pudiéramos protegernos las unas a las otras de lo que se nos venía encima.
El ruido siguió durante horas. El único que se movía en nuestro refugio era Maxon, que iba de un sitio a otro para ver cómo estaban las chicas. Cuando llegó a nuestro rincón, solo Lucy y yo estábamos despiertas, y de vez en cuando intercambiábamos unas palabras entre susurros. Se acercó y sonrió al ver el montón de personas apiladas sobre mí. No se le veía en la cara ni rastro de enfado por nuestra discusión, aunque yo seguía teniendo ganas de aclarar las cosas. Se limitó a sonreír, contento de ver que estaba bien. Me sentí culpable< ¿En qué lío me había metido?
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí. Miró a Lucy y se inclinó por delante de mí para hablarle. Aspiré y sentí el olor de Maxon. No olía a nada que pudiera embotellarse en un frasquito. No era canela, ni vainilla ni —enseguida me vino a la cabeza— jabón casero. Maxon tenía su propio olor, una mezcla de sustancias que emanaban de él mismo.
—¿Y tú? —le preguntó a Lucy.
Ella también asintió.
—¿Estás sorprendida de encontrarte aquí abajo? —le preguntó de nuevo, sonriendo.
—No, alteza. Con ella no —respondió la chica, señalándome con un gesto de la cabeza.
Maxon se giró hacia mí. Tenía su rostro increíblemente cerca. Me sentí incómoda. Había demasiadas personas a mi alrededor; no podía moverme. Y demasiadas personas que podían vernos, Aspen incluido. Pero el momento pasó enseguida, y volvió a girarse hacia Lucy.
—Te entiendo perfectamente —le dijo, y sonrió de nuevo. Parecía como si fuera a decir algo más, pero se lo pensó mejor e hizo ademán de ponerse en pie.
Le agarré del brazo y le susurré:
—¿Norte o sur?
—¿Te acuerdas de la sesión fotográfica? —preguntó, muy bajito.
Sobrecogida, asentí. Aquel grupo se abría paso hacia el noroeste, quemando cosechas y matando a la gente por el camino. «Interceptadlos», había dicho. Aquellos rebeldes, aquellos asesinos, habían estado acercándose lentamente a nosotros todo aquel tiempo, y no habían podido detenerlos. Eran asesinos. Eran sureños.
—No se lo digas a nadie —dijo, y se fue a donde estaba Fiona, que lloraba tapándose la cara con las manos.
Me esforcé en respirar poco a poco, intentando imaginar cómo podía huir si llegaban hasta allí, pero me estaba engañando. Si los rebeldes conseguían llegar hasta allí abajo, todo se habría acabado. No había nada que hacer, solo esperar.
Las horas fueron pasando. No tenía ni idea de qué hora era, pero las que se habían dormido al llegar ya se habían despertado, y las que habíamos aguantado despiertas todo aquel tiempo estábamos empezando a caer rendidas.
El ruido de arriba no acabó de pronto, pero fue yendo a menos según pasaban las horas. Al final se hizo el silencio.
Se abrió la puerta y unos cuantos guardias salieron a investigar. Tardaron un tiempo en repasar todo el palacio, y al final volvieron.
—Damas y caballeros —anunció uno de los guardias—, los rebeldes han sido sometidos. Les rogamos que vuelvan todos a sus habitaciones por las escaleras auxiliares. El edificio no presenta buen aspecto y hay muchos guardias heridos. Es mejor que todos eviten las salas y salones principales hasta que podamos limpiarlos. Las participantes en la Selección, por favor, vayan a sus habitaciones y permanezcan en ellas hasta nuevo aviso. He hablado con los cocineros; se les llevará comida dentro de menos de una hora. Necesitaré que todo el personal médico se presente en el hospital de palacio.
Al momento todos nos pusimos en pie y nos dirigimos a la salida como si nada. Algunos hasta parecían aburridos. Salvo por las caras de gente como Lucy, daba la impresión de que todo el mundo le quitaba importancia al ataque, como si fuera algo previsible.
Mi habitación había sido arrasada. El colchón estaba en el suelo, los vestidos fuera del armario y las fotografías de mi familia rotas por el suelo. Busqué mi frasco, que seguía intacto, con su céntimo dentro, oculto bajo la cama. Intenté no llorar, pero se me escapaban las lágrimas. No era tanto el miedo. Lo que no
soportaba era que el enemigo hubiera puesto las manos en mis cosas y lo hubiera estropeado todo.
Tardamos un buen rato en ponerlo todo en orden, pues estábamos agotadas. No obstante, lo logramos. Anne incluso consiguió un poco de cinta adhesiva, con la que pude volver a recomponer mis fotos. En el momento en que me dieron la cinta adhesiva mandé a mis doncellas a la cama. Anne protestó, pero yo no quería oír hablar del tema. Ahora que había descubierto mis dotes de mando, no me asustaba en absoluto usarlas.
Una vez sola, me dejé llevar y lloré. Aunque ya no había motivo para el miedo, seguía llevándolo dentro.
Saqué los vaqueros que Maxon me había regalado y la única blusa que había traído de casa y me los puse. Así me sentía un poco más normal. Tenía el cabello revuelto tras los acontecimientos de la noche, así que me lo recogí en un moño informal sobre la cabeza, del que algunos mechones se escapaban y me caían sobre la cara.
Vi los fragmentos de las fotografías sobre la cama, e intenté pensar cómo combinaban. Era como tener las fichas de cuatro puzles mezcladas en la misma caja. Solo había conseguido completar uno cuando llamaron a la puerta.
«Maxon —pensé—. Por favor, que sea Maxon». Y abrí la puerta, esperanzada.
—Hola, querida.
Era Silvia. Tenía una mueca en la cara que supuse que quería ser de consuelo. Se coló en mi habitación, se giró y vio lo que llevaba puesto.
—Oh, no me digas que tú también te vas —exclamó—. La verdad es que no ha sido nada —añadió, intentando quitar importancia al incidente con un gesto de la mano.
Yo no lo llamaría nada. ¿No se daba cuenta de que había estado llorando?
—No me voy —repuse, mientras me apartaba un mechón colocándomelo tras la oreja—. ¿Se va alguna de las chicas?
—Sí —suspiró—. Tres, de momento. Y Maxon, pobrecillo, me ha dicho que deje irse a quien lo desee. Ahora mismo ya están haciendo los preparativos. Es gracioso. Es como si supiera que alguna iba a marcharse. Si estuviera en vuestro lugar, me lo pensaría dos veces antes de irme por esta tontería.
Silvia se puso a caminar por mi habitación, fijándose en cómo estaba todo. ¿Tontería? Pero ¿qué le pasaba a esa mujer?
—¿Se han llevado algo? —preguntó, con naturalidad.
—No, señora. Lo han puesto todo patas arriba, pero no parece que falte nada.
—Muy bien —se me acercó y me entregó un minúsculo teléfono móvil—. Esta es la línea más segura de palacio. Tienes que llamar a tu familia y decirles que estás bien. No te entretengas mucho. Aún tengo que ir a ver a otras chicas.
Me maravillé al ver aquel minúsculo objeto. Lo cierto era que nunca había tenido un teléfono móvil. Los había visto antes, en manos de Doses y de Treses, pero nunca había pensado que llegaría a usar uno. Las manos me temblaban de la emoción. ¡Iba a oír sus voces!
Marqué el número con impaciencia. Después de todo lo sucedido, aquello me hizo sonreír. Mamá cogió el teléfono a los dos tonos.
—¿Diga?
—¿Mamá?
—¡America! ¿Eres tú? ¿Estás bien? Estábamos preocupadísimos. Nos llamó un guardia diciéndonos que posiblemente no sabríamos de ti hasta dentro de unos días, y enseguida supimos que esos malditos rebeldes habían entrado en el palacio. ¡Hemos pasado tanto miedo! —se echó a llorar.
—No llores, mamá. Estoy bien —dije, y miré a Silvia, que parecía aburrida.
—Espera.
Se oyó un pequeño revuelo.
—¿America? —en la voz de May se notaba que había llorado. Debía de haber pasado un día terrible.
—¡May! ¡Oh, May, te echo muchísimo de menos! —sentí que las lágrimas estaban a punto de salir.
—¡Pensaba que habrías muerto! America, te quiero. Prométeme que no te morirás —dijo May, entre llantos.
—Te lo prometo —contesté, y no pude evitar sonreír.
—¿Vendrás a casa? ¿No puedes? No quiero que sigas ahí —suplicó ella.
—¿Volver a casa?
Un montón de sensaciones se acumularon en mi interior. Echaba de menos a mi familia, y estaba cansada de esconderme de los rebeldes. Cada vez me sentía más confusa con respecto a mis sentimientos hacia Aspen y Maxon, y no sabía cómo gestionarlos. Lo más fácil sería marcharse. Pero, aun así<
—No, May, no puedo volver a casa. Tengo que quedarme aquí.
—¿Por qué? —protestó May.
—Porque sí —me limité a responder.
—Pero ¿por qué?
—Porque sí, nada más.
May se quedó un momento en silencio, pensando.
—¿Estás enamorada de Maxon? —preguntó, y por un momento oí a la May que conocía, siempre tan loca por los chicos. Ya se le pasaría.
—Humm, no sé, pero<
—¡America! ¡Estás enamorada de Maxon!
—¡Oh, Dios mío! —oí que exclamaba papá.
—¿Qué? —dijo mamá a lo lejos—. ¡Sí, sí, sí!
—May, yo no he dicho<
—¡Lo sabía! —May no paraba de reír. De pronto todo su miedo a perderme se había desvanecido.
—May, tengo que dejarte. Las otras chicas necesitan el teléfono. Solo quería que supierais que estoy bien. Escribiré pronto, lo prometo.
—Vale, vale. ¡Pero cuéntame de Maxon! ¡Y manda más dulces! ¡Te quiero! —gritó.
—Yo también te quiero. Adiós.
Colgué el teléfono antes de que pudiera preguntar nada más. No obstante, en cuanto desapareció su voz, la eché de menos, más incluso que antes.
Silvia no perdió un momento. Me cogió el teléfono de la mano y al cabo de unos instantes ya estaba dirigiéndose a la puerta.
—Buena chica —dijo, y desapareció por el pasillo.
Desde luego no me sentía a gusto. Pero sabía que, una vez que supiera cómo arreglar las cosas con Aspen y Maxon, todo iría mejor.