martes, 14 de julio de 2015
La elite Kiera Cass Capitulo 8
La fiesta de Halloween fue tan maravillosa como había prometido Maxon. Cuando entré en el Gran
Salón con May al lado, me quedé impresionada ante la belleza de lo que tenía delante. Todo era dorado.
Los elementos decorativos de las paredes, los brillantes cristales de las lámparas de araña, las copas, los
platos y hasta la comida. Era imponente.
Por el equipo de música sonaban melodías populares, pero en un rincón había una pequeña banda
esperando el momento de tocar las canciones con las que bailaríamos las danzas tradicionales que
habíamos aprendido. Por toda la sala había cámaras (fotográficas y de vídeo). Sin duda aquello centraría
la programación de todos los canales de Illéa al día siguiente. Aquella fiesta no tenía parangón. Por un
momento me pregunté cómo sería en Navidad, si es que yo aún seguía en palacio para entonces.
Todo el mundo llevaba unos disfraces espléndidos. Marlee iba vestida de ángel y bailaba con el
soldado Woodwork. Incluso lucía unas alas que flotaban a su espalda; parecían hechas de papel
iridiscente. Celeste llevaba un vestido corto hecho de plumas, con un gran penacho en la cabeza que
dejaba claro que era un pavo real.
Kriss estaba junto a Natalie, y parecía que se habían puesto de acuerdo. El cuerpo del vestido de
Natalie estaba cubierto de flores, y la falda era vaporosa, de tul azul. El vestido de Kriss era dorado,
como la sala, y estaba cubierto de hojas, formando una cascada. Supuse que representaban la primavera y
el otoño. La idea era original.
Elise había recurrido a la tradición asiática de su tierra. Su vestido de seda era una versión
aumentada de los modelos que solía llevar, más sobrios. Las mangas, drapeadas, creaban un efecto muy
llamativo, y me impresionó lo bien que caminaba con el elaborado tocado que llevaba. Elise no solía
destacar, pero esa noche tenía un aspecto magnífico, casi regio.
Por toda la sala había familiares y amigos, también disfrazados, al igual que los guardias. Vi un
jugador de béisbol, un vaquero, uno con traje y una placa que decía GAVRIL FADAYE , y uno que hasta se
había atrevido a vestirse de mujer. Unas cuantas chicas lo rodearon, sin poder contener la risa. Pero
muchos de los guardias llevaban simplemente su uniforme de gala, que consistía en unos pantalones
blancos impecables y una chaqueta azul. Llevaban guantes pero no gorro, detalle que permitía
distinguirlos de los guardias que estaban de servicio, y que permanecían distribuidos por todo el
perímetro de la sala.
—Bueno, ¿qué te parece? —le dije a May, pero cuando me giré vi que ya se había ido a explorar
entre la multitud.
Me reí para mis adentros mientras escrutaba la sala, intentando descubrir su vaporoso vestido.
Cuando me dijo que quería ir a la fiesta disfrazada de novia («como las que vemos en la tele»), yo había
pensado que sería una broma. Pero estaba absolutamente adorable con su velo y todo.
—Hola, Lady America —me susurró alguien al oído.
Di un respingo y me giré, y vi a Aspen vestido de uniforme, a mi lado.
—¡Me has asustado! —exclamé, llevándome la mano al corazón, como si así pudiera hacer que fuera
más lento.
Aspen chasqueó la lengua.
—Me gusta tu disfraz —dijo, sonriente.
—Gracias. A mí también —Anne me había convertido en una mariposa. Mi vestido iba ceñido por
delante, y por atrás se abría en un tejido vaporoso negro que flotaba a mi alrededor. Un antifaz en forma
de alas me tapaba los ojos, lo que me otorgaba un aire misterioso.
—¿Por qué no te has disfrazado? —le pregunté—. ¿No podías haber pensado en algo?
—Prefiero el uniforme —dijo él, encogiéndose de hombros.
—Oh.
Me parecía un desperdicio no aprovechar aquella ocasión tan buena para hacer una extravagancia.
Aspen tenía aún menos ocasiones que yo para eso. ¿Por qué no sacarles partido?
—Solo quería saludarte y ver cómo estabas.
—Estoy bien —me apresuré a responder. Me sentía muy incómoda.
—Ah —contestó él, aunque no parecía satisfecho—. Pues entonces estupendo.
Quizá tras el pequeño discurso que me había soltado el otro día esperaba otro tipo de respuesta, pero
aún no estaba preparada para decir nada. Me saludó con una reverencia y se fue junto a otro guardia, que
lo abrazó como a un hermano. Me pregunté si entre los guardias se crearían los vínculos de familiaridad
que yo había trabado con las chicas de la Selección.
Un momento más tarde, Marlee y Elise vinieron a mi encuentro y me arrastraron hasta la pista de
baile. Mientras bailaba, intentando no golpear a nadie, vi que Aspen estaba al borde de la pista, hablando
con mamá y con May. Mamá le pasaba la mano sobre la manga, como si quisiera alisársela, y May estaba
radiante. Me imaginaba que le estarían diciendo lo guapo que estaba con el uniforme, lo orgullosa que
estaría su madre si hubiera podido verle. Él sonrió; era evidente que también estaba encantado. Aspen y
yo éramos una rareza: una Cinco y un Seis que habían abandonado sus monótonas vidas por la vida de
palacio. La Selección me había cambiado tanto la vida que a veces se me olvidaba la suerte que tenía.
Bailé en un corro con algunas de las otras chicas y con los guardias hasta que la música se apagó.
Entonces el DJ dijo:
—¡Señoritas de la Selección, caballeros de la guardia, amigos y familiares de la familia real, den la
bienvenida al rey Clarkson, a la reina Amberly y al príncipe Maxon Schreave!
La banda se puso a tocar enérgicamente, y todos recibimos a los reyes y al príncipe con una
reverencia. El rey iba vestido de rey, solo que de otro país. Yo no entendía muy bien el significado del
disfraz. La reina lucía un vestido de un azul tan profundo que casi parecía negro, cubierto con pedrería
que brillaba intensamente. Parecía un cielo nocturno. Y Maxon llevaba un disfraz de pirata casi cómico:
jirones en los pantalones, una camisa amplia y un pañuelo atado sobre la cabeza. Para crear un mayor
efecto, no se había afeitado desde hacía uno o dos días, y una sombra de vello rubio le cubría la parte
inferior del rostro, como una sonrisa.
El DJ nos pidió que hiciéramos sitio en la pista, y el rey y la reina inauguraron el baile. Maxon se
quedó a un lado, junto a Kriss y Natalie, susurrándoles algo a una y luego a la otra, y haciéndolas reír.
Por fin vi que recorría la sala con la mirada. Yo no podía saber si me buscaba con la vista o no, pero
tampoco quería que me pillara mirándolo. Me coloqué bien la falda del vestido y dirigí la vista a mis
padres. Parecían encantados.
Pensé en la Selección: parecía una locura, pero desde luego su éxito era indiscutible; el rey Clarkson
y la reina Amberly estaban hechos el uno para el otro. Él parecía enérgico, y ella lo compensaba con
aquella personalidad suya, tan calmada. Era de esa clase de personas que escuchan, y daba la impresión
de que él siempre tenía algo que decir. Aunque todo aquel montaje pudiera parecer arcaico y falso,
funcionaba.
¿Se habrían distanciado alguna vez durante la Selección del mismo modo que yo sentía que Maxon se
estaba separando de mí? ¿Por qué no había hecho ni un intento de verme entre tantas citas con el resto de
las chicas? Quizá por eso había estado hablando con papá, para explicarle por qué había tenido que
olvidarse de mí. Maxon era una persona educada, así que eso sería algo muy propio de él.
Escruté con la mirada a los presentes, buscando a Aspen. Mientras tanto, vi que papá había llegado,
por fin, y que mamá y él estaban cogidos del brazo, en el otro extremo de la sala. May estaba junto a
Marlee, justo delante de ella. Marlee le pasaba los brazos por encima del pecho desde atrás, en un gesto
fraternal, y los vestidos blancos de ambas brillaban a la luz de las lámparas. No me sorprendió en
absoluto que las dos hubieran congeniado tan bien en un solo día. Suspiré. ¿Dónde estaba Aspen?
Como último recurso, miré hacia atrás. Ahí estaba, justo detrás de mi hombro, a la espera de mi
reacción, como siempre. Cuando nuestras miradas se cruzaron, me lanzó un guiño rápido, y aquello me
puso de pronto de mejor humor.
Cuando el rey y la reina acabaron su baile, todos ocupamos la pista. Los guardias se entremezclaron
con las chicas y enseguida se formaron parejas de baile. Maxon aún seguía a un lado de la pista, con
Kriss y Natalie. Yo aún albergaba la esperanza de que viniera a pedirme un baile. Desde luego, yo no
quería pedírselo.
Haciendo un esfuerzo por mantener la compostura, me alisé el vestido y me acerqué a él. Decidí que
al menos le daría la ocasión de pedírmelo. Crucé la pista para integrarme en su conversación. Cuando
por fin estuve lo suficientemente cerca como para hacerlo, Maxon se giró hacia Natalie.
—¿Querrías bailar conmigo? —le preguntó.
Ella soltó una risita y se echó la rubia melena hacia un lado como si aquello fuera lo más obvio del
mundo, y yo pasé a su lado sin detenerme, con la mirada fija en una mesa cubierta de bombones, como si
aquel hubiera sido mi destino en todo momento. Me quedé de espaldas a la sala mientras probaba el
delicioso chocolate, esperando que nadie se fijara en el rojo intenso que cubría mis mejillas.
Media docena de canciones más tarde, el soldado Woodwork apareció a mi lado. Al igual que
Aspen, había optado por vestirse de uniforme.
—Lady America —me dijo, con una reverencia—, ¿me concedería esta baile?
Tenía una voz cálida y enérgica, y su entusiasmo me pilló desprevenida. Cogí su mano casi sin
pensarlo.
—Por supuesto, soldado —respondí—. Aunque debo advertirle que no se me da muy bien.
—No pasa nada. Iremos con calma —respondió, con una sonrisa tan sincera que de pronto dejé de
preocuparme por mi falta de destreza y le seguí a la pista encantada.
La pieza que nos tocó era animada, en consonancia con su estado de ánimo. Él no dejó de hablar, y
me costó seguirle el paso. Y eso que íbamos a tomárnoslo con calma.
—Parece que ya se ha recuperado del susto después de que la atropellara de ese modo —bromeó.
—Lástima que el atropello no me dejara ninguna lesión —le contesté—. Con una pierna entablillada
al menos no tendría que bailar.
Él se rió.
—Me alegro de que sea tan divertida como dicen. He oído que también es una de las favoritas del
príncipe —dijo, como si aquello fuera de dominio público.
—Eso no lo sé —me defendí. En parte me fastidiaba que la gente dijera esas cosas. Aunque, por otro
lado, estaba deseando que fuera cierto.
Por encima del hombro del soldado Woodwork vi que Aspen bailaba con Celeste; se me hizo un nudo
en el estómago.
—Parece que tiene buena relación con casi todo el mundo. Me han dicho incluso que durante el
último ataque se llevó a sus doncellas al refugio de la familia real. ¿Es eso cierto? —parecía atónito. En
aquel momento a mí me había parecido absolutamente lógico proteger a las chicas a las que tanto quería,
pero los demás lo vieron como una excentricidad, incluso como un gesto irresponsable.
—No podía abandonarlas —me justifiqué.
Él meneó la cabeza, admirado.
—Desde luego es usted una verdadera dama, señorita.
—Gracias —dije, ruborizándome.
Al acabar la canción estaba sin aliento, así que me senté a una de las muchas mesas que había
repartidas por la sala. Bebí un poco de ponche de naranja y me di aire con una servilleta, mirando cómo
bailaban los demás. Encontré a Maxon con Elise. Iban trazando círculos y parecían muy contentos. Ya
había bailado con Elise dos veces, y a mí aún no me había venido a buscar.
Tardé un rato en encontrar a Aspen en la pista, entre tantos hombres de uniforme, pero por fin lo
localicé en una esquina, hablando con Celeste, y vi cómo ella se despedía con un guiño y una sonrisa
pícara.
¿Quién se pensaba que era? Me puse en pie, dispuesta a pararle los pies, pero entonces me di cuenta
de lo que eso significaría para Aspen y para mí, así que volví a sentarme y seguí dando sorbitos al
ponche. No obstante, cuando acabó aquella canción, me puse en marcha y me situé lo bastante cerca de
Aspen como para que pudiera sacarme a bailar.
Y lo hizo, lo cual estuvo bien, porque la verdad es que no habría podido esperar mucho más.
—¿Y eso a qué venía? —le pregunté, sin levantar la voz pero con un tono que dejaba claro mi enfado.
—¿A qué venía el qué?
—¡Celeste te ha sobado de arriba abajo!
—Alguien está celosa… —dijo, canturreándome al oído.
—¡Venga ya! Se supone que eso no puede hacerlo: ¡va contra las normas!
Miré alrededor para asegurarme de que nadie detectara la confianza con la que estábamos hablando,
en especial mis padres. Vi a mamá sentada, charlando con la madre de Natalie. Papá había desaparecido.
—Tiene gracia que lo digas tú —me respondió, alzando la mirada al techo—. Si no estamos juntos,
no puedes decirme con quién puedo hablar y con quién no.
Hice una mueca.
—Tú sabes que eso no es así.
—¿Y cómo es? —susurró él—. No sé si se supone que tengo que esperar a que te decidas o si debo
dejarte —sacudió la cabeza—. Yo no quiero rendirme, pero si no hay motivo para la esperanza, dímelo.
Era evidente el esfuerzo que hacía para mantener la calma, y la tristeza que reflejaba su voz. A mí
también me dolía. Hablar de poner fin a lo nuestro me provocaba un dolor lacerante en el pecho.
Suspiré y confesé:
—Me está evitando. Sí, me saluda, pero últimamente se dedica mucho a quedar con las otras chicas.
A lo mejor ni le gustaba; debo de habérmelo imaginado.
Él paró de bailar un momento, asombrado ante lo que estaba oyendo. Enseguida volvió a coger el
paso y me escrutó el rostro un momento.
—No me había dado cuenta de lo que estaba pasando —dijo en voz baja—. Quiero decir… que tú
sabes que quiero estar contigo, pero no quiero que lo pases mal.
—Gracias —respondí, y me encogí de hombros—. Más que nada, me siento tonta.
Aspen tiró un poco de mí, manteniendo, de todos modos, una distancia respetuosa, aunque fuera
contra su voluntad.
—Créeme, Mer, cualquier hombre que deje pasar la ocasión de estar contigo es un estúpido.
—Tú querías dejarme —le recordé.
—Por eso lo sé —respondió, con una sonrisa. Era todo un alivio que pudiéramos bromear sobre
aquello.
Miré por encima del hombro de Aspen y vi a Maxon bailando con Kriss. Otra vez. ¿Es que no iba a
sacarme a bailar ni una sola vez?
—¿Sabes qué me recuerda este baile? —dijo Aspen de pronto.
—No. Dime.
—El decimosexto cumpleaños de Fern Tally.
Lo miré como si estuviera loco. Recordaba muy bien aquel aniversario de Fern. Era una Seis, y a
veces nos ayudaba cuando la madre de Aspen estaba demasiado ocupada para hacernos un hueco. Aquel
cumpleaños fue unos siete meses después de que Aspen y yo hubiéramos empezado a salir.
Los dos estábamos invitados, y en realidad no fue una fiesta. Pastel y agua, con la radio encendida
porque no tenía discos, y unas luces tenues en el sótano donde vivía precariamente. Pero lo importante es
que se trataba de la primera fiesta a la que asistía que no fuera una celebración «familiar». Éramos un
grupo de chicos del barrio, metidos en una habitación, y era emocionante. No obstante, no se podía
comparar con el esplendor del ambiente en el que nos encontrábamos en aquel momento.
—¿En qué iba a parecerse esta fiesta a aquella? —pregunté, incrédula.
Aspen tragó saliva y contestó:
—Bailamos. ¿Te acuerdas? Yo estaba orgullosísimo de tenerte allí, entre mis brazos, delante de otras
personas. Aunque parecía como si te hubiera dado una parálisis —dijo, y me guiñó el ojo.
Aquellas palabras me llegaron al alma. Me acordaba de aquello. La emoción de aquel momento me
había durado semanas.
En un instante, mil secretos invadieron mi mente; mil secretos que Aspen y yo habíamos creado y
protegido todo aquel tiempo: los nombres que habíamos escogido para nuestros hijos imaginarios,
nuestra casa en el árbol, aquel punto donde solía hacerle cosquillas, en la nuca, las notas que nos
escribíamos y escondíamos, mis infructuosos intentos por hacer jabón casero, las partidas de tres en raya
que jugábamos con los dedos sobre su vientre…, partidas en las que al final no nos acordábamos de
nuestros movimientos invisibles…, partidas en las que siempre me dejaba ganar.
—Dime que me esperarás. Si me esperas, Mer, lo demás se puede arreglar —dijo, susurrándome al
oído.
La música cambió, y sonó una canción tradicional. Un soldado que estaba allí cerca me pidió que
bailara con él. Y me dejé llevar, y Aspen y yo nos quedamos sin respuestas.
La noche fue pasando, y no podía evitar lanzar miradas a Aspen de vez en cuando. Aunque intentaba
que no pareciera algo intencionado, estaba segura de que si alguien se hubiera fijado lo habría
descubierto, en particular mi padre, si es que seguía en la sala. Pero me daba la impresión de que le
interesaba más visitar el palacio que bailar.
Intenté distraerme con la fiesta; es probable que hubiera bailado ya con todo el mundo salvo con
Maxon. Estaba sentada, dando un respiro a mis agotados pies, cuando oí su voz a mi lado.
—¿Milady? —dijo. Yo me giré—. ¿Me concede este baile?
Aquella sensación, aquella sensación indescriptible, me atravesó. Pese a sentirme abandonada, pese
a lo mal que lo había pasado, cuando me lo ofreció tuve que decir que sí.
—Claro.
Me cogió de la mano y me sacó a la pista. La banda empezaba a tocar una lenta. De pronto me sentí
eufórica. Él no parecía disgustado ni incómodo. Al contrario, Maxon me abrazó situándose tan cerca de
mí que hasta podía oler su colonia y sentir el roce de su barba corta contra la mejilla.
—Ya me estaba preguntando si íbamos a bailar o no —le solté, adoptando un tono desenfadado.
—Estaba esperando esta canción —dijo Maxon, acercándose aún más a mí—. He estado
dedicándome a las otras chicas para cumplir, así que ya he acabado con mis obligaciones y puedo
disfrutar del resto de la velada contigo.
Me ruboricé, como cada vez que me decía algo así. A veces sus palabras eran como versos de una
poesía. Después de lo que había pasado la semana anterior, no pensé que volviera a hablarme así. El
pulso se me aceleró.
—Estás preciosa, America. Demasiado guapa para ir del brazo de un pirata desaliñado.
Solté una risita tonta.
—¿Y de qué ibas a vestirte tú para que hiciera juego con mi disfraz? ¿De árbol?
—Por lo menos, de alguna clase de arbusto.
Volví a reírme.
—¡Pagaría por verte disfrazado de arbusto!
—El año que viene —prometió.
—¿El año que viene? —dije, mirándole a los ojos.
—¿Te gustaría? ¿Que celebráramos otra fiesta de Halloween el año que viene?
—¿Y yo estaré aquí el año que viene?
Maxon dejó de bailar.
—¿Por qué no ibas a estar?
Me encogí de hombros.
—Llevas evitándome toda la semana, quedando con las otras chicas. Y… te he visto hablar con mi
padre. Pensé que le estarías exponiendo las razones por las que tendrías que expulsar a su hija —tragué
saliva. No estaba dispuesta a llorar en medio de la pista.
—America.
—Ya lo pillo. Alguna tiene que irse, yo soy una Cinco, y Marlee es la favorita del público…
—America, para —dijo él, con suavidad—. He sido un idiota. No tenía ni idea de que te lo tomarías
así. Pensé que te sentías segura en tu posición.
¿Me estaba perdiendo algo? Maxon suspiró.
—La verdad es que estaba intentando darles una oportunidad a las otras chicas, para ser justo. Desde
el principio solo he tenido ojos para ti, te quería a ti —afirmó. Yo me ruboricé—. Cuando me dijiste lo
que sentías, me invadió tal alivio que no acababa de creérmelo. Aún me cuesta aceptar que fue real. Te
sorprenderías de las pocas veces que consigo lo que quiero de verdad —sus ojos ocultaban algo, una
tristeza que no estaba dispuesto a compartir. Pero se la quitó de encima y siguió explicándose,
moviéndose de nuevo al ritmo de la música—. Tenía miedo de haberme equivocado, de que pudieras
cambiar de opinión en cualquier momento. He estado buscando alguna alternativa aceptable, pero lo
cierto es que… —Maxon me miró a los ojos, sin titubear—. Lo cierto es que eres la única que me
interesa. A lo mejor es que no estoy prestando la atención necesaria, o quizás es que no son las chicas
indicadas para mí. Eso no importa. Solo sé que te quiero a ti. Y eso me aterra. He estado esperando que
tú te echaras atrás, que solicitaras dejar el concurso.
Tardé un rato en recuperar el aliento. De pronto, veía todo lo ocurrido los últimos días de otro color.
Comprendía la sensación que tenía Maxon: la de que todo aquello era demasiado bueno como para ser
verdad, como para poder confiar en ello. Era la misma que tenía yo a diario con él.
—Maxon, eso no va a suceder —le susurré, con los labios pegados a su cuello—. En todo caso,
puede ser que tú te des cuenta de que no soy lo suficientemente buena para ti.
Él tenía los labios pegados a mi oreja.
—Cariño, eres perfecta.
Con el brazo que tenía detrás de su espalda le empujé hacia mí, y él hizo lo mismo, hasta que
estuvimos más cerca el uno del otro de lo que habíamos estado nunca. En el fondo me daba cuenta de que
estábamos en una sala llena de gente, que en algún rincón estaría mi madre, probablemente a punto de
desmayarse ante aquella imagen, pero no me importaba. En aquel momento, me sentía como si fuéramos
las dos únicas personas en el mundo.
Eché la cabeza atrás para mirar a Maxon, y me di cuenta de que tendría que limpiarme los ojos, ya
que los tenía cubiertos de lágrimas. Pero eran unas lágrimas que me gustaban.
Maxon me lo explicó todo:
—Quiero que nos tomemos nuestro tiempo. Cuando anuncie la expulsión, mañana, el público y mi
padre se quedarán más tranquilos, pero no quiero presionarte en absoluto. Quiero que veas la suite de la
princesa. De hecho, está al lado de la mía —dijo, bajando la voz. Por algún extraño motivo, la idea de
tenerlo tan cerca me hizo sentir cierta debilidad—. Creo que deberías empezar por decidir qué es lo que
quieres meter en ella. Quiero que te sientas perfectamente cómoda. También tendrás que escoger algunas
doncellas más, y si querrás que tu familia se instale en el palacio, o en algún sitio próximo.
De pronto, de lo más profundo de mi corazón me llegó un susurro: «¿YAspen, qué?». Pero estaba tan
absorta por lo que decía Maxon que apenas lo oí.
—Muy pronto, cuando convenga poner fin a la Selección, cuando te proponga matrimonio, quiero que
no te suponga ningún problema decir «sí». Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano desde hoy y
hasta ese momento para que así sea. Todo lo que necesites, todo lo que quieras… Tú solo tienes que
decirlo, y yo haré todo lo que pueda por ti.
Estaba sobrecogida. Me entendía perfectamente, lo nerviosa que me ponía aquel compromiso, lo
mucho que me asustaba convertirme en princesa. Iba a concederme todo el tiempo que pudiera y, mientras
tanto, me iba a agasajar en todo lo posible. Otra vez no podía creer que aquello me estuviera sucediendo
justo a mí.
—Eso no es justo, Maxon —murmuré—. ¿Y yo? ¿Qué se supone que voy a darte a cambio?
Él sonrió.
—Lo único que quiero es que me prometas que te quedarás conmigo, que serás mía. A veces me da la
impresión de que no puedes ser de verdad. Prométeme que no me dejarás.
—Claro. Te lo prometo.
Apoyé la cabeza en su hombro y seguimos bailando, lentamente, canción tras canción. En un momento
dado, mis ojos se cruzaron con los de May, y daba la impresión de que se fuera a morir de felicidad al
vernos juntos. Mamá y papá no dejaron de mirarnos. Él meneó la cabeza, como diciendo: «Y tú que te
pensabas que te iba a echar…».
De pronto se me ocurrió algo.
—¿Maxon? —dije, girándome hacia él.
—¿Sí, cariño?
Sonreí al oír eso de «cariño».
—¿Por qué estabas hablando con mi padre?
Maxon sonrió.
—Le he comunicado mis intenciones. Y deberías saber que lo aprueba plenamente, siempre que tú
seas feliz. Al parecer, esa era su única preocupación. Le he asegurado que haré todo lo que pueda para
que lo seas, y le he dicho que me parecía que ya eras feliz.
—Y lo soy.
Sentí que Maxon hinchaba el pecho.
—Entonces, tanto tu padre como yo tenemos todo lo que necesitamos.
Desplazó la mano ligeramente y la apoyó sobre la parte baja de mi espalda, para que no me separara.
Aquel contacto me hizo comprender muchas cosas. Sabía que aquello era de verdad, que estaba
sucediendo, que podía creérmelo. Sabía que podía perder las amistades que tenía en palacio, aunque
estaba segura de que a Marlee no le importaría lo más mínimo no ganar el concurso. Y sabía que tendría
que dejar que el fuego que mantenía vivo por Aspen se apagara. Sería un proceso lento, y tendría que
contárselo a Maxon.
Porque ahora era suya. Lo sabía. Nunca había estado tan segura.
Por primera vez lo veía claro. Vi el pasillo, los invitados esperando, y Maxon de pie, al final. Con
aquel contacto, todo de pronto adquiría sentido.
La fiesta siguió hasta entrada la noche, cuando Maxon nos llevó a las seis al balcón del palacio para
que viéramos mejor los fuegos artificiales. Celeste subió los escalones de mármol tambaleándose.
Natalie llevaba puesta la gorra de algún pobre guardia. El champán corría por todas partes, y Maxon
estaba celebrando nuestro compromiso de forma prematura con una botella que había cogido para su uso
personal.
Cuando los fuegos artificiales iluminaron el cielo, levantó su botella al aire.
—¡Un brindis!
Todas levantamos nuestras copas y esperamos, expectantes. Observé que la copa de Elise estaba
manchada del pintalabios oscuro que llevaba, e incluso Marlee tenía una copa en la mano, aunque ella
solo le daba sorbitos, sin beber apenas.
—Por todas estas bellas damas. ¡Y por mi futura esposa! —exclamó Maxon.
Las chicas brindaron sonoramente, pensando cada una que aquel brindis sería para ella, pero yo sabía
que no era así. Cuando todas retiraron sus copas, me quedé mirando a Maxon —mi casi prometido—, y
él me guiñó un ojo antes de tomar otro sorbo de champán. La emoción y la alegría de la velada eran
sobrecogedoras, como si me engullera una llamarada feliz.
No podía imaginar que hubiera nada en el mundo que pudiera arrancarme aquella felicidad.
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