A las pocas horas, Amy, Fiona y Tallulah ya se habían ido. No estaba segura de si tanta rapidez se debía a la eficiencia de Silvia o a la impaciencia de las chicas. Quedábamos diecinueve. De pronto me dio la impresión de que aquello iba muy rápido. Aun así, nunca me habría imaginado que iba a ir aún más rápido.
El lunes después de los ataques volvimos a nuestras rutinas. El desayuno fue delicioso, y me preguntaba si llegaría un día en que aquellas comidas tan espectaculares ya no me dijeran nada.
—Kriss, ¿no es divino todo esto? —pregunté, mientras mordía un trozo de una fruta en forma de estrella.
Antes de mi llegada a palacio no la había visto nunca. Kriss tenía la boca llena, pero asintió. Aquella mañana sentía una cálida sensación de fraternidad. Ahora que habíamos sobrevivido a un intenso ataque rebelde, era como si aquellos frágiles vínculos se hubieran consolidado y convertido en algo inquebrantable. Emily, al otro lado de Kriss, me estaba pasando la miel. A mi otro lado, Tiny me preguntaba con ojos de admiración dónde había conseguido mi collar del ruiseñor. El ambiente era el de las cenas de mi familia unos años atrás, antes de que Kota se convirtiera en un idiota y de que Kenna nos dejara para casarse. Todo era animado, informal y distendido.
De pronto supe, tal como había dicho Maxon que le había ocurrido a su madre, que mantendría el contacto con aquellas chicas. Querría saber con quién se casaba cada una y les enviaría felicitaciones de Navidad. Y dentro de veinte años o más, si Maxon tenía un hijo, las llamaría para preguntarles por sus candidatas preferidas de la nueva Selección. Y recordaríamos todo lo que habíamos pasado juntas y sonreiríamos al pensar en ello como una aventura, no como una competición.
Curiosamente, el único que parecía preocupado en toda la sala era Maxon. No tocó la comida; paseaba la vista por las filas de chicas, concentrado en algo. De vez en cuando, hacía una pausa y se debatía, pensativo. Luego seguía.
Cuando llegó a mi fila, me pilló mirándolo y esbozó una tímida sonrisa. Salvo por el rápido intercambio de palabras de la noche anterior, no habíamos hablado desde nuestra discusión, y había cosas que aclarar. Esta vez tenía que ser yo quien iniciara la conversación. Con una expresión que dejaba claro que era una petición, no una exigencia, me tiré de la oreja. Él mantuvo la expresión tensa en la
cara, pero también se tiró de la oreja.
Suspiré aliviada y la vista se me fue a las puertas del enorme comedor. Tal como sospechaba, había otro par de ojos mirándome. Había visto a Aspen al entrar, pero no había querido hacerle caso. Aunque supongo que es imposible no prestar atención a alguien a quien quieres tanto.
Maxon se puso en pie. Aquel movimiento repentino hizo que su silla chirriara de un modo que llamó la atención de todas, y nos giramos en su dirección. Daba la impresión de que habría deseado pasar desapercibido, pero, consciente de que aquello era imposible, decidió hablar.
—Señoritas —dijo, con una leve reverencia. Tenía aspecto de estar pasándolo muy mal—. Me temo que, desde el ataque de ayer, me he visto obligado a reconsiderar seriamente la operación de la Selección. Tal como saben, tres de ustedes solicitaron permiso para marcharse ayer, y se lo concedí. No querría que nadie estuviera aquí contra su voluntad. Es más, no me siento cómodo obligando a nadie a quedarse en palacio, enfrentándose a esta amenaza constante, si estoy convencido de que no tenemos ningún futuro juntos.
La confusión reinante en la sala dio paso a la comprensión. Aunque no nos gustara, era evidente.
—No estar{< —murmuró Tiny.
—Sí, eso es lo que está haciendo —respondí.
—Aunque me duele hacer esto, he discutido el asunto con mi familia y con unos cuantos consejeros próximos, y he decidido acelerar el proceso y reducir el número de participantes a la élite de finalistas. No obstante, en lugar de diez, solo quedarán seis de ustedes —anunció Maxon, con un tono absolutamente formal.
—¿Seis? —exclamó Kriss.
—Eso no es justo —dijo Tiny casi sin voz, echándose a llorar.
Paseé la mirada por la sala mientras los murmullos de protesta iban extendiéndose. Celeste cogió aire, como si pudiera luchar por una plaza. Bariel había cerrado los ojos y cruzado los dedos, esperando quizá que esa imagen le hiciera ganar simpatías. Marlee, que había admitido que no estaba interesada en Maxon, estaba increíblemente tensa. ¿Por qué le importaba tanto quedarse?
—No quiero alargar esto de un modo innecesario, así que solo las siguientes señoritas se quedarán: Lady Marlee y Lady Kriss.
Marlee emitió un suspiro de alivio y se llevó una mano al pecho. Kriss se agitó de alegría en su silla y miró a las chicas a su alrededor, esperando que las
demás se alegraran por ella. Y me alegré, hasta que me di cuenta de que dos de las seis plazas ya habían sido ocupadas. Con aquella discusión pendiente entre Maxon y yo, ¿me enviaría a casa? ¿No veía ningún futuro en mí? ¿Deseaba que lo viera? ¿Qué haría si tenía que volver a casa?
Hasta aquel momento, había tenido en mis manos el poder de decidir cuándo me iría. Ahora me daba cuenta, de pronto, de lo importante que era para mí quedarme.
—Lady Natalie y Lady Celeste —prosiguió, mirando a una y luego a la otra.
Apreté los dientes al oír el nombre de Celeste. No podía creer que la prefiriese a ella antes que a mí. ¿Cómo podía escogerla para ser una de las seis finalistas? ¿Significaba eso que yo me iba? Habíamos discutido por ella, precisamente.
—Lady Elise —dijo, y todas las demás cogimos aire, esperando el último nombre. Sin darnos cuenta, Tiny y yo estábamos apretándonos la mano—. Y Lady America —Maxon me miró, y sentí que cada uno de los músculos de mi cuerpo se relajaba.
Tiny empezó a lloriquear inmediatamente, y no era la única. Maxon soltó un suspiro.
—A todas las demás, lo siento muchísimo, pero confío en que me crean cuando les digo que espero que sea por su bien. No quiero alimentar las esperanzas de nadie sin motivo y arriesgar su vida al mismo tiempo. Si alguna de las que se va a marchar desea hablar conmigo, estaré en la biblioteca al final del pasillo, y pueden venir a visitarme en cuanto hayan acabado de desayunar.
Maxon salió del salón lo más rápido que pudo. Le observé hasta que pasó por delante de Aspen, pero entonces fue él quien llamó mi atención. Parecía confuso, y yo sabía por qué. Le había dicho que no quería a Maxon, por lo que debía de suponer que yo tampoco significaba nada para el príncipe. Entonces, ¿por qué iba a estar tan tensa ante la perspectiva de quedarme o marcharme? ¿Y por qué iba a querer Maxon que yo permaneciese en palacio?
Apenas un segundo después, Emmica y Tuesday ya habían salido corriendo tras Maxon, sin duda en busca de una explicación. Algunas de las chicas estaban llorando, evidentemente desilusionadas, y a las que nos quedábamos nos tocó intentar animarlas.
Era una situación incomodísima. Tiny acabó por quitárseme de encima y salió corriendo. Yo no quería que me guardara rencor.
Al cabo de unos minutos, todo el mundo se había ido; ya no teníamos
hambre. No me entretuve mucho, ya que tampoco podía contener las emociones. Cuando pasé junto a Aspen, me susurró:
—Esta noche.
Asentí levemente y seguí adelante.
El resto de la mañana fue raro. Nunca había tenido amigas a las que pudiera echar de menos. Todas las habitaciones ocupadas de la segunda planta estaban abiertas, y las chicas entraban y salían, pasándose notas y recogiendo direcciones. Lloramos y nos reímos juntas y, por la tarde, el palacio se había convertido en un lugar mucho más serio que en el momento de nuestra llegada.
En mi extremo del pasillo no quedaba nadie, así que no hubo más ruidos de doncellas yendo arriba y abajo, ni de puertas cerrándose. Me senté a mi mesa, leyendo un libro mientras mis doncellas limpiaban el polvo. Me pregunté si el palacio siempre estaba así de solitario. Aquel vacío hizo que echara de menos a mi familia.
De pronto alguien llamó a la puerta. Anne se apresuró a abrir, mirándome para asegurarse de que estaba preparada para las visitas. Asentí.
Cuando Maxon entró en la habitación, me puse en pie de un salto.
—Señoritas —dijo, mirando a mis doncellas—. Nos volvemos a encontrar.
Ellas hicieron una reverencia y soltaron unas risitas nerviosas. Él les respondió con un gesto y se giró hacia mí. Hasta aquel momento no fui consciente de las ganas que tenía de verle. En un momento me puse en pie junto a la mesa.
—Perdónenme, pero necesito hablar con Lady America. ¿Nos permiten un momento?
Las chicas se deshicieron en nuevas reverencias y risitas, y Anne, con un tono casi reverencial, le preguntó si podía traerle algo. Maxon dijo que no, y nos dejaron solos. Él llevaba las manos en los bolsillos. Nos quedamos en silencio un momento.
—Me temía que me pudieras echar —admití, por fin.
—¿Por qué? —preguntó él, extrañado.
—Porque discutimos. Porque todo lo que pasa entre nosotros es raro. Porque<
«Porque, aunque tú sales con otras cinco mujeres, creo que te estoy engañando», pensé.
Maxon fue acercándose lentamente, como si estuviera eligiendo las palabras
a medida que se aproximaba. Cuando por fin llegó a mi altura, me cogió las manos en las suyas y me lo explicó todo.
—En primer lugar, deja que me disculpe. No debía haberte gritado —parecía sincero—. Es que algunos de los comités, y mi padre, me están presionando con esto, y quiero ser yo el que tome la decisión. Me molestaba que de nuevo no se tomara en serio mi opinión.
—¿Cómo?
—Bueno, ya has visto cuáles son mis opciones. Marlee es la favorita de la opinión pública, y eso no puedo pasarlo por alto. Celeste es una joven muy poderosa, y procede de una excelente familia con la que conviene estar a buenas. Natalie y Kriss son encantadoras, ambas muy agradables, y cuentan con el favor de algunos de mis familiares. La familia de Elise resulta que tiene buenas relaciones en Nueva Asia. Y dado que estamos intentando poner fin a esta maldita guerra, es algo que vale la pena tener en cuenta. No he parado de dar vueltas a todos los aspectos de esta decisión.
No había ninguna explicación que justificara mi elección, y casi no me atrevía a pedirla. Sabía que éramos amigos, y que yo no tenía ninguna influencia política. Pero necesitaba oír aquellas palabras para poder decidir por mí misma. No podía mirarle a los ojos.
—¿Y yo? ¿Por qué sigo aquí? —pregunté, con la voz apenas convertida en un murmullo.
Estaba segura de que me dolería. En el fondo de mi corazón estaba convencida de que solo seguía aquí porque era tan bueno que se veía incapaz de romper su promesa.
—America, creo que lo he dejado claro —dijo Maxon con calma. Suspiró y me levantó la barbilla con la mano. Cuando por fin tuve sus ojos delante, confesó—. Si esto fuera más sencillo, ya habría eliminado a todas las demás. Sé lo que siento por ti. A lo mejor soy demasiado impulsivo al pensar que pueda estar tan seguro, pero tengo la convicción de que contigo sería feliz.
Me ruboricé. Sentía que las lágrimas acudían a mis ojos, pero parpadeé para combatirlas. La expresión de su rostro era tan adorable que no quería perdérmela.
—Hay momentos en que siento que hemos derribado el último muro que se había erigido entre tú y yo, y otros en los que pienso que solo quieres quedarte por conveniencia. Si pudiera estar seguro de que tu única motivación es estar conmigo<
Hizo una pausa y sacudió la cabeza, como si el final de la frase fuera algo
que no podía permitirse siquiera desear.
—¿Me equivoco al pensar que sigues sin tenerlo claro?
No quería hacerle daño, pero tenía que ser honesta.
—No.
—Entonces tengo que asegurar la apuesta. Puede que un día decidas marcharte, y yo te lo permitiré. Pero tengo que encontrar esposa. Estoy intentando tomar la mejor decisión posible dentro de las limitaciones que se me han impuesto, pero, por favor, no dudes ni por un momento de que me importas. Mucho.
No pude contener más las lágrimas. Pensé en Aspen y en lo que había hecho, y me sentí avergonzada.
—¿Maxon? —dije, entre sollozos—. ¿Podr{s<, podr{s perdonarme<? —no conseguí terminar mi confesión. Se acercó aún más y se puso a limpiarme las lágrimas del rostro con sus fuertes dedos.
—¿Perdonarte el qué? ¿Nuestra estúpida discusión? Ya está olvidada. ¿Que tus sentimientos no afloren al ritmo de los míos? Estoy dispuesto a esperar —aseguró, encogiéndose de hombros—. No creo que haya nada que puedas hacerme que no pueda perdonarte. ¿Tengo que recordarte el rodillazo que me diste en la entrepierna?
No pude evitar reírme. Maxon soltó una risa breve y luego se puso serio de pronto.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Esta vez han ido muy rápido —dijo, con un tono casi de admiración ante el talento de los rebeldes.
De pronto me planteé lo cerca que había estado del desastre al intentar salvar a mis doncellas.
—La situación me preocupa cada vez más, America. Sean del norte o del sur, parecen tremendamente decididos. Da la impresión de que no pararán hasta que consigan lo que quieren, y no tenemos la más mínima idea de lo que es —Maxon parecía confuso y triste—. Me temo que sea solo cuestión de tiempo hasta que destruyan algo importante para mí.
Me miró a los ojos.
—Aún puedes decidir, ¿sabes? Si te da miedo quedarte, deberías decírmelo —hizo una pausa—. Y si crees que no podrás quererme nunca, me haría bien que me lo dijeras ahora. Te dejaré marchar, y podemos separarnos como amigos.
Lo rodeé con mis brazos y apoyé la cabeza contra su pecho. Maxon parecía reconfortado y sorprendido por el gesto. Solo tardó un segundo en abrazarme.
—Maxon, no estoy completamente segura de lo que somos, pero desde luego somos más que amigos.
Suspiró. Con la cabeza apretada contra su pecho, oía amortiguado el latido de su corazón. Parecía que se le aceleraba. Su mano, con un movimiento suave, como siempre, me envolvió la mejilla. Cuando le miré a los ojos, noté aquel sentimiento innombrable que crecía entre nosotros.
Con los ojos, Maxon me pedía algo que ambos habíamos acordado posponer. En mi interior agradecí que no quisiera esperar más. Asentí levemente, y él cubrió la pequeña distancia que nos separaba y me besó con una ternura inimaginable.
Sentí una sonrisa bajo sus labios, una sonrisa que se prolongó un buen rato.
Capítulo 25
Noté que alguien me tiraba del brazo. Estaba oscuro: o era muy tarde, o muy temprano. Por un instante pensé que habríamos sufrido otro ataque. Entonces supe que no era así: lo dejaba claro la palabra usada para despertarme.
—¿Mer?
Tenía a Aspen a mis espaldas, y me llevó un momento recomponerme antes de darme la vuelta. Sabía que tenía que hablar con él y aclarar ciertas cosas. Esperaba que el corazón me permitiera decirlas.
Me giré y, al ver sus brillantes ojos verdes, supe que no sería fácil. Entonces observé que había dejado la puerta de la habitación abierta.
—Aspen, ¿estás loco? —susurré—. ¡Cierra la puerta!
—No, ya lo he pensado. Con la puerta abierta, puedo decirle a cualquiera que venga que he oído un ruido y que he entrado a comprobar que estés bien, que es mi trabajo. Nadie sospecharía nada.
Era sencillo pero brillante. Supongo que a veces el mejor modo de guardar un secreto es dejarlo a la vista.
Asentí.
—De acuerdo.
Encendí la lámpara de mi mesita de noche para dejar claro a los ojos de cualquiera que pasara que no estábamos escondiendo nada. En el reloj vi que eran más de las tres de la mañana.
Evidentemente Aspen estaba satisfecho de sí mismo. Lucía una gran sonrisa, la misma con la que solía recibirme en la casa del árbol.
—Lo has guardado —dijo.
—¿Eh?
Señaló hacia la mesita de noche, donde seguía el frasco con el céntimo dentro.
—Sí —admití—. No podía deshacerme de él.
Se le veía cada vez más esperanzado. Se giró para mirar hacia la puerta, como para comprobar que no hubiera nadie. Entonces se agachó para besarme.
—No —dije, en voz baja, apartándome—. No puedes hacer eso.
La expresión de sus ojos estaba perdida entre la confusión y la tristeza, y me temí que todo lo que estaba a punto de decir no hiciera más que empeorar las cosas.
—¿He hecho algo mal?
—No —repuse, con firmeza—. Has sido maravilloso. Me ha hecho muy feliz verte otra vez y saber que aún me quieres. Lo ha cambiado todo.
—Bien —respondió, sonriendo—. Porque es cierto que te quiero, y pretendo asegurarme de que nunca más tengas motivos para dudarlo.
Me encogí, como avergonzada.
—Aspen, sea lo que sea lo que éramos, o lo que seamos ahora, aquí no podemos serlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, cambiando de posición.
—Ahora formo parte de la Selección. Tengo que estar pendiente de Maxon, y no puedo salir contigo, o lo que sea que estemos haciendo —dije, mientras retorcía con los dedos un extremo del edredón.
Se quedó pensando un momento.
—Así pues, ¿me estabas mintiendo< cuando decías que no habías dejado de quererme en ningún momento?
—No —le aseguré—. Te he llevado en el corazón todo este tiempo. Tú eres el motivo por el que las cosas han ido tan lentas. A Maxon le gusto, pero no puedo permitirme sentir nada por él mientras existas tú.
—Bueno, estupendo —repuso, sarcástico—. Me encanta saber que no te importaría salir con él si yo no estuviera aquí.
Bajo aquella muestra de rabia, veía claramente que aquello suponía un duro golpe para él, pero no era culpa mía que las cosas hubieran ido así.
—¿Aspen? —dije, en voz baja, para que me mirara—. Cuando te fuiste de la casa del árbol, me dejaste destrozada.
—Mer, ya te he dicho que yo<
—Déjame acabar —resopló, pero se calló—. Te llevaste mis sueños, y el único motivo por el que estoy aquí es porque tú insististe en que me apuntara.
Él sacudió la cabeza, con la rabia de saber que era cierto.
—He intentado recuperar el ánimo, y Maxon se preocupa de verdad por mí.
Tú significas mucho para mí, lo sabes. Pero ahora formo parte de esto, y sería tonto por mi parte negarme a ver adónde me lleva.
—Así pues, ¿le estás escogiendo a él en lugar de a mí? —preguntó, en un tono lastimoso.
—No, no se trata de escoger a ninguno de los dos, ni a él ni a ti. Estoy escogiéndome a mí.
Aquella era la única verdad. Aún no sabía lo que quería, y no podía dejarme llevar por lo que fuera más fácil o por lo que otros pensaran que era más conveniente. Tenía que darme tiempo para decidir lo que era mejor para mí.
Aspen reflexionó un momento, aunque desde luego no estaba contento con lo que había oído.
Por fin sonrió.
—Sabes que no me rendiré, ¿verdad? —su tono era de desafío, y no pude evitar sonreír. Lo cierto es que Aspen no era de los que admitían fácilmente la derrota.
—La verdad es que este no es un buen lugar para intentar luchar por mí. Tu determinación aquí puede resultar peligrosa.
—No le tengo miedo a ese «traje» —dijo, en tono de mofa.
Alcé la mirada, casi divertida ante el rumbo que tomaba aquello. Siempre me había preocupado que alguien me quitara a Aspen. Me sentía culpable por que me gustara verle preocupado en relación con que alguien pudiera quitarle a su chica, a mí, para variar.
—Muy bien. Dijiste que no le querías<, pero debe de gustarte un poco para que estés dispuesta a quedarte, ¿no?
Bajé la cabeza.
—La verdad es que sí —asentí—. Es mejor de lo que me esperaba.
Él se quedó pensando un momento, asimilando la noticia.
—Supongo que eso significa que tendré que luchar más duro de lo que pensaba —dijo, dirigiéndose a la puerta.
Antes de cerrar la puerta, me guiñó un ojo.
—Buenas noches, Lady America.
—Buenas noches, soldado Leger.
La puerta se cerró, y la sensación de paz fue sobrecogedora. Desde el inicio
de la Selección, me había preocupado que todo aquello se convirtiera en algo que me arruinara la vida. Sin embargo, en aquel momento no creí que pudiera haber nada mejor.
Por la mañana, mis doncellas entraron en la habitación, demasiado temprano para mi gusto, y me despertaron. Anne corrió las cortinas y, en el momento en que la luz cayó sobre mí, tuve la sensación de que aquel era realmente mi primer día en palacio.
La Selección ya no era algo que me estuviera ocurriendo sin más, sino que era algo de lo que yo participaba activamente. Era parte de la élite. Aparté las sábanas y me incorporé de un salto al nuevo día.
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